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07-09-2017 Entrevistas

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Por Anahí Pérez Pavez

En una entrevista generosa Martín Sivak cuenta sobre sus recursos, ideas y límites. A poco de publicarse El salto de papá, la crítica lo ubica entre los mejores libros del año y él sólo se siente capaz de escribir sobre otros. Evo Morales, Héctor Magnetto o Jorge Sivak –su padre “banquero y comunista” que se suicidó en 1990– son algunos de esos otros que eligió describir. Retratos de intimidad y verdad que sólo un excelso periodista puede narrar.

¿Qué herramientas de la no ficción te sirvieron para escribir esta memoria familiar?

Nunca escribí ficción. Leo literatura pero me valí de las únicas herramientas que conozco que son el híbrido entre el periodismo y el impresionismo histórico, ya que hice un doctorado en historia. En el libro cuando no sé o no puedo reconstruir no tengo la tentación de exagerar o hacer ficción, paro ahí. Esos límites me gusta que estén claros. Hay un subgénero de periodistas que también son novelistas pero no es mi caso, jamás diría que esta es una novela. Es una memoria familiar de no ficción con los recursos que tiene alguien que ha trabajado con la escritura periodística desde los 18 años. Eso te da un hábito, una manera de contar que es más propia de la práctica periodística que de cualquier otra. Lo hice en el registro que escribo con la diferencia que hablaba de propios. Lo que hizo las cosas mucho más difíciles. En un momento me sentía ridículo. ¿Por qué estoy entrevistando si yo sé mucho más de mi papá que esta persona? Pero igual me entregué porque era la manera de tratar de entender, explicar o buscar escenas. Las entrevistas son búsquedas de escenas, situaciones y personajes. Yo también buscaba eso, lo que es muy del periodista.

¿Tu libro es una reivindicación de Jorge Sivak?

Mi papá era un marginal que se hizo notorio a través de un hecho trágico que fue el secuestro y asesinato de su hermano, pero no era una figura pública. Cada uno puede leer el libro como le parezca pero yo no siento que sea una reivindicación. Él no fue un político o empresario relevante, no fue un intelectual. El libro es una reposición de una vida y una historia universal de cómo un hijo mira un padre y cómo entre los dos se ven.

Dijiste en una entrevista que tu padre nunca se puso en víctima y que trataste de evitar ese lugar. ¿No te sentiste víctima de cierta manipulación mediática del caso y de las consecuencias en la salud de tu papá?

No. No me siento víctima. Es un tema que a mí me resultaba incómodo pero entendía que el caso tuvo una gran repercusión pública. Ministros que renunciaban, crisis de gobierno por eso y la prensa ponía foco y atención en el caso pero no fue responsable. Acá hubo un grupo de secuestradores que secuestró y mató a una persona, la prensa hizo su trabajo. Algunos lo hicieron mejor, con más profesionalismo, y otros con menos. Muchos periodistas fueron generosos con la familia, de modo que este libro no está para nada ligado a esta idea de la prensa como deformadora o responsable de todas las cosas que suceden.

En tu libro hablás de que las ideas de él y sus amigos estaban reñidas con la democracia –en contexto, idealizan la lucha armada y la cárcel–. ¿Cuánto compartís y cuándo soltás su ideología?

Mi papá tuvo una militancia orgánica. Un vínculo con las organizaciones políticas que yo nunca tuve. De modo que son historias bastante distintas en ese sentido. Aparte esas ideas no es que se heredan. La reivindicación que papá hacía de Stalin yo no la comparto. De chico la compartía porque era como un loro que repetía sus ideas. Con distancia me siento muy alejado de esa reivindicación. Esa es la trayectoria política, ideológica y emocional de mi papá. Yo no tuve esa trayectoria. Esto lo empecé a hacer cuando tenía 34, 35 años. De modo que ya era una persona grande y no es que gracias al libro me politicé, me ideologicé o me desideologicé. Yo pertenezco al ancho y heterogéneo mundo de la izquierda democrática de este tiempo, que es muy distinta a la izquierda en la que mi papá militó, pero eso no es una diferenciación con él, es más que nada la trayectoria y la experiencia de la izquierda latinoamericana del siglo XXI. Me he vinculado de otra manera con ciertas experiencias de la nueva izquierda y es donde mejor me encuentro en todos los trabajos que hice sobre Bolivia. Fue un modo de participar como periodista en la coyuntura política boliviana de los últimos años. ¿Y eso qué tiene que ver con mi papá? Nada. Mi papá fue a Bolivia cuando se casó con mi mamá en 1970 y siempre me contaron que fueron en un Dodge que se apunó. Yo descubrí una relación con Bolivia que fue intensísima desde mi primer trabajo de periodista como corresponsal de un diario boliviano en la Argentina. O sea que yo escribo sobre temas de Bolivia desde que tengo 18 años. De modo que tampoco es un gesto de diferenciación. Todas las cosas que yo escribí están bastante autonomizadas de mi vida familiar y mi relación con mi papá. No me siento para nada como en un diálogo permanente con él. Yo quería ser periodista.

¿Cómo describirías esa distancia que se percibe en el libro con los testimonios de los compañeros de tu papá?

Es una distancia cariñosa. Todos los compañeros de militancia de mi papá han sido muy amorosos con mi hermano y conmigo. Por ahí son distintas maneras de administrar sus propias vidas. Si bien hubo algunas diferencias, son matices menores en relación a lo más importante que es que todos ellos fueron muy importantes. Uno de los legados de mi papá es que muchos de sus amigos mantuvieron la relación con nosotros durante veinticinco años. La mayoría estuvieron y siguen estando cerca más allá de mi papá.

Existe una literatura que lee distinto los setenta, ¿te sentís parte?

Existe un discurso idealizado de los setenta y uno burlón; yo no me siento en ninguno, ni reproduciendo esa idealización, ni en esa mirada desdeñosa. El gringo* es un militante tupamaro que entregó su vida a un cambio social en Uruguay. En el medio le pasaron innumerables cosas. Lo balearon, tiene nueve tiros en el cuerpo. Entregó su vida a esa causa. A mí asumir una actitud burlona o verlos como qué delirio, no me nace. Entiendo la crítica pero yo no formo parte de esa cosa como el antisetentismo fácil, me parece muy simplote. Yo en el libro lo que cuento es como mi papá y sus compañeros de militancia transitaron esos años, que no fueron todos los años de su vida, después hicieron muchas otras cosas. Obviamente tenemos diferencias pero en líneas generales yo las entiendo como diferencias de matices y generacionales, en ningún momento quiero participar de esa suerte de mirada desdeñosa de los militantes políticos. No la tengo.

Me refería también al modo directo en que aparecen las voces de otros, sin ningún tipo de intervención. Hay algo de distanciarse del testimonio y a la vez subrayar su forma y contenido, en contraste, a veces, con el autor. ¿A qué literatura remite?

Hay una literatura testimonial que me parece muy relevante. Cuando quería ser periodista mi primera escuela era la tradición latinoamericanista de Gregorio Selser, de  Rogelio García Lupo, de Rodolfo Walsh.

En otras entrevistas mencionaste a quienes escriben memorias sobre padres como Philip Roth, Karl Ove Knausgard, Martin Amis, Paul Auster, incluso Franz Kafka. ¿Cómo te nutrieron?

Más que nutrieron me advirtieron o encontré en ellos un género. Dije: existe un subgénero que es la memoria de padres. Yo leo para, en algún sentido, convencerme de que lo que estaba escribiendo no era original sino que muchos lo habían hecho y fue tranquilizador. No es por compararme con ninguno pero existe esa biblioteca. Si no hubiese existido quizá no me animaba a escribir el libro. Yo leía mucho pero no tomaba modelos. No fue una cosa tan consciente. Uno de los libros que la primera vez que lo leí me gustó mucho y la segunda no tanto es el de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Hay una escena en la que Faciolince después de la muerte del padre va a su escritorio, abre y encuentra cartas íntimas. Entonces él dice “yo las leí y no voy a contar nada de eso”. Uno podría decir especulativamente que quizá es una vida amorosa del padre o cualquier otra cosa, pero lo que me gustó no fue lo que yo pensé sino que Faciolince dice explícitamente al lector: esto yo no lo voy a contar. Como que también es cierto que hay límites. No es que escribir esto implica que voy a contar todo. Hasta lo más escabroso, lo más difícil o lo más insoportable. Yo para nada hice eso. Hay cosas que son íntimas pero hay muchas cosas que no las puse y Faciolince me ayudó a pensar eso. De modo que las lecturas ayudaban de esa manera. No en un sentido instrumental. En el caso de Knausgard, setenta páginas vaciando la casa del padre alcohólico después de la muerte es algo muy pero muy logrado. Ahí solo puedo suspirar y admirar esa escritura. Punto. No  es que dije:  a ver cómo puedo aplicar eso.  Era también medio desparejo porque yo leía y subrayaba pero no volvía a los textos. Es más, cuando estaba terminando el texto, me dije, ¿para qué leí tanto?

Sí, igual vos decís para qué leí tanto y para qué investigué tanto pero, en realidad, ¿no te da la impresión de que se termina estudiando tanto, tratando de entender tanto, para poder escribir esto?

Por supuesto, sin lectura no existiría ningún tipo de escritura.

¿Está en tus planes escribir ficción?

No.

¿Definitivamente?

Sí, porque no me sale escribir ficción, no me interesa, no tengo ninguna habilidad ni don. Con todo lo que hay para leer. Tantos autores tan relevantes en la literatura argentina y universal, escribir no ficción sí me interesa.. Esa idea de la romantización de la escritura de ficción yo no la tengo. Son las ganas. Tenés ganas o no tenés ganas. Te puedo nombrar muchísimos escritores de no ficción que a mí me interesan. Kapuscinski o las Voces de Chernobyl, de Svetlana Aleksievich, me pareció deslumbrante.

Un gesto de humildad.

Para mí la lectura es un gran ejercicio de modestia y deslumbramiento frente a los otros. Escuchar a los otros. Y por ahí uno no tiene nada que decir. Yo no tengo nada que decir. No se me ocurre ninguna historia. No quiero inventar nada. No quiero ficcionalizar nada. Yo siempre pienso en términos de no ficción.

*el gringo, César Dante Bortagaray López, miembro de Tupamaros, “el epítome del perfil revolucionario”, que en El salto de papá Sivak describe como: “Hombre de campo y de origen humilde, una distancia social con el resto de los amigos de mi papá. Luego de su tiempo en la cárcel se exilió en Londres: allí vive hace cuarenta años, sin hablar una palabra de inglés, encerrado en una pequeña habitación, aún con las cinco balas en el cuerpo que le dispararon a principios de la década de 1970.”

 

 

 

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