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Por Luciano Sáliche
Salir a la calle no es sacar la cabeza por la ventana. Salir a la calle es un sintagma denso, difícil, peligroso, cargado de significación. Salir a la calle es dejar la comodidad del hogar, lo propio, lo seguro, para –como dirían los antropólogos– encontrarse con la otredad. Ese choque de mundos –el del público con el privado– provoca una tensión que siempre deviene en caos. Nunca da como resultado una armonía, nunca es un concepto cerrado lo que se lee en esa explosión de sentidos, nunca es una concisa definición perfecta. Santiago Maldonado, por ejemplo, fue desaparecido luego de salir a la calle. A 1.215 kilómetros de su 25 de Mayo natal, este hombre de 27 años –al que muchos les costaba pronunciar su nombre, darle identidad, entonces lo llamaban artesano, tatuador, mochilero o anarquista– llegó al Pu Lof de Resistencia de Cushamen, Chubut. Estuvo en El Bolsón previamente donde conoció más de cerca el reclamo que la comunidad mapuche venía realizando, entonces se solidarizó y convivió con ellos. Hacía algo más de un año que este Lof estaba instalado en un territorio en puja que, hasta el momento, está dentro de la estancia Leleque (sobre la Ruta Nacional 40 y a la vera del río Chubut) perteneciente al Grupo Benetton. Claro, para que Luciano Benetton llegara a plantar bandera en Argentina y transformarse en el mayor terrateniente de nuestro país también tuvo que salir a la calle. Pero de otra forma, con otra ambición.
Benetton es un octogenario italiano con un patrimonio neto de 3,5 billones de dólares. Un buen número para quienes masajean sus fortunas mientras miran de reojo la tabla de posiciones en la revista Forbes. Hoy está en el puesto 745 de los millonarios más ricos del mundo. En Argentina tiene alrededor de 900 mil hectáreas extendidas en las provincias de Buenos Aires, Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz. Benetton se mueve en el suelo gaucho a través de la Compañía de Tierras Sud Argentino S.A. pero no todo tiene que ver con fortalecer su imperio de moda y hacer mejores productos indumentarios. Se estima que tiene 280 mil ovejas en estas tierras que producen 1,3 millones de kilos de lana por año, pero también posee 16 mil vacas y unas 8.500 hectáreas plantadas con soja, el oro verde de la época. ¿Y cómo cuida Benetton su Patagonia privada? Con una base logística de Gendarmería dentro de su propiedad privada, según reveló una investigación de Tiempo Argentino. El Estado al servicio de un multimillonario extranjero.
Salir a la calle significa, no sólo ver esa otredad, sino también hacerse presente ante ella, mostrarse. En un mundo donde las redes sociales han establecido una calle virtual a la que todos podemos salir, mediante una visibilización exacerbada, a decir nuestras opiniones sin ningún tipo de filtro político –en términos de, justamente, representación ciudadana–, ¿cuál es el valor de salir a la calle hoy? Una manifestación ya no posee el mismo peso de décadas anteriores, puesto que la mediatización de una expresión popular de gran magnitud puede ser fácilmente ocultada. Algo así sucedió durante la movilización a un mes de la desaparición de Santiago Maldonado este viernes primero de septiembre cuando, a diferencia de los medios internacionales que destacaron la imponente masividad de la marcha, aquí en Argentina la preocupación fue por los incidentes generados y los costos en su reparación. Pero la pregunta debe ser también anticipatoria: ¿qué se espera de una manifestación, de un salir a la calle multitudinario cuando las circunstancias que motivan tal acción son desesperantes? Gustave Le Bon ya decía hace más de 100 años atrás que la masa actúa por un impulso sentimental más que por uno racional, pero para Sigmund Freud –que veía en Le Bon un desprecio por lo popular– lo que también sucede en el desfasaje del individuo al colectivo es una conducta ética que en la masa se eleva, por lo que en la calle no sólo “se ven los pingos”, también se genera –forzando un poco el argumento freudiano– una construcción épica del reclamo, la evidencia de una verdad invisivilazada que debe salir a la luz.
En Estrés y libertad (libro que acaba de editar Godot), Peter Sloterdijk asegura que en sociedades como la nuestra, a las que denomina “sociedades de masas individualistas de tipo occidental”, predomina la “experiencia de la disolución, de la asociabilidad, de la inutilidad feliz”. Sujetos que tienen una percepción muy subjetiva de lo real, lo cual los adormece en un estrés soportable donde lo exterior los aflige, entonces se quedan mirando el mundo desde una burbuja acolchonada y diminuta. En este sentido, y al igual que sucede con el consumo, salir a la calle puede ser una experiencia alienante o liberadora. Lo sabemos: allá afuera todo nos es ajeno, extraño, peligroso. En un mundo así, es la mediatización la manera de conocer la otredad, mirándola a través de una pantalla. Una otredad edulcorada, construida discursivamente, ficcional, una mentira que juega a ser verdad. Basta con prender la tele y ver qué dicen de Santiago Maldonado. ¿Acaso realmente importa el uso político que le da Cristina Fernández de Kirchner? “El caso Maldonado es el nuevo discurso K” se lee en los deshumanizados zócalos de algunos programas que permanecen enterrados en la coyuntura electoral, poniendo más ímpetu en hundir a la ex Presidenta –la que durante su mandato desapareció Luciano Arruga en manos de la Policía Bonaerense– que en pedir por la aparición con vida de Santiago Maldonado. Lo mismo sucede con aquellos que piden “no politizar” un caso que es, indefectiblemente, político: es el Estado el que tiene responder y hacerse cargo de la impunidad que tienen sus fuerzas represivas.
No es casualidad que Gendarmería esté en el centro de la escena –la carátula del caso se cambió a “desaparición forzada”–, la mayor fuerza de seguridad del Estado. Tampoco lo es el despliegue policial que ese mismo Estado realizó ante una movilización que, justamente, reclamaba por la desaparición de un hombre en manos de esa fuerza. Al menos esa es la primera hipótesis: Gendarmería desapareció a Santiago Maldonado. ¿Y cómo respondió el Gobierno ante un reclamo tan masivo, tan humano? Reprimiendo y capturando manifestantes, con policías de civil infiltrados que actuaban como si fuesen un grupo de tareas. Se llevaron 31 personas detenidas, entre ellos tres periodistas que estaban trabajando. “¿Hay alguna posibilidad de que esta cadena de represión creciente pueda ser rota?”, se preguntaba Herbert Marcuse, allá por 1954. La respuesta, dentro de nuestras flacas democracias, todavía es una incógnita.
Entonces, ¿qué significa salir a la calle? ¿Qué significa toparse con lo impropio, lo extraño, lo hermoso o lo repulsivo? Yo, por ejemplo, cuando salgo en bicicleta al trabajo veo imágenes horribles de una otredad demasiado respetada en Buenos Aires: los perros, esa nueva entelequia que el Gobierno de la Ciudad –en su relato vecinal de positividad– se preocupa por dotar de derechos. Que puedan viajar en subte o entrar sin restricción alguna a restaurantes y bares, por ejemplo. Allá ellos, desde luego, pero cuando uno ve a esos vecinos caminando con sus mascotas por la vereda, ve también una responsabilidad. Responsabilidad que muchas veces se disuelve en la cubierta de los autos o en las suelas de los transeúntes más apurados. Como bien se sabe, salir a la calle requiere asumir un contrato social, más aún cuando tenés a alguien a tu cargo, aunque en este caso sean perros. Por eso, desde mi bicicleta –negra como el corazón de un represor– me gusta verlos estirando la mano envuelta en la bolsita de nylon, agarrando esos trozos de excremento que se les desarma entre los dedos; me gusta verlos agacharse a levantar la mierda de sus mascotas, frunciendo la nariz para que el hedor no entre en su organismo. De eso también está hecha esta extraña democracia. Pero, ¿alcanza con eso: limpiar los desperdicios que su mundo netamente privado, individual, familiar derrama? Con limpiar nuestra propia mugre no alcanza. Salir a la calle implica algo más: levantar la vista, mirar, reconocer al otro, arrancarlo de esa otredad fantasmagórica y transformarlo en parte de nuestra cotidianidad así, como escribió Roberto Arlt, “el espectáculo influye de tal modo, que uno es lo que lo rodea, al menos transitoriamente”. Entender, además, que una pantalla es una pantalla, y la pasividad es obediencia debida. Por eso necesario tejer una verdad amplia, abierta, con retazos de realidad concreta y palpable, algo que sólo se puede conseguir siendo críticos hasta de nuestros propios supuestos. Hay mugre mucho más nociva que la de un Caniche Toy con diarrea. La militarización creciente de un Estado que reprime por pura vocación nerviosa a una otredad que lo cuestiona, por ejemplo. Esa es la mierda que hay que limpiar acá.
Etiquetas: Cristina Fernández de Kirchner, Gustave Le Bon, Luciano Benetton, Peter Sloterdijk, Roberto Arlt, Santiago Maldonado, Sigmund Freud