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Por Juan Agustín Otero
Las mejores reseñas de Walter Benjamin son aquellas que destrozan los libros reseñados, que descubren en sus fisuras sentidos no cristalizados, razones para derrumbar la obra y montar, desde los escombros, un edificio nuevo. No hay en Benjamin mezquindad ni pleitesía, no hay tampoco barroquismo. Combatió esas tres cosas con igual vehemencia. Quiso ser un crítico parco, un polemista parco y hoy es el arquetipo del intelectual honesto. Escribió sobre libros queridos, y escribió bien, pero su talento y su mérito son más evidentes y más dignos en las reseñas destructivas, en esos comentarios que no se contentan con señalar la precariedad de un libro o de un autor. Cuando critica la melancolía poética de la izquierda pequeño-burguesa, cuando investiga el éxito de un tratado de medicina popular en los cantones suizos, cuando desarma un relato cliché sobre la ciudad de Nápoles, cuando visibiliza los peligros de un discurso romántico referido a la guerra, cuando ridiculiza el pacifismo lúbrico, casi inmoral, de los diplomáticos y del derecho internacional, cuando opone a los nostálgicos la necesidad de un pensamiento del hoy y una literatura del hoy, Benjamin prueba que la tarea del crítico, del articulista, del reseñador no es difundir ni publicitar, ni siquiera expresar su gusto. Un crítico, un articulista, un reseñador debe pensar la obra, pensar las circunstancias de esa obra, y luego escribir ese pensamiento para los demás. Un pensamiento que sea en parte independiente de las apreciaciones personales, que tenga autonomía y vida propia, que se eleve por encima de la dicotomía entre aprobación y desaprobación.
En todo caso, no se trata de decir lo que se sintió frente al libro. El asco, la apatía, el enardecimiento, la furia, la placidez, la excitación, el amor y el desprecio son cosas irrelevantes. En el lugar de las sensaciones, debe emplazarse el juicio, la ponderación de esas sensaciones, un texto que parta de la sensibilidad pero que se vuelque en el mundo. Para recomendar, puede que sea conveniente y hasta necesario hablar del gusto, de los afectos personales, de las sensaciones. Pero los reseñadores que sólo recomiendan son tan poco atractivos como sospechosos. No hay manera de saber qué sintieron, qué los mueve a hablar del libro, y su discurso se vuelve un mero acto de propaganda cuyo interés estético o reflexivo es muy escaso. La situación se agrava cuando hoy una buena cantidad de las reseñas dice que las obras reseñadas son maravillosas, revuelven las tripas, emocionan hasta el éxtasis. Todos los libros terminan siendo el mismo libro, a causa de las reseñas que son, a la vez, todas el mismo texto vacío. George Orwell ya advirtió este problema en 1936 cuando escribió En defensa de la novela, un ensayo breve que podría retitularse En contra de las reseñas. Gonzalo Garcés discutió más recientemente el asunto en Cómo ser malos. Hay también varias frases de Borges –recopiladas en Borges– que aluden la cuestión. La lista podría continuar. Es claramente un tema de interés desde hace muchos años.
En el presente, la mala literatura depende de su publicidad y la buena literatura debe competir contra su publicidad. Pero creo que el crítico literario, el reseñador, el articulista, en suma, el lector que escribe sobre sus lecturas tiene la responsabilidad de ser algo más que un publicista. Su tarea es más noble y más exigente que la de un agente de marketing, su labor no es hacer visible el libro como producto, sino hacer visible la poética de ese libro, sus problemas, sus logros, sus circunstancias de circulación. No hay que ser Walter Benjamin para intentarlo, ni siquiera hay que compartir su ideología, solamente hace falta más tiempo, más atención, más trabajo. Tampoco hay que renunciar al “yo” para escribir: al contrario, el polemista debe decir “yo” y sostener con ese “yo” lo que ha escrito, asumir los riesgos de una posición ideológica.
Probablemente, si se siguiera este criterio, se escribirían menos reseñas, las reseñas serían menos positivas y serían a la vez menos los reseñadores. Es verdad, pero esas reseñas y esos reseñadores escasos serían interesantes y este marketing que hoy todo lo inunda, la mentada lógica del me-gusta, tendría un lugar aunque sea un poco más acotado en la literatura. No estoy pensando la situación en términos de tragedia. Ciertamente, debe haber alguna manera de navegar internet y las redes ya no sólo para decir qué nos gusta o nos disgusta, sino para investigar por qué, para tramar textos en común, para poner en contacto ideas e hipervínculos o para iniciar debates de algún valor. Poco a poco, habrá que aprender a resistir la tentación de poder decir cualquier cosa en cualquier momento, a calmar ese deseo permanente de hablar y ser hablados, de saturar la soledad con textos inútiles y falsas noticias. Hasta el momento, nos está costando bastante. Pero por suerte, pienso, todavía podemos leer algunas buenas reseñas: por ejemplo, las que hace casi noventa años escribió Walter Benjamin.
La tarea del crítico (compilación de reseñas inéditas)
Walter Benjamin
Edición: Mariana Dimópulos
256 páginas.
Eterna Cadencia, 2017
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