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22-12-2017 Ficciones

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Por Sergo Fitte

Me da vergüenza. Pero me la aguanto.

Y me la aguanto, no porque sea guapo, cosa que de ninguna manera me atrevería a manifestar. Lo que pasa es que otra no me queda. Porque cuando hiciste la familia, la familia ya no se va. Ese es el real problema de la familia. No sé si los sociólogos, los explicadores de turno, no se dan cuanta o no quieren darse cuenta. Ese es el real motivo por el que me aguanto la vergüenza. Por el solo y único hecho de que hay que aguantar.

Mientras, pliego la camilla y la meto en el baúl del auto. El nene me pregunta: qué es eso papi. Un antiguo regalo de mi padre, le contesto y cierro fuerte para cortar la conversación. Los recuerdos me invaden la cabeza. Lo miro al nene y me veo a mí unos años atrás, unos treinta ponele, o unos miles. Estamos a punto de salir para lo de la abuela. Debería ser para la fiesta de Año Nuevo, a lo sumo para Navidad. Cumpleaños no era, de eso estoy seguro. Al viejo se le había metido en la cabeza que teníamos que ir a caballo. Algo completamente de gusto nomás, porque mis abuelos vivían en frente de nuestra casa.

Llegar en el zaino nos va a dar “cartel”, nos explicaba a mis dos hermanos menores y a mí.

Y yo no entendía muy bien qué era lo que nos quería decir.

El zaino era un caballo que papá había adquirido de pura casualidad. Era hijo de un pura sangre conocido de la zona que no había nacido con las condiciones de sus progenitores. Lo más conveniente hubiera sido sacrificarlo, pero cuando papá escuchó que el animal corría riesgo de vida se lo fue a ver al paisano Tolosa y lo convenció de que se lo vendiera. Tolosa era hombre de fortuna y no lo dejaba bien parado andar sacando tajada de la desventura de aquel bicho que apenas servía para mortadela. El paisano se lo quiso regalar a toda costa, pero papá insistió tanto que no hubo más remedio que firmar un contrato, previo pago de una suma ridícula, por lo escasa, de dinero. Al día de hoy sería una cifra que a duras penas alcanzaría para comprar una docena de facturas. A raíz de este negocio papá se jactó durante un buen tiempo de haber timado al hacendado del pueblo. Por eso el día que papá se apersonó en la estancia en busca de la realización de una nueva operación lo hicieron sacar a rebencazos y le echaron los perros. A esto nunca lo contaba.

Al zaino, le terminó poniendo Ojitos. Comenzó a entrenarlo, él mismo lo entrenaba, aunque nunca hubiese sabido nada de caballos ni de entrenamiento. Tenía la idea de hacerlo correr, primero, en las cuadreras del pueblo y luego de los primeros triunfos, derechito a Palermo, en la lejana Buenos Aires.

Mi viejo era de esas personas emprendedoras. Muy trabajador. El gran error quizás haya sido siempre emprender cosas que estuviesen destinadas al fracaso. A las claras del menos iluminado estaba el caso al que me estoy refiriendo, porque no solo que el caballo que él entrenaba de sol a sol tenía una cara que no se correspondía a la de un equino, sino más bien a la de un cocodrilo. También tenía una pierna más corta que las otras. Por último, queda por agregar, aunque creo que ya lo dije: el animal era completamente bizco.

Cada noche antes de irse a la cama papá realizaba unas anotaciones referidas al entrenamiento y los resultados obtenidos durante la jornada en un papel largo, pero muy largo, y angosto que guardaba enroscado dentro del cajón de su mesa de luz. Los avances eran lentos. De todas formas se mostraba muy entusiasmado con el tema. Realizaba proyecciones a mediano y a largo plazo.

—No falta mucho para empezar a ganar dinero —decía antes de volver el papel a su lugar—. Además estoy bajando de peso.

Esto último era realmente cierto. Desde que había comprado el caballo su cuerpo había cambiado drásticamente. Había bajado unos diez kilos; y si bien él no sabía a qué atribuírselo, era evidente que el correr junto al animal de la mañana a la noche lo había puesto en forma. Con el transcurso del tiempo se transformó en un especialista en carreras largas.

A tal punto llegó su desarrollo físico que luego de dejar de lado momentáneamente la idea del caballo, comenzó a participar de medias maratones con resultados impensados. Ganó las primeras tres por escándalo. Luego su performance fue decayendo. Porque como ya no llevaba al caballo a entrenar, él tampoco lo hacía. Sin darse cuenta abandonó el secreto de su buena estrella en las competencias. Comenzó a realizaba sus anotaciones en un papel nuevo que vino a ocupar el lugar que había sabido tener el del zaino.

Su fin último era poder triunfar en los futuros juegos olímpicos. Aplicaba complicados ejercicios matemáticos realizando equivalencias entre la moneda nacional y la del país anfitrión hasta que se cansaba y dejaba sus cálculos dentro de la mesita de luz.

—No falta mucho para empezar a ganar dinero— decía. Y otra vez la señal de la cruz.

En las últimas carreras que participó los resultados no fueron del todo buenos. A la última no la completó. De un día para el otro abandonó la práctica de las maratones.

Pero como era muy emprendedor y entusiasta pronto comenzó a trabajar en un nuevo proyecto junto al equino. El desafío hombre-animal, lo denominó. Correría una última carrera contra su propio animal. Habló con la Municipalidad, después con la escuela primaria y arregló una fecha determinada. Habría cantina, choripanes y quedaba autorizada legalmente la realización de apuestas. Si papá ganaba se llevaba lo recaudado. Si perdía la cooperadora y la Municipalidad se repartirían cincuenta y cincuenta entre ellos dos y a papá le darían unos buenos pesos por el trabajo de organización. En una manifestación de buena voluntad papá manifestó que no quería nada de lo que se recaudara de la cantina ni de los chorizos. Este gesto fue muy reconocido por toda la comunidad.

Hubo una gran concurrencia el día de la carrera. Entre ellos estuvo presente el escribano Garrido, quien terminó inclinando la balanza para que de acuerdo al resultado de la carrera, un empate, a papá no se le abonara un centavo. Así terminaron las cosas.

Más adelante buscó hacer unos pesitos alquilando el caballo para paseos, el animal siempre fue muy dócil. Lástima que su problema en la vista, que se agravó repentinamente, lo hacía doblar únicamente hacia la derecha y no había forma de corregirlo. De lo contrario el emprendimiento tendría que haber tenido un mejor resultado final.

El sol me castiga la cabeza mientras ubico con mucho cuidado la camilla dentro del baúl del auto. Es el único elemento que vamos a llevar al casamiento además del regalo. Cierro la portezuela con brutalidad. Cortando cualquier posibilidad de diálogo. Una nuve de polvo me envuelve la cara luego del estruendo. Se me seca la garganta y me cuesta tragar.

La mente regresa al día específico de aquel entonces. Luego de colocarle la montura al animal, papá le puso frenos y riendas nuevas, parece estar todo listo.

—Esto nos va a dar “cartel”— insistía.

Con el tema de la casi ceguera el zaino se había puesto un poco desconfiado. Cada movimiento se volviera interminable. Lentos los avances. Las horas pasaban y los preparativos continuaban. Yo y mis hermanos, desde muy temprano, estábamos en los de mis abuelos jugando a las escondidas con el resto de mis primos. Íbamos y veníamos de una casa a la otra sin permanecer mucho tiempo en ninguna de las dos. Por momentos alguno de los primos se detenía con un interés momentáneo a contemplar los extraños preparativos de mi padre. Mamá charlaba con el resto de la parentela de diferentes temas. Cada tanto la miraban como diciendo, pero sin hablarle, cuándo vendrá tu marido. Ella contestaba con la monotonía de los acostumbrados.

—Tiempo al tiempo. Y Dios proveerá.

Cuando el calor del mediodía se hacía ya insoportable los gritos de papá se hicieron sentir. La mayoría ya estaban sentados debajo de la parra. Con hambre y un poco hastiados de la situación.

Por cierto, los sonidos que nos llegaban eran desgarradores. Quienes no los conocían se sobresaltaron y preocuparon. Los niños más pequeños rompieron en llanto. Nosotros, el grupo familiar acudió al llamado. Porque esa era la forma en que nuestro padre nos convocaba. Sin decirnos nada, cada uno desde su posición, puso rumbo al lugar del griterío. En una especie de fila de procesión llegamos en unos segundos al lugar en el que se encontraba papá.

—Listo —nos indicó.

Como pudimos nos fuimos subiendo al lomo del animal.

Papá fue el último en ascender. Llevaba cruzada a la espalda la camilla que hoy nos atiende.

El viaje fue complicado. A estas alturas el animal parecía ciego o simulaba serlo para que lo dejáramos tranquilo. Encaraba contra los árboles. O directamente contra las paredes de las casas. Siempre en círculos. Siempre doblando hacia la derecha. Le costó varias vueltas a papá poder hacerlo entrar por la puerta de lo de los abuelos. El animal sudaba a mares y se tambaleaba. Probablemente se sintiera mareado o demasiado débil para transportarnos a todos. Creo no mentir si digo que para cuando ingresamos mi abuela ya se había acostado a dormir la siesta. Bueno, en fin, esa camilla plegable, es la que acabo de guardar.

Empujo con la lengua la saliva, ahora convertida en una especie de barro, debido a la nube de tierra que todavía no se ha disipado.

Vuelvo a sentir vergüenza. Continúo aguantando.

Está todo listo. Baúl incluido. No les digo nada, ellos saben cuándo subir y así lo hacen. Finalmente estamos dentro del auto. Mi mujer va muy molesta. Roja de la calentura. Se deja llevar a la fiesta que se hace en la quinta porque no queda otra, a mí tampoco me queda otra, a nadie en el mundo le queda otra. Todo parece ser inevitable. Por eso lo de la camilla. Acelero lo más que puedo. Intento no matarnos en el camino de tierra. El sol nos abraza. No hay aire acondicionado. No se bajan las ventanillas por la tierra. Somos una bola de fuego avanzando con tres pasajeros vestidos de gala sudando a mares. Las gotas saladas que nos recorren la cara nos dejan marcados con surcos de tierra renegridos. Parecemos indios pintados para el combate. Avanzamos sin respirar, lo que parece increíble pero es cierto. Quiero llegar cuanto antes. No aguanto la tensión familiar. Ni la vergüenza. Aprieto los dientes y de repente me descubro entrando a la finca. Estaciono lejos, así no se ve mucho mi auto viejo. Nos quitamos la transpiración con mi pañuelo. Nadie tenía un trapo. El odio que me transmite mi mujer me pone de mal humor.

Si no hice nada, todavía, pienso decir, pero antes de hacerlo me llamo a silencio para no entorpecer las cosas. Casi siempre que hablo todo se complica. Por eso desde un tiempo a esta parte he decidido hablar solo lo justo y necesario. Además sé que ese todavía significa eso. Todavía. Caminamos.

Me siento observado, mucha gente bien. Demasiada. Miro al pasar la tapa del baúl. Mi salvación. Me abalanzo sobre el mozo que reparte cerveza helada. Faltó poco para que lo tire al suelo. Agarro dos por las dudas. El tipo supo como manejar la situación, se ve que tiene experiencia con gente como yo y eso me parece positivo dentro de un marco lleno de nubarrones. Tomo una de un solo trago.

Los ojos furiosos de mi mujer.

Y la vergüenza que empieza a menguar.

Le agradezco a la bebida.  

La contemplo a ella alejarse y sumarse a un grupo de cogotudas. Yo me quedo a la sombra. Solo. Total a la larga, siempre se me pega alguno. Hay que saber esperar como lo hacen las arañas y nada más. Me voy sintiendo más cómodo. Me felicito por haber traído “mi secreto”. Alguien terminará llevándome hasta el auto cuando esta fiesta de mierda vaya terminando y yo ya no pueda caminar. Se abrirá la tapa del baúl y me acostarán como tantas otras veces. Mi mujer deberá hacerse cargo del volante.

El nene es quien me saca de mis cavilaciones.

—Papi, dice mami que te portes bien.

—Si mi amor —le contesto y se va.

Todos se van, forros de mierda.

Al irse el nene; me veo a mí muchos años atrás dándole el mismo consejo a mi padre. El tiempo pasó y al final me terminé quedando con su camilla. El niño no lo sabe, pero un día él también necesitará de ella. El tiempo nos habrá vencido nuevamente. Y por más que queramos nada ni nadie podrá hacer algo al respecto.

 

 

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