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Por Nilda Allegri
¿Sabes?, he oído hablar de peces banana que han entrado nadando
en pozos de bananas y llegaron a comer
setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera
treinta centímetros más cerca del horizonte-.
J.D. Salinger
En la costanera de Paraná, apenas antes de las cuatro, los amasadores de harina y grasa arman gazebos portátiles y hasta que la noche se instala plena, con su luna arriba, los domingueros se entretienen haciendo cola para atiborrarse de tortas fritas, cual peces bananas, y casi sin mirar el río; de tan visto, invisible.
Con el sol amable de marzo el río invita a ser visto al sesgo. Y acostados en la arena descubrimos que el marrón se envicia en azules irisados, únicamente visibles por quien está tendido y atento. La arena es del color de la que se usa en la construcción, ni oscura como la de los mares del atlántico sur, ni blanca como la del Caribe: la arena es amarilla.
La joven está en el proceso de digestión del pescado de río recién engullido en el restaurante del club Estudiantes. La playa es muy breve, sin embargo alcanza. Como es otoño y ha llovido un rato antes, no existe la posibilidad de que venga algún esbirro a reclamarle carnet de socia o pago a cambio del uso de la reposera.
El horizonte es río, isla, camalotes, botes y los pocos que están en la playa como parte del paisaje. Lo más hermoso que anda por ahí, además del río, es una niña cerdo. Hay tres mujeres adultas que no la miran pero que, si se les preguntara, dirían que están ahí cuidándola.
La niña cerdo es muy pequeña, ni siquiera debe ir al jardín de infantes. Bombachita y gordos pechitos de grasa al aire. Da la impresión de que las personas no advierten fácilmente que es hermosa y, además, un espectáculo de circo en su robustez extrema de niña cerdo.
Las mujeres le dan la espalda al río, sentadas a pocos pasos de la joven que mira el Paraná desde su atalaya impaga. Ella piensa que no es buen signo que se despreocupen de cuidar lo que hace el río, de vigilarlo, de analizar cuidadosamente con que intenciones viene. Entretanto, la niña cerdo se embarra a sus anchas haciendo un pobre remedo de montaña o árbol de navidad con el barro de la orilla. Sus dos jamones, sostenidos por unas pantorrillas que recuerdan las columnas del Coloso de Rodas, ruedan por la arena. Cuando habla para sí, aumenta la impresión porcina, suenan alegres gruñidos.
–No creo que Neco esté en condiciones de verla este fin de semana largo –dice una de las mujeres, tal vez la madre de la niña cerdo, aunque ningún parecido justifica dicha apreciación.
–No creo –repite la otra, arrancándose un pelo de la cavidad de la nariz, sin disimulo.
Tres chicos de unos diez años entran en el ojo de la escena. Un varón adulto, invisible a la joven tirada en la playa del club Estudiantes, los autoriza a meterse en el río, o mejor dicho, a sacarse los pantalones para entrar.
–Guerra de barro –dice el más quilombero, un tal Iván.
–¡Mis ojos, mis ojos! –chilla otro, al que Iván y el tercer niño le tiran barro.
–Eh, eh –grita el tercero reboleando barro a derecha e izquierda, un tanto enloquecido.
Los dos atacantes dejan al lloroso lamentándose solo. Cualquiera puede advertir que el atacado está de más, que es una presencia necesaria para ser atacado y no otra cosa, que esa es su lastimosa función.
–Neco siempre hace lo mismo, dice que va a venir y que va a traer plata y no cumple.
–Sí, siempre hace lo mismo.
–Y después no hay cómo conformar a Marina.
Entonces la niña cerdo se llama Marina, un nombre de agua, como el río. Marina mira hipnotizada en rededor con un hilo de baba que cae de su pequeña boca. De a poco se va poniendo llorosa, hace pucheros.
La niña cerdo llora quedamente porque los chicos -atacantes y atacado- destruyen su castillo o pino navideño a pisotones, se tiran agua, juegan a quien llega más lejos con el barro. Y son extremadamente felices. Al barro lo obtienen de las ruinas del castillo o pino armado que ya no podrá jamás ser reconstituido. El barro bola pasa rápidamente al estado fragmentario de millones de esquirlas cayendo en el aire.
–Marina, no te vayas lejos, quedate donde te pueda ver.
–Sí, mamá –dice la niña cerdo, y confirma que la mamá no era ninguna de las dos que hablaban si no la tercera, echada en la reposera de madera, en una posición que ni queriendo puede vigilar lo que hace el río.
–Marina llora cuando le digo “tu padre nos ha abandonado”.
–Pobre chica.
–Sí, pobre, ni siquiera por su hija trae plata. No se la voy a dejar ver si no trae plata.
–Hacés bien, tiene que cumplir.
–Pobre chica. A mí no me importa nada. Ya vino varias veces pero dice que no tiene plata, entonces no lo dejo entrar. A veces me amenaza, cuando tiene vino encima, con que la va a venir a buscar y se la va a llevar.
–Incapaz. Es un tarado.
La niña cerdo mira con atención a los malvados impúberes felices. El río se le hace amigo, le lame los pies, amable, le hace cosquillas en la parte trasera de las rodillitas. Su mirada va de los chicos al río, lo mira con atención, con ojitos de china, cerraditos por el sol de frente y por los mofletes. Y se arma una visera con sus manitos y avanza unos pasos más.
La soga está a pocos metros. Si la joven optara por levantarse solo tendría que caminar cincuenta pasos para llegar al límite donde queda claro que más allá hay monstruos. La soga marca el territorio seguro, la zona de juego, la zona donde el guardián cuida a los niños. Solo es cuestión de estar atento. Además la soga ofrece el plus de otro aviso: en regular disposición una serie de boyas amarillas hacen extremadamente visible el lugar donde el río se vuelve enemigo.
Los primos que jugaban -la joven piensa que son primos- nunca llegan a acercarse a la zona de boyas, despliegan su batalla más acá, con el agua baja.
La soga de seguridad termina en el exacto lugar donde la playa se vuelve parque, el césped cortado por el jardinero del club Estudiantes, trazando un semicírculo entre orilla y orilla, con la panza del río dispuesta para que los niños vayan, tranquilos.
–El Neco es así, dice que no tiene plata pero vino con una bicicleta nueva.
–Claro, antes de comprar una bicicleta tendría que pensar que tiene una hija que alimentar.
Marina levanta la vista y se da vuelta mirando al trío de mujeres que la acompañan y nadie le devuelve la mirada. Entonces se dirige al extremo de la cuerda y se agarra de ella. El río la baña hasta el cuello y agarrada de la cuerda avanza.
La joven del pescado a la parrilla digiriéndose en el estómago piensa en interrumpir la charla sobre Neco, sus obligaciones de padre y el alimento del cerdo, pero se queda mirando al lugar dónde mira Marina. Allí el río hace morisquetas; invita, como un número vivo, a descubrir misterios. Siente una leve nausea, unas ganas de morir.
Y, asombrosamente, el destino ofrece un atajo, desprendidas de la magia, la niña y la joven se dan vuelta para ver cómo los tres primos abandonan la playa, hartos de gritarse, un poco azules de frío, hacia la costanera, porque es hora de salir. Se ponen pantalones que quedan mojados al instante y se despegan del peligro del río hacia un lugar seguro, donde todo es tránsito de familias, mate en sobaco, pretensiones de pobres que desfilan junto a ricos, bicicletas.
–Y no se fija que a Marina hay que cuidarla, que necesita cosas.
–Ella es buenita, pobre, ni trabajo da, pero hay que comprarle lo que necesita.
–Remedios, comida, vestirla.
–Pobre chica.
Lástima que en ese momento, el de la fuga de primos felices, no fue aprovechado para dejar atrás al hipnótico río. La joven observa con preocupación como la niña cerdo sigue inspeccionando agarrada de la soga de boyas y al seguir su mirada ve una lancha de paseo que sin embargo no genera oleaje en las orillas.
La cadencia del río le amasa la carne, el latir de la sangre del río la acuna, a ella, a la joven también le da ganas de dejarse llevar. Además, la niña acaba de darse cuenta del azul que hay escondido en lo marrón. Agua con entrañas de pacú, de surubí, de boga, de armados, agua con escamas doradas y blanco perla que le prometen a los botes que reclaman amparo, unas monedas para yerba, grasa y harina y la carne blanca y grasosa para la fritura del día, la carne del pescador para los hijos.
–Neco lo va a tener que pagar si no cumple.
–Un padre debe cumplir, para eso es padre.
Antes de que la niña avance un paso más, la joven se va. No quiere escuchar gritos de mujeres buscando inútilmente.
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