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11-10-2017 Notas

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Por Alexandra Kohan y Nicolás Freibrun

“¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta lo sé,
pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé.”
San Agustín, Confesiones

“Ahí estábamos, por irnos y no.”
Antonio Di Benedetto, Zama

Zama intenta plantear algunas propuestas estéticas diferentes a las narrativas contemporáneas en el medio local, deslizando algunos argumentos sobre las formas de expresión de la cultura contemporánea a partir de tópicos como la construcción de un tipo de imagen dominante, la mirada del otro, el deseo y su relación con la espera, el tiempo en que vivimos nuestra experiencia y los usos de la lengua. Todo ocurre hacia fines del siglo XVIII, en los estertores de la dominación española y en el contexto de un imperio decadente en Sudamérica, una especie de no-lugar que Lucrecia Martel (re)crea sobre la novela homónima de Antonio di Benedetto.

I.

En el inicio, la pose. La pose y su verdad. La primera imagen de la película de Lucrecia Martel muestra a un Diego de Zama de perfil, sacando pecho; una suerte de conquistador que tiene algo de inauténtico y de imposible, algo que no puede llegar a ser. Aunque es en esa imposibilidad que vendrá a alojarse su verdad. Es una mirada que busca un horizonte cercano, una orilla que es río y que precisamente no es mar. Un umbral que a lo largo de toda la película Diego de Zama vacilará en cruzar, una línea imaginaria que compromete todo su ser en ese paso que nunca parece poder dar; vale decir, una existencia dominada por la espera. Esa primera imagen puede ser interpretada como la de un falso conquistador en una tierra despojada. Se trata de administrar los restos de lo queda, acaso como un final que se aproxima y que tal vez sólo Diego de Zama puede vislumbrar con los signos anticipatorios que se le van presentando, imágenes dislocadas, sonidos y voces que solo su consciencia (que es su mirada), siempre un poco fuera de foco, pareciera registrar. Zama mismo como medida del tiempo de todas las cosas, como principio y fin, como forma y contenido. Diego de Zama es el fuera de foco, encarna la descolocación, el desvío, el fuera de lugar y hasta cierto anacronismo que insiste. Zama es ese pez que lucha porque el río no lo repela, ese pez que, por eso mismo, habita las orillas.

Hombre de la colonia que imparte justicia en esas tierras, la expectación de Zama, y las consecuencias que ello supone, es quizá el tópico articulador de la narración. Esa espera se transforma en angustia, y esa inminencia es la marca misma de la presencia de un deseo. Será el destino o quizás los otros los que tendrán la llave o la respuesta última. Porque si hay espera es que hay un tiempo, y ese tiempo que transcurre no es lineal ni mecánicamente causal. La organización de un plano no remite a un contraplano, no hay linealidad en la narrativa de la imagen, que puede ser abierta y plural porque hay una relación que el film establece con el espectador que, lejos de pretenderlo pasivo, lo coloca ante cierta incomodidad desde el inicio. Una incomodidad que deviene, acaso, extrañeza. Lo familiar deviene extraño. Zama va volviéndose un extraño para sí mismo.

II.

Sería cuanto menos impreciso decir que Lucrecia Martel adaptó Zama, la novela de Antonio Di Benedetto. Lucrecia Martel leyó la novela y filmó su lectura, es decir, la escribió. Hace poco dijo en una entrevista que la novela la había intoxicado y en ese decir arrojó una atinada, precisa y bella definición de lo que es leer: habló del estado febril y de la euforia que afectó su cuerpo, de la modificación física que el veneno destilado por la escritura de Di Benedetto le produjo. No dejó de subrayar que esa escritura era como el remolino en el río de la lengua, que de golpe conduce a un espiral de lectura. Leer es intoxicarse, dejarse tomar por la escritura, por la letra y soportar las consecuencias en el cuerpo. Lucrecia Martel filmó esa intoxicación, puso en escena la toxicidad que produce la buena literatura.

En esa misma entrevista, Martel habló de la trampa de la identidad, del fracaso ineluctable al que conduce creerse alguien. Si bien se refería a ella y a su proyecto, puede subrayarse esto mismo en la enunciación del film: Diego de Zama comienza creyéndose la identidad, creyéndose ser. En el comienzo, Diego de Zama sabe lo que espera, sabe quién es, sabe hacia dónde quiere ir. Pero la narración es la narración de su descomposición, de su degradación. Somos testigos de la hendidura que va produciéndose en ese edificio macizo de su ser Diego de Zama, eso que se muestra impenetrable. La narración va produciendo un entre: entre el que había sido y el que querría ser; entre el deseo de irse y el no poder salir de allí; y en ese intersticio se va consumando una espera que lo consume y que hace de Zama alguien siempre distinto a sí mismo. Porque en cada una de las tres partes, situadas en el film por el cambio de tres gobernadores,  Zama es y no es el mismo.

III.

Hay en Zama una dislocación, una confusión que siempre está colocada como registro de la realidad del propio Diego de Zama y que funciona como superposición y suspensión de voces y sonidos. Es una confusión casi lisérgica, la toxicidad vuelve a insistir ahí. Si la dominación colonial es la que mantiene y reproduce el orden general y sus relaciones sociales, por debajo se filtran todo tipo de relaciones confusas que también sostienen la ilusión de la dominación permanente, y debido a eso mismo, un orden frágil e inestable. El plano de la dominación no puede suprimir la inevitable convivencia donde se tejen las opacas relaciones entre dominantes y dominados. Los negros esclavos que no hablan pero miran y sugieren; la falsa muda induciendo a que Zama vea cómo su ayudante insubordinado se acuesta con la mujer que desea y a la que él nunca puede acceder; los indios que hablan su lengua un poco al margen de todo, al mismo tiempo únicos dueños de la tierra y de los rituales (de lo simbólico); los dominadores que articulan diferentes registros y capas del castellano y parecen no tener mucho que hacer, más que administrar lo dado y dejar pasar el tiempo.

Siempre emerge la función social y su otro, y en cada escena hay una cantidad de información que permite la lectura de diversos niveles y significados. Pero también está el tiempo de lo político, que la película coloca como contexto de decadencia de la dominación colonial, como producto absurdo e irracional que representa esa suerte de no-lugar. El propio Diego de Zama es un efecto de esa realidad absurda, un instrumento de la corona cuestionado por su ayudante y castigado por el gobernador cuando ignora que el escriba está escribiendo un libro y no haciendo su trabajo, porque se escribe donde no nada hay para hacer y dando la espalda a la Corona.

Zama lo registra todo, pero el exceso de registro va en detrimento de su saber, ese que nunca es puesto en juego porque él también está por fuera de escena, dislocado. Esa dimensión que roza el absurdo, acaso sea la dimensión más política de la película porque, una vez más, indica cómo se administran las cosas cotidianas en el tiempo. Recordemos que esa espera, esa expectación de Diego de Zama que parece estar desde el inicio se revelará, hacia al final, como destino en una imagen que evoca cierta religiosidad. En efecto, Zama está esperando que desde España aprueben su partida, que ha pedido insistentemente al gobernador, quien parece no querer saber nada con ese pedido (¿cuántas veces lo ha hecho? ¿durante qué lapso? ¿qué tiempo ha transcurrido efectivamente?). Nos perdemos y no lo sabemos, pero nunca llega el momento de la libertad de Diego de Zama. Martel decide no fechar los períodos de espera, pero se ocupa de manera perfecta de producir una narración llena de agobio, de encierro, de hastío. El tiempo transcurre, discurre, se escurre. El tiempo en Zama es inconmensurable. Es la cifra de lo inconmensurable. Y así como Juan José Saer definió a Zama, de Di Benedetto, como un libro contra su tiempo, Zama, de Martel, es un film contra su tiempo también.

IV.

Zama no deja de sugerir el interrogante sobre nuestra capacidad de mirar, de cómo miramos en y desde la cultura contemporánea; en efecto, se interna de lleno en esa tensión entre sujeto que mira y cosa mirada. Diego de Zama mira, oculto, mujeres desnudas a las que nunca puede acceder (solo sabemos que tiene mujer, hijos y madre en España, y un hijo pequeño producto de una relación con una india del lugar). En la primera de esas escenas, al inicio de la película, se le interpela directamente: “¡Mirón!”, le dicen varias veces algunas de las mujeres que untan barro en sus cuerpos desnudos en la orilla del río. Siempre hay una mirada oblicua, escondida, errada. La construcción de esas escenas sobre la mirada y lo visto plantea la idea de que no hay una forma de acceso inmediata a las cosas que deseamos o, acaso, al deseo mismo, pues el deseo no es sin rodeo. ¿No hay también allí una referencia sobre las formas contemporáneas en que nuestra actualidad está dispuesta a ofrecernos el acceso a lo deseado en un contexto de saturación de imágenes, de “imagen total”?

La pregunta por la actualidad de la mirada no es casual y se impone: ¿cómo convivimos con los tiempos que nos plantea la cultura contemporánea, muchas veces como un tiempo voraz que debe ser permanentemente colmado, produciendo como efecto de esa imposibilidad altas dosis de insatisfacción? Lucrecia Martel lanza una pregunta sobre la actualidad del cine y sobre cómo se narra, por un lado, y sobre los comportamientos que asumimos respecto a la cultura y los “bienes culturales” en tiempos de aceleración del tiempo y de consumo, por el otro. Hay una discusión con los criterios con los que nos enfrentamos al hecho cultural y la relación que se establece con su apropiación.

V.

El no-lugar donde se desarrolla la película es al mismo tiempo un lugar de fronteras porosas, un territorio que adquirirá contornos más precisos durante el siglo XIX. Las lenguas se cruzan: portugués, guaraní, castellano; los acentos (argentino, paraguayo), también. Son tierras fundadas en la superposición de registros lingüísticos. Esas lenguas conviven en un espacio claramente delimitado por los grupos sociales que lo habitan y, al mismo tiempo, será la composición de la cultura rioplatense, donde los márgenes son difusos. ¿No es acaso la cultura contemporánea la demostración más cabal de que la idea de un tipo de cultura pura fue siempre una nostalgia imposible de realizar? ¿No es Zama la anticipación de un cruce que, con todas sus tensiones, es expresión de la cultura global pero que para nosotros, sudamericanos, acaso no representa ninguna novedad? La narración de la película intenta recoger la perspectiva de una tierra colonizada, pero que mantiene un pulso cultural más allá de las pautas impuestas por el dominante, y en cierto sentido hay la recuperación de ese universo anterior a las revoluciones independentistas.

VI.

Zama escribe las coordenadas de una subjetividad que llega a destino; se trata de un destino que sólo puede significarse en el más allá del anhelo yoico de Zama, en el más allá de la certeza del inicio. Ese destino no es sino la marca de la condición estructural del sujeto: su errancia, su hiato. Se trata, en Zama, de un sujeto como efecto de la experiencia. Este es el sujeto que se escribe en Zama, aquel que, despojándose de las identificaciones aplastantes, agobiantes, puede acceder a una verdad nueva. Zama mutilado en su ser, rasgado en su veleidad, caído de su identidad. Zama puede preguntarse si quiere no morir aún y esa pregunta solo puede irrumpir suscitada por la caída de las certidumbres iniciales. Zama, por fin, le ha dicho no a sus esperanzas. Esa es su única libertad.

 

 

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