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Por Giovanny Jaramillo Rojas | Fotografía: Dahian Cifuentes
La trabajadora social de La Casa del Migrante de Tijuana me lleva hasta una mesa donde varios hombres están haciendo flores de papel. Al fondo, completamente concentrado, está Brayan Rivera. La delicadeza con la que sus manos trabajan contrasta con la rudeza de los otros hombres. Sus flores son imposibles. Demasiado pulcras. La trabajadora social me dice que él lleva solo tres días en la casa y que, detrás de la aparente timidez, se esconde un espíritu abierto y conversador.
Aprieto la mano de Brayan y colisiono con una suavidad indecible. Sus uñas están milimétricamente cortadas y sus alargados dedos están adornados con escrupulosas argollas plateadas. Su cabello, teñido de rubio, está engominado, perfecto, y brilla con el poquito de luz que logra filtrarse en el patio de la casa. La ropa que lleva puesta no puede estar más impecable.
—¿Quieres que te cuente por qué me fui de mi país, lo que me pasó en el viaje o hacia dónde me dirijo? —me pregunta, como si yo fuera un juez.
—Más bien cuéntame, si lo deseas, por qué estás aquí —respondo.
—Estoy aquí porque sentí miedo. Bueno, a decir verdad todavía lo siento.
Brayan nació y creció en la colonia Lomas del Carmen de San Pedro Sula (Honduras), la ciudad que desde 2013, según rankings mediáticos, es la más violenta del mundo. A pesar de esto, su vida transcurrió con inusitado orden, cerca de la habitual violencia pero siempre lejos de su pavorosa ejecución.
Primero la inocencia y el juego, los picos infantiles de felicidad y la pertinaz ternura de su madre. Después, el aburrimiento, la obligación de crecer y empezar a ser alguien: valles de rebeldías, utopías y desencantos adolescentes. Todo normal hasta el día de su cumpleaños número 17.
Ese día la violencia circundante, hasta entonces remota en su vida, se pegaría a su sombra. La pandilla MS (Mara Salvatrucha) empezó a seguirle los pasos, hostigándolo, para que ingresara en sus filas. Su convicción religiosa y la buena educación recibida en casa lo mantuvieron al margen de esa oscura espiral que, de cada 10 jóvenes hondureños, salvadoreños o guatemaltecos, pone a 3 en la cárcel, 2 en el cementerio y 1 en el exilio.
—Fueron 5 años de amenazas, ofensas, degradaciones, pero de ahí nunca pasaron. Fue raro, porque en mi país es sencillo: o entras a la Mara o te matan.
Pienso que me tocó conocer al Brayan de 23 años. Un muchacho serio, muy serio, tal vez por lo herido. Lo imagino cumpliendo 8 años, corriendo sonriente por calles que no conozco y viendo cosas que tampoco he visto, ni veré. También lo imagino a los 15, escribiendo una carta de amor, íngrimo en su habitación, mientras escucha una canción en inglés que no entiende, pero que le revuelve todo.
Este Brayan de 23 que me habla de su vida con el dejo que tienen los viejos de 50, que me confía cosas difíciles de digerir como si nada o, mejor, como si todo, me mira fijamente con sus ojos verdes turquesa, sin vacilación alguna, con una seguridad sobrecogedora.
Estudió administración de empresas y alcanzó a desempeñarse como gerente de mercadeo en una pequeña firma comercial de San Pedro Sula. Ya acostumbrado a las extorsiones y a la turbación que significaba vivir en la misma ciudad y el mismo barrio de una de las pandillas más temidas del mundo, Brayan creyó que podía hacerse un pequeño espacio para vivir “tranquilamente” entre tanta descomposición. Su madre lo alentaba a seguir adelante, le decía que se fuera para Tegucigalpa, porque allá, si bien la situación era muy parecida, había muchas más posibilidades de zafar de los peligros, pero él nunca tomó en serio esas palabras, no quería abandonarla. Por nada del mundo.
La MS se enteró de su trabajo como gerente y empezó a pedirle la mitad de su sueldo para dejarlo en paz. Brayan negoció una cuota y la cumplió, pero después de un par de meses, empezaron a seguirlo y a pedirle más. La intimidación primero era semanal, después diaria. La caían en cualquier esquina, le enviaban mensajes, lo llamaban. La persecución y las coacciones llegaron a un límite cuando le dijeron que si no proporcionaba lo que pedían atentarían contra su madre.
—Decir que son feroces es poco, son realmente espantosos —dice.
—¿Es por esto que finalmente decides irte? —inquiero.
—Mire, eso era lo de menos y ojalá hubiera sido el fin. Lo complicado fue cuando la pandilla se enteró que yo salía con un chico —pasa saliva sucesivamente.
—Ahí el chantaje se duplicó —afirmo, para desbaratar su silencio.
—Yo decido irme después de que varias personas de la pandilla abusaron sexualmente de mí y, no contentos con eso, después me golpearon en varias ocasiones porque querían que me prostituyera y vendiera sus drogas.
Para argumentarse a sí mismo las incuestionables valideces humanas y morales de su exilio, Brayan dice que las dos cosas que realmente lo sacaron de su país fueron, primero, su condición de joven “porque ser joven en Honduras es un delito” y, segundo, su orientación sexual: “En Honduras ser gay es algo inaceptable. El amor entre hombres no cabe en sus cabezas. Simplemente no. Sufrí discriminación en todos lados. La única que no me discriminó allá fue mi madre. El maltrato psicológico es terrible y siempre termina en maltrato físico. Ser gay no es algo que uno quiera ser, y menos para ganarse problemas, es algo con lo que simplemente se nace”.
En noviembre de 2016 Brayan salió de Honduras. Cruzó Guatemala en un solo viaje hasta alcanzar Tapachula, la frontera con México, en donde apenas puso un pie lo primero que hizo fue pedir refugio.
—En Tapachula conocí una persona que supuestamente quería ayudarme. Con el paso de algunos días esa persona empezó a decirme que se estaba enamorando de mí, pero a mí no me gustaba y, como lo rechacé varias veces, una tarde se alió con dos amigos y entre los tres me violaron. Fue horrendo, me fui de San Pedro para que no me pasara nunca más, y mire… volvió a suceder. Todo esto lo comenté en migración mexicana cuando tuve la segunda cita. Les llevé las pruebas y yo creo que fue por eso que ellos me dieron la residencia permanente.
Como en Tapachula no había nada que lo hiciera sentirse seguro decidió embarcarse para Ciudad de México. Allí intentó recomenzar su vida trabajando, pero se estrelló con un desmedido muro de explotación. El dinero que ganó en un restaurante difícilmente le daba para pagar el alquiler de una habitación en el centro.
Alguien le dijo que en Monterrey las cosas estaban mejor. Entonces agarró para allá, apenas con lo del boleto de autobús. Llegó a un albergue para migrantes centroamericanos y mexicanos llamado Casa Nicolás en donde, mientras intentaba conectarse laboralmente, fue presa fácil para el renombrado cartel de los zetas: intentaron secuestrarlo dos veces.
—No entendía qué pasaba conmigo, ni con el mundo, ya esto era mucho. Entonces decidí venirme a Tijuana pero, como no tenía dinero ni nadie que me ayudara me tocó hacer ride (pedir aventón, hacer dedo), pero el ride me llevó de Monterrey a San Luis Potosí, es decir, no me acercó sino que me alejó, porque supuestamente desde allá iba a ser más fácil salir para Torreón. Una vez que llegué a San Luis me dijeron que no, que estaba loco, que desde Monterrey era mucho más fácil, entonces volví a hacer ride de vuelta a Monterrey desde donde pude salir directo a Torreón y después a Chihuahua y desde ahí hasta Tijuana. Hice la cuenta y fueron casi 3000 km, no de viaje, sino de zozobra, con gente que no conocía y por caminos que se prestan para todo. Tuve suerte.
La intención de Brayan no es quedarse en Tijuana, su sueño es cruzar a Estados Unidos pero no como ilegal, sino haciendo todos los trámites para pedir refugio, tal cual como lo hizo cuando ingresó a México: «Tengo todos los papeles en regla, los comprobantes de todo lo que me pasó, yo sé que es difícil pero no veo porqué puedan negármelo», señala.
Es la hora de la cena. El cansancio de Brayan es evidente. No prueba bocado desde la mañana, no porque no haya tenido con qué, sino porque anduvo ocupado, buscando trabajo, yendo y viniendo, sumergido entre locales comerciales, car wash y restaurantes de la ciudad. La Casa del Migrante pide a sus huéspedes que salgan a más tardar a las 8 de la mañana y vuelve a abrir sus puertas para el retorno a las 4 de la tarde. La hora del atardecer es lo que más lo afecta desde que salió de casa. Permanece aislado, enquistado en su memoria, repasando la falta que le hace su madre.
—A mi madre no le conté que me iba, para evitar que se pusiera mal. La llamé un par de días después, desde Tapachula, y le dije que prefería estar lejos de ella y no muerto, por lo menos así podía escuchar su voz cada vez que quisiera. Ella empezó a llorar y yo colgué completamente despedazado.
Brayan, como cualquier hondureño, tiene mucha familia en Estados Unidos, pero no cuenta con nadie porque, según él, todos se avergüenzan de su orientación.
—¿Cuál crees que es el origen de la violencia en tu país?
—La pobreza, claro, y la falta de oportunidades. Allá los jóvenes prefieren ganarse 1000 lempiras (60 dólares) matando a alguien en una operación que dura entre 15 y 20 minutos y no trabajar correctamente una semana por la misma cantidad de dinero.
Aunque Brayan se siente conforme en Tijuana sabe muy bien que sigue siendo vulnerable. Nada más en La Casa de Migrantes algunos hombres lo ridiculizan, presos de un machismo vergonzoso. Duerme con miedo, imaginando que en la noche cualquiera puede entrar en su cama y abusar de él.
—Pero yo soy devoto de la virgen de Guadalupe y, con la bendición de ella, estoy seguro que Estados Unidos me va a recibir y, ya allá, y de acuerdo a como me vaya, espero conocer San Francisco, me dicen que esa es la ciudad más tolerante del mundo.
Sigo en el patio de la casa, espero a Patrick Murphy, el sacerdote scalibriniano que dirige el lugar. Me asomo por una ventana que da hacia el comedor. Una veintena de hombres comen en silencio, apresuradamente, y sin mirarse unos a otros. Me detengo en Brayan, está situado en una mesa del fondo, agarra los cubiertos y mastica con la misma delicadeza con la que, una hora antes, convertía insípidas hojas blancas en hermosas flores de papel. Creo entender su soledad, su sufrimiento, pero no, deploro mis mentecatas inclinaciones a querer entenderlo todo. Hay cosas que no. Simplemente no. Días después me doy cuenta que lo que sentía era admiración, por su elevado poder de resiliencia, por su majestuosa sensibilidad humana. Desnuda admiración, como nunca nadie me la había inspirado.
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