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03-11-2017 Notas

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Por Ricardo Watson

“El cine tiene el poder de ser simultáneamente una flecha y una herida;
flecha que rasga con el poder de la ilusión, como revelación,
y herida que resucita en nosotros pensamientos
sobre lo que perdimos hace tiempo, y que ya no podemos retomar “
(Víctor Erice, 2004)

 

Situada en un punto impreciso entre la evocación poética y la memoria histórica, El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) es considerada la película bisagra por excelencia del cine español, que vivía en ese momento una encrucijada irrepetible: la culminación de tres décadas de dictadura franquista y el comienzo de una etapa de apertura que preparaba la transición. A 45 años de su estreno sigue gozando de un prestigio y una cualidad artística inmensos, y despojada ya del clima de época en la que fue concebida se convierte en una obra abierta al espectador, profundamente lírica, con una atmósfera de ensoñación que en mucho recuerda a los cuentos infantiles, y que como espectador nos convoca al niño que todos fuimos.

Ambientada en un pequeño pueblo de la meseta castellana a principios de la década de 1940, la película presenta a una familia rota, hundida en la incomunicación glaciar y en el doloroso clima de la posguerra. Fernando, el padre, es un intelectual en el exilio, perplejo en un entorno que no es el suyo, dedicado en soledad a la tarea de apicultor. Teresa, la madre, es una mujer ausente que vive de la nostalgia del pasado, de unos sueños –que quizás también incluyan a un gran amor- sacrificados en aras de la familia. Ambos simbolizan el impacto emocional que la guerra produjo en diferentes individuos, empujándolos a la soledad y la alienación. Isabel y Ana, las hijas, son dos caracteres opuestos y en diferentes etapas del crecimiento. Con nueve años, Isabel ejerce gran influencia en el mundo fantástico en el que todavía se encuentra inmersa la pequeña Ana. Habitan un caserón bañado por la mortecina luz dorada del crepúsculo o el amanecer, que desde sus ventanales recuerda a las colmenas que obsesionan a Fernando. Cuando sus moradores hablan lo hacen de manera pausada, lenta, casi en susurros. Viven en un mundo ordenado y silencioso, en un fragmento de una colmena mayor que incluye los personajes de la sirvienta, la maestra, el guardia civil, el médico, los aldeanos. Todos son parte de un cuerpo social sometido a una estricta vigilancia que se ve repentinamente perturbado por la presencia de un cine ambulante que proyecta el Frankestein de James Whale. Y con la súbita entrada en escena del inmortal rostro de Boris Karloff (el monstruo, lo “diferente”, el que llega de afuera) comienza para Ana un peligroso viaje iniciático hacia la vida adulta, la lucidez y la desilusión.

Pese a los aires de apertura, la España de los últimos años del franquismo seguía siendo profundamente rural y provinciana. Y Erice encontró en ese país “real”, situado fuera de la ciudad y en la soledad del medio rural, la distancia necesaria para dar testimonio de lo que el entendía como las fuerzas permanentes de la sociedad y cultura españolas, combinadas con los recuerdos de su propia infancia durante la primera posguerra. Por ello es que su película no puede entenderse como una lectura alegórica del franquismo –algo que la crítica académica insistió durante años- sino como el contexto en el que tiene lugar el drama. La película es en todo caso un alegato contra todos los que no se asimilan al “espíritu de la colmena” y sus leyes inflexibles; contra aquellos que imponen normas sociales que no respetan al individuo; un llamado al pensamiento crítico y al inconformismo.

Víctor Erice conectó directamente con las experiencias europeas más avanzadas de los años 60, que en España combinaron la historia, la fantasía y un realismo costumbrista. Antes que una claridad narrativa inmediata lo que predomina en este film es su naturaleza poética. Los silencios, el silbido del tren, las postales de un álbum de fotos familiar, la sucesión de secuencias impresionistas y sus múltiples referencias pictóricas cargadas de simbolismo, el sonido desafinado de un piano; todo ello no busca una respuesta lógica sino que invita al espectador a la contemplación de la experiencia artística. En ese sentido el triunfo del director es total: la fantasía y el arte se imponen a la desolación y al misterio de la vida y de la muerte, y la película termina convirtiéndose en una reflexión sobre el poder mágico del cine.

El Espíritu de la Colmena se proyectará en copia nueva y remasterizada el domingo 5 de noviembre a las 22 hs. en el Teatro El Chasqui (Chivilcoy).

Entrada libre y gratuita
Más información: Festival Raíces

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