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27-09-2017 Notas

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Por Alexandra Kohan

«Deseoso es aquel que huye de su madre.
Despedirse es cultivar un rocío para unirlo con la secularidad de la saliva.
La hondura del deseo no va por el secuestro del fruto.»
José Lezama Lima

«Pero mira a tu madre cómo está confundida. […]
Debes interponerte entre ella y su alma atormentada. Háblale, Hamlet.»
William Shakespeare

«Yocasta, por su parte, sabía algo,
porque las mujeres nunca dejan de tener sus pequeñas referencias.»
Jacques Lacan

Un aviso reciente de la compañía Arnet cuyo título es “Padres separados. Internet para que todo suceda” —porque el mercado nos quiere hacer creer que todo es posible— muestra una pareja separada no sin tensiones ni tiranteces. La hija de ambos le comunica al padre que quiere darle una de las líneas gratuitas del pack que han contratado con su mami. Mami no está muy a gusto con la idea, pero accede porque la niña, un tanto más aguda que esos padres, y repitiendo eso que suele decirse en las separaciones, pregunta “¿qué tiene? ¿No seguimos siendo una familia?”. A partir de allí los reclamos entre la pareja se hacen más fluidos (mensajes, instagram, etc.). Ese tipo de fluidez que se instala gracias a lo que, en apariencia, es gratuito. Pero, también gracias a la “gratuidad” de la línea, la bella relación entre la niña y su padre —un padre amoroso, afectuoso, lo que se da en llamar “un padre presente”— es finalmente observada y juzgada por la madre. En la última escena, mami amenaza a papi. “Te va a estar llamando mi abogada”, papi es presa del terror y del desconcierto, hasta que mami aclara “podés verla los jueves también”. ¡Uf!, ¡qué susto, papi!  Esta vez mami decidió a tu favor. ¡Bien, mami, gracias!

Que los niños son rehenes de sus padres separados se ha repetido hasta el cansancio. Pero se elude, sin embargo, pronunciar la palabra secuestro. Apoyo la igualdad de género en lo que a derechos y obligaciones se refiere. En ese sentido, entiendo que la manutención y el cuidado de un hijo debe ser igual para ambos progenitores, que ambos son importantes e indispensables en la crianza. También entiendo que hay parejas que no necesitan recurrir a la justicia para arreglar esos asuntos, que el acuerdo existe sin que medien cartas documento y que, en ese sentido, se preservan de la incidencia de terceros en las decisiones de crianza. También sé que hay padres que no se responsabilizan y se ausentan y en esos casos la justicia ayuda. Ahora bien, quiero referirme al modo en que, en algunos casos de padres “presentes”, se superponen los dos planos: dinero a cambio de hijo. Si hay dinero, el padre puede ver al hijo; si no lo hay, no. ¿No es acaso esa la fórmula del secuestro? ¿Dinero a cambio de liberar al rehén?

Que una mujer no se define por ser madre y que una madre no es necesariamente una mujer, nos lo han enseñado Freud y Lacan (en su retorno a Freud), aunque también nos lo enseña la experiencia cotidiana; no ya la experiencia analítica sino, como diría Lacan, “la experiencia común de los hombres y las mujeres”. Si bien para Freud una de las soluciones al problema de la feminidad era la vía materna, no dejó de hacer de la feminidad un enigma y del deseo femenino una pregunta. En ese sentido, ya en Freud —con Lacan—, puede pensarse que algo de la feminidad se resiste a ser absorbido por la maternidad. Hay algo que se escapa, que se escabulle, algo resta y por eso el enigma insiste, la maternidad como solución es una solución inestable, agrietada. Porque una madre es no-toda-madre, aunque se presente pretendiéndolo, aunque no quiera saber nada de su feminidad.

https://www.youtube.com/watch?v=_iYtfKuCrPY

Ahora bien, si la maternidad es una de las soluciones posibles al problema de la feminidad, ella no es sino por el lado del tener. Tener hijos allí donde no se puede tener el falo (como si el falo pudiera tenerse). Sin embargo, existen diversas maneras de habitar la maternidad. Me interesa indagar el modo en que algunas mujeres pretenden instalarse en la literalidad del asunto: tienen hijos. Pretenden tenerlos y retenerlos. Pretenden hacer de esos hijos un fetiche, un chiche prêt à porter que las adorna, un suplemento que las acompaña adonde vayan, una prótesis y, en ese sentido, menos un falo que un pene. Ellas se definen a sí mismas en el tener: tienen hijos y pretenden que esos hijos las completen, que sean todo para ella. Se definen en el ser madres.

Alguna vez le preguntaron a una militante trotskista y feminista por qué —a priori— es el padre el que se tiene que ir de la casa en una separación matrimonial. Ella no dudó y contestó: “porque en la casa están los hijos”, dando a entender que por lo tanto ha de ser el lugar de la madre. Al instante escuchó lo que había dicho y se sorprendió —no demasiado gratamente—: parece que la ideología es inconsciente.

Acostumbrados a pensar a la mujer en el lugar de objeto pasivo, e instalados cómodamente en ello, dejamos de advertir el modo en que erigimos la esencialización de la madre, su sacralización. No deja de ser un modo de la doxa, aquel que vela para que pase por natural y dado aquello que en verdad es producto de una ideología; la doxa definida, con Barthes, como “La Opinión pública, el Espíritu mayoritario, el Consenso pequeño-burgués, la Voz de lo Natural, la Violencia del prejuicio”. La violencia del prejuicio, aquel que hace de la maternidad algo natural, el prejuicio de pensar que una madre siempre va a velar por el bien del niño, por su bienestar; que una madre es incapaz de dañar a un hijo. Que existe el llamado “instinto maternal” y que ese instinto es un instinto del bien.

La maternidad —al igual que la feminidad— no tiene nada de natural. Cada mujer encuentra su modo y cada solución es singular. Hacerla pasar por natural no hace sino velar la escisión fundamental que existe entre la maternidad y la feminidad, velar lo que de cultural, histórico, ideológico y artificial tiene. Es una manera de no querer saber nada de la feminidad, de lo que es capaz una mujer, de su posición activa allí donde se la conduce una y otra vez a la pasividad. Ya Freud, en la conferencia número 33 de las Nuevas conferencias de Introducción al psicoanálisis (1932-1936) “La feminidad”, rompe con este binarismo de hombre activo/mujer pasiva allí donde indica que se requiere mucha actividad para sostener la pasividad. Sin embargo, dicho binarismo sigue funcionando aún hoy y tiene efectos sobre los modos en que pensamos la maternidad y la feminidad. La madre en el lugar incuestionable, ideal, sacro, impoluto, pasivo, en definitiva, se sostiene todavía a pesar de todo lo que venimos pensando alrededor del género.

María Callas en «Medea» (1969) de Pier Paolo Pasolini

Quiero detenerme en tres gestos femeninos en las antípodas de la maternidad. Son algunos entre tantos otros posibles. Dos de ellos provienen de Pier Paolo Pasolini: ese sabedor del cuerpo, aquel que no retrocede ante el exceso, aquel que sabe que el pathos nos es constitutivo en lo que a Eros se refiere. Su Yocasta —madre de Edipo—, en Edipo Rey, sonríe en el momento en que empieza a saberse toda la verdad de lo que ha pasado. Pasolini se ocupa de mostrar ese instante en que ella advierte todo y esa sonrisa es la cifra misma de su satisfacción. “Lo que no se quiere saber no existe, lo que se desea saber existe”, es la frase de Apolo que Pasolini elige para esa escena. “Quiero vengar la muerte del Rey como si fuese mi padre. Ahora que su poder recae sobre mí, ahora que son mías sus tierras y su mujer es mi mujer”, dice Edipo. Acto seguido, Yocasta se vuelve a acostar con él.

Medea, también en la versión de Pasolini, protagonizada por la gran María Callas, ayuda a su hombre, Jasón, a recuperar el llamado Vellocino de Oro y no duda, para ello, en matar a su hermano. Medea le da todo a Jasón. Tiene dos hijos con Jasón; es una esposa y una madre perfecta. Sin embargo, un día Jasón le anuncia que va a casarse con la hija de Creonte, el Rey de Corinto. Medea no lo puede soportar. Creonte teme por su hija porque conoce los poderes de Medea y le pide que abandone Corinto. Medea manda a llamar a Jasón y lo engaña diciéndole que hagan las paces, que termine su litigio, que ella se va a exiliar, que está feliz por él y por su boda. Le pide que su nueva esposa no eche a sus hijos de esas tierras, Jasón se lo asegura y, por su parte, le dice que entiende su enfado y le ofrece su perdón, su entendimiento. Medea envía por medio de sus hijos un obsequio de bodas a la hija de Creonte, un vestido envenenado. Creonte al verla agonizar se mata con ella. Acto seguido, vemos a Medea ocupándose maternalmente de sus hijos: los baña, los arrulla y los duerme. Medea es una buena madre. Cuando están dormidos, los mata e incendia el lugar donde se encuentran. Jasón no podrá enterrarlos. Medea no duda en asesinar a sus hijos por el despecho y la pasión amorosa que —en forma de odio— la une a él. Medea dice, en el final, “ya nada es posible ahora”. Para Lacan, Medea constituye “una verdadera mujer”. Y una verdadera mujer es lo que se encuentra en el más allá de una madre.

Finalmente, Gertrudis, la madre de Hamlet. La escena del dormitorio (escena IV del acto III) cuya lectura, como desliza Lacan, “está en el límite de lo soportable”. Hamlet intenta pararla, regular su lujuria desmedida, obscena, y le habla brutal y groseramente, le grita, la zamarrea —la versión de Keneth Branagh refleja notablemente la brutalidad de la escena—. Hamlet le dice que ya está grande, que debería apaciguar su voracidad sexual. Además, mientras le grita a la madre, mata a Polonio que está escondido detrás de una cortina. Luego sigue con la madre: pronuncia palabras destinadas a romperle el corazón, Gertrudis gime por la presión e insta a su hijo a callarse (en la traducción de Carlos Gamerro): “Basta, Hamlet, no sigas. Haces que mis ojos se claven en mi alma, en ella veo manchas tan negras y profundas que nada las puede borrar […] Cállate por favor, tus palabras son puñales en mis oídos. Basta, querido Hamlet”. Entra el espectro en ese momento y dice “Debes interponerte entre ella y su alma atormentada”. (Lacan lee allí un llamamiento al analista). Hamlet fracasa en ese gesto y debe deponer las armas y renunciar “ante algo que se presenta ineluctable”: el deseo de su madre. Un deseo que no podrá “ser dominado, apartado, suprimido”. Hamlet deja que su madre regrese a “la dejadez de su deseo”. El lugar al que Hamlet es arrojado una y otra vez es efecto, en parte, de ese deseo.

El acto de Medea, la sonrisa de Yocasta, el deseo voraz de Gertrudis: cifras de lo femenino más allá de la maternidad. Actos que muestran la hendidura imposible de cerrar que se pronuncia entre la posición femenina y la posición materna. No se trata de erigir una moral de lo femenino, de hacer de estas mujeres un ejemplo, sino de señalar el modo en que la solución singular que cada mujer encuentra está entre la toda-madre y una verdadera mujer.

Silvana Mangano en «Edipo rey» (1967), también de Pasolini

Afortunadamente ha habido muchos cambios en el código civil en lo que a hijos de padres separados se refiere. No existe más la patria potestad y no se dice más “tenencia”. Tenencia, una palabra nefasta que repetíamos y seguimos repitiendo aún hoy, sin advertir las consecuencias de lo que ello implica. Efectivamente, para el nuevo código civil se trata de que los padres cuiden a sus hijos, no de que los tengan. Ya tampoco se dice “visita”, que el padre no sea el que “visita” como si fuera un familiar lejano, o incluso, un extraño.

Pero, a pesar de los cambios en el código, persiste el prejuicio: macho/padre proveedor, madre cuidadora y protectora: tal es el modelo que seguimos sosteniendo aún hoy, a pesar de las enormes reflexiones acerca del género que se vienen planteando. Muchos jueces siguen siendo machistas allí donde creen que la madre es indispensable mientras que el padre es prescindible. Existen, por eso, muchísimos padres que no pueden ver a sus hijos. Y también existen mujeres machistas que continúan perpetuando esta relación y esa concepción.

Me pregunto por qué no existe más visibilidad todavía sobre el modo en que se manipula y se cosifica a los niños, me pregunto por qué está tan naturalizado que una madre es más imprescindible que un padre, me pregunto por qué no repudiamos un poco más estridentemente esta forma del abuso infantil y me respondo, un poco conjeturalmente, que advertir la cosificación de los hijos por parte de estas mujeres conduciría a pensarlas en un lugar activo y violento, cuestión de la que, según parece, nada queremos saber.

Lo que el aviso de Arnet muestra es un modo muy cotidiano y habitual, un modo muy naturalizado, en el que algunas madres separadas deciden por los hijos la manera en que se van a relacionar con los padres. Se creen dueñas de sus hijos y no hacen sino consolidarlos en el lugar de objeto, son las mujeres que se muestran teniendo. La potencia de una mujer, la fuerza del odio y del despecho hacia su ex pareja es tal, que acaban filtrando ese odio hasta imponer al hijo su propia versión sobre el padre. No deponen las armas y llevan adelante una guerra en la que se pierde todo, en la que pierden todos, incluidas ellas mismas. Son mujeres que, como sugiere José Luis Juresa en La desterritorialización de lo femenino (texto inédito), “no quieren ser tomadas por tontas. Para ellas, los hombres siempre son previsibles y van en manada, y se les puede arrancar lo que se propongan, en una suerte de revanchismo teledirigido. No pueden vivir en paz las diferencias […]. Creen fervientemente que los hombres la tienen mucho más fácil, y señalan esa supuesta desventaja como el principal e irremediable mal de sus vidas”.

El “Grupo de denuncia permanente a Jueces de Familia de Morón (BA) que incumplen la ley” repudió el aviso de Arnet y este repudio tuvo bastante repercusión. El texto del repudio dice que “el Nuevo Código Civil de nuestro país establece la custodia compartida como norma, aunque pocos jueces lo cumplan”. Y que la publicidad constituye “un mensaje pésimo, donde el derecho del niño a disfrutar del amor de sus progenitores por igual se ve ignorado y vuelve a ser una moneda de cambio y manipulación.” Me solidarizo con esos padres —y esos niños—, que son muchísimos, víctimas de mujeres que no dudan en arrasar con la infancia de sus hijos.

 

 

 

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