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Por Federico Capobianco
La ciudad, hoy, fue literalmente un horno, y todavía lo es, pero la noche vino con una leve brisa que resulta saludable. La gente decidió salir al mismo tiempo: caminan, pasean a sus perros, se sientan en las entradas de los edificios donde sus departamentos calentados por el fuerte sol del día no se logran enfriar. Los veo sucederse como una mancha continua, apenas iluminada por las pocas luces encendidas de la calle. La velocidad del colectivo los deforma y los hace aparecer cada vez que se detiene.
Octavio. El colectivo tiene aire pero no logra ser un alivio: está repleto de gente y nosotros estamos por bajar, si abriera la ventanilla me sentiría un poco mejor. Octavio. No entiendo porque no tomamos un taxi, la humedad me sacó sudado de mi casa aún recién terminado de bañarme, acá no voy a recuperarme y las cuadras que tenemos que caminar van a hacerme llegar impresentable. Octavio. Ni siquiera entiendo para qué vine si no tenía ganas de venir. Octavio. El colectivo está cada vez más lleno y tengo calor de vuelta. Octavio. Bajaría por la ventanilla, si pudiera abrirla, para no tener que atravesar esa maraña calurosa. ¡Octavio! ¡¿Qué?! Miro a Martina y por como ella me mira, y por el esfuerzo que la pareja frente nuestro hace para no mirarnos, intuyo que acabo de levantar la voz. Nada, dejá, ya pasó. Ahora es ella la que pone la mirada al frente y soy yo quien la mira. Hace una semana que prácticamente no nos hablamos aunque todavía compartimos la casa y la cama. Será para aferrarnos a algo, que por lo visto acabó por soltarnos. Por eso, también, estamos acá, en este colectivo, hacia una cena en la casa de su mejor amiga. El mejor plan hubiese sido que venga sola pero me pidió que la acompañe, que es preferible ir como estamos a someterse al interrogatorio de por qué fue sola, y que ninguna excusa valdría porque la cena era por algo importante.
Nunca me molestó caminar en silencio, de hecho siempre me molestó lo contrario. Pero cuando el silencio es la imposibilidad de decirnos algo, lo que realmente nos queremos decir, se vuelve asfixiante. No nos dijimos nada en las dos cuadras que caminamos y todavía faltan otras dos. Aunque la calle está repleta de gente no hay nada que me distraiga. Encima, desde que nos bajamos del colectivo, Martina chatea por celular, sin correr la vista de la pantalla. Soy un elemento del paisaje pero uno irrelevante, para ella sería exactamente igual si yo no estuviese caminando a su lado. Pero tropieza y soy yo el que alcanza a agarrarla para evitar que se caiga. Apenas me agradece y sigue caminando, deja su celular por unos segundos hasta que vuelve a sonar. Dejo de ser irrelevante por esos segundos. Necesito decirle algo. Me doy cuenta de que no le pregunté cómo estaba su madre; hoy fue a verla porque tuvo un cuadro gripal. Se lo pregunto. Bien, me dice. Y cuando la irrelevancia parece transformarse en insignificancia, agrega un “mejor” a la respuesta. Todo sin despegar la vista de la pantalla. No alcanzo a ver con quién habla. Sus dedos se mueven a una velocidad que me es imposible comprender. Un mensaje la hace reír fuerte, tanto que la hace reaccionar y la devuelve a esa calle repleta de gente, conmigo al lado, caminando hasta la casa de su amiga. La noto incómoda, algo que no puede compartirme es lo que la hizo reír. Me mira. Mañana salgo, me dice y retoma el paso y la mirada a la pantalla. Ceno con los chicos del trabajo, agrega antes de que le responda algo. Y ahora sí, la insignificancia es extrema, siento que estoy completamente desaparecido, esfumado. Se me revuelve el estómago, tengo ganas de vomitar. Me freno y la veo caminar. Todavía ni se enteró que camina sola. La miro fijo y la detesto, de repente la detesto. Frena: parece que acaba de darse cuenta de que ya no camino a su lado. Si se diera vuelta y me preguntara qué me pasa no sabría qué responder. En el segundo que tarda en voltearse hacia mí meto la mano en mi bolsillo y saco el encendedor, cuando me mira se lo muestro. No lo podía encontrar, le digo. Retomo el paso y la alcanzo. No fumes ahora, me dice, y toca el timbre de la casa de su amiga.
Entramos y Martina desaparece. En otra ocasión hubiese agarrado mi mano obligándome a saludar a todos, uno por uno, y yo iría arrastrándome como el nene que sea rehúsa a saludar a sus tías que lo abrazan, le hacen chistes y le preguntan con insistencia cómo está. Ésta vez agradezco la indiferencia de Martina y me escabullo hacia el living, sin siquiera saludar a los anfitriones. Por lo visto, somos los últimos en llegar, porque su amiga apaga la música y nos pide atención: tiene que dar un anuncio que yo ya sé y que no quiero volver a escuchar. Martina me lo contó hace una semana, el mismo día que se enteró. Ese fue el detonante, o, quizás, casi con seguridad, aunque me hubiese contado que compró dos papas en el mercado, el conflicto se hubiera desatado igual. Además, tenía que desatarse algún día para que ella escupiera, con toda la ira que nunca le vi tener, todo lo que quería escupir y no podía. Es imposible que todo eso se le haya ocurrido después de mi total desinterés por la vida de su amiga. No fue mi falso “mirá que bien” lo que trajo el caos sino el choque de estados; la noté cansada de tolerarlo, de resignar esos destellos de felicidad para nivelarse al desánimo que hace un tiempo tenía. Fue instantáneo, hablé y corrí la vista para que se note que lo que tenía para decirme no me importaba en lo más mínimo y la vi venir, mientras todo sucedía en cámara lenta. Me apoyé contra la pared y esperé, ella movía la boca diciendo algo a los gritos, pero yo solo recibía un barullo a gran volumen. No atiné ni a agarrarle las manos que revoleaba, con una fuerza frustrada, incapaces de lastimarme, hacia mi cara. Era obvio: esa bronca no era conmigo. La conocía muy bien y veía desde hace tiempo, en cada uno de sus movimientos, las ganas de irse. Para ella hubiera sido lo mejor hacerlo sin explicaciones, evitar el diálogo, no exponerse a la contienda que nos caracterizaba. Si había algo en lo que nos parecíamos era en nuestra incapacidad de charlar los problemas de pareja; todo nos costaba el doble, al punto que esa dificultad nos jugaba en contra: ella apenas hablaba lo que los nervios y el llanto le permitían y yo siempre levantaba de más la voz. Lo más triste: nunca nos pedíamos perdón, dejábamos que decantara hasta que todo volviera a la normalidad. Pero esta vez era más pesado, de una consistencia espesa, imposible de digerir, y sus golpes eran su incapacidad de hablar, de decirme lo que no podía y su falta de coraje para agarrar sus cosas e irse. Yo los recibía, también, como estímulo para la reacción, algo que había perdido por completo y que necesitaba para decirle que ya sabía de su historia con su compañero de trabajo.
Todos quedan en silencio a la espera del anuncio. Yo aprovecho para servirme cerveza e intentar encender un cigarrillo, pero Martina me frena con la vista. Tiene razón, no puedo fumar acá, aunque lo haría igual para que su amiga empiece a hablar. En cambio, se ríe nerviosa y se echa viento con la mano para evitar las lágrimas mientras su simpático novio la abraza y la besa en la cabeza. Quiere hablar él pero ella no lo deja, lo frena con un gesto parecido a los de Martina. La detesto otra vez. Por eso y porque es la primera vez en toda la noche que Martina se acerca a mí. Ahí está, al borde de las lágrimas, ella también. Siento unas ganas inmensas de abrazarla, pero justo, y por fin, su amiga habla: “Se nos ocurrió armar esta reunión porque queríamos tenerlos a todos juntos para contarles que con Juanu vamos a casarnos y…” Los aplausos no la dejan continuar. Martina no aplaude porque sabe que falta lo importante y yo no aplaudo porque no tengo ganas. “Falta otra cosa, dice su amiga, vamos a casarnos porque estoy embarazada”. No termina de decirlo y rompe en llanto, todos aplauden y se acercan a saludarlos. Martina llora y aplaude sonriendo, yo no puedo creer que esté feliz ¿Cómo alguien puede alegrarse por los demás cuando prácticamente parte de su vida es por completo un desastre? ¿Cuánto puede olvidarse uno de las propias miserias para sentir felicidad por la gente que uno supuestamente aprecia? No lo tolero: dejo el vaso en el piso y aplaudo lo más fuerte que puedo mientras grito “bravo”. Martina me mira fijo, odia cuando me pongo así, está segura de que me hago el estúpido o estoy borracho. Una de dos. La miro y le sonrío para que sepa que me doy cuenta cuándo me odia y que puedo ser más odioso aún. Pero corro la vista hacia el futuro matrimonio, no me animo a seguir mirándola, desafiándola. Martina dice algo que no escucho y se va a saludar a la feliz pareja. Aprovecho para ir a fumar a la vereda.
Afuera corre la misma brisa, me doy cuenta por primera vez que la casa me estaba asfixiando y necesito aún más el cigarrillo. Respiro hondo varias veces y doy pitadas profundas y bocanadas largas, a un ritmo esquizofrénico. Pienso en mis amigos, en ese momento estarán reunidos en algún lugar tomando algo, quizás podría ir a verlos. O podría irme a mi casa, estar solo. Enciendo otro cigarrillo, me apoyo en la pared y veo, justo enfrente, a un grupo de chicas que ríen, conversan y se pasan unas botellas de cerveza. ¿Cuánto hace que están ahí? ¿Habrán notado que salí espantado? ¿Me habrán visto fumar tan desesperado? ¿De qué se ríen? De mí seguro que no, si ni siquiera miran, pero ¿por qué se ríen? Pienso que nunca podría ir a hablarles, no sabría qué decirles. Con Martina estamos juntos desde hace ocho años, perdí por completo el tiempo, las palabras y la confianza para ir a hablar con una chica desconocida, más con chicas aparentemente más jóvenes. Me pongo nervioso de solo imaginar ir a hablarles. Quiero mirarlas y no puedo, ¿y si están mirando? Por las dudas mejoro la postura, me acomodo la ropa y me paso la mano por el pelo. Me siento algo canchero. Por suerte ni siquiera imaginan que pensé la palabra canchero. Siguen pasándose las cervezas y riendo, como se hubiesen reído si hubiesen sabido que me sentí canchero. Lo imagino y me sonrojo. Vuelvo a pensar en mis amigos, seguramente uno de ellos hubiera cruzado a charlar para que después crucemos todos. Enciendo otro cigarrillo y de repente la calle se llena de vehículos: autos, colectivos y un taxi, vacío.
*Publicado en antología All inclusive (Textos intrusos)
Etiquetas: All inclusive, Canchero