Es un miércoles cualquiera de 1842 en Amherst, un pequeño pueblo de Massachusetts. Emily Dickinson tiene once años y está en su cuarto, en la planta de arriba, mirando por la ventana cómo los rayos del sol se filtran por entre los árboles. Es una casona inmensa, a seis kilómetros del sinuoso río Connecticut, construida por sus antepasados. Ahora su mirada vuelve hacia una hoja sobre el pequeño escritorio donde está sentada y continúa —como hará el resto de su vida y sin parar— escribiendo. «Hoy es miércoles, y ha habido clase de oratoria. Un joven leyó una composición cuyo tema era ‘Pensar dos veces antes de hablar’. Me pareció la criatura más tonta que jamás haya existido, y le dije que él debiera haber pensado dos veces antes de escribir».
Desde que nació, el 10 de diciembre de 1830, su vida estuvo confinada a las inamovibles costumbres religiosas, pero también a las estructuras rígidas de la formalidad: su abuelo, juez del condado de Hampton; su padre, juez en Amherst y diputado por Massachusetts. El ahogo cotidiano de vivir en el más puritano protestantismo —la única expresión artística aceptada era la música del coro de la iglesia; hasta 1864 no celebraban Pascua ni Navidad— la llevó a escarbar y escarbar hasta encontrar una única salida: el lenguaje. «Pensar dos veces antes de escribir», decía. El lenguaje, su lugar de inagotable libertad.
II
Hasta 1838, la Academia de Amherst era sólo para varones. Dos años después, sus padres decidieron inscribirla. No fue una gran experiencia pero, al menos, salió del encierro. Quizás esperaba mucho más del mundo exterior. Se volvió meticulosa con el griego y el latín porque quería leer textos literarios clásicos en sus lenguas originales. La Eneida de Virgilio era su favorito. Allí permanecía: en el lenguaje, siempre en el lenguaje.
Su formación continuó con el Seminario para Señoritas Mary Lyon de Mount Holyoke. Quedaba en el pueblo vecino de South Hadley, lo que le permitió dejar su casa. Corría el año 1847, Emily tenía ya 17 y una religiosidad prácticamente desgastada, con lo cual el sueño de sus padres de que luego del seminario fuera a misionar al extranjero quedó roto. Sin embargo, trataba de aprovechar al máximo las clases sobre historia y gramática, y hacer del lenguaje un puente hacia la imaginación. Una de sus compañeras contó que “Emily siempre estaba rodeada en los recreos por un grupo de niñas ansiosas de escuchar sus relatos extraños y enormemente divertidos, siempre inventados en el momento”. Su salud se hizo frágil y luego de un año volvió a su casa, de la cual jamás pudo volver a salir. Ahora sí tendría tiempo para escribir sin parar. Verso tras verso tras verso. Un total de 1800 poemas se le cuantificaron, pero ¿cuántos de ellos publicó en vida la —en palabras de George Frisbee Wicher— poetisa lírica más memorable de la historia de los Estados Unidos.
III
Su familia era amiga de Samuel Bowles, director de un diario local y lector asiduo de poesía. Cuando ella lo conoció mantuvieron un largo intercambio epistolar. El primero se lo publicó él, pero se cree que sin su permiso. Es breve y comienza diciendo «Nadie conoce esta pequeña rosa…» El más destacado, «Un delgado amigo entre la hierba» publicado como «La serpiente», habla de un hombre extraño de la naturaleza, uno de sus temas más recurrentes. Sólo seis poemas publicó en vida y todos fueron modificados por sus editores, ninguno mantuvo su forma original. Ella escribía diferente a las reglas de la época, a las convenciones y modismos de puntuación. Por ejemplo, usaba muchos guiones, a veces al finalizar los versos; también comenzaba palabras con mayúsculas sin que hubiera puntos previos ni fueran nombres propios. Incluso, muchos de esos poemas fueron publicados sin firma. Pero ella seguía escribiendo, como si se tratara de una pulsión animal.
Quienes la conocieron, no dudaban del valor literario que guardaban sus textos. El pastor Thomas Wentworth Higginson, el escritor Edward Everett Hale, su cuñada y escritora Susan Gilbert, Benjamin Franklin Newton —se cree que su gran amor, quien le dio a conocer los poemas de Ralph Waldo Emerson—, el reverendo Charles Wadsworth, la poeta Kate Scott Turner y la escritora Helen Hunt Jackson son algunos de esos amigos que frecuentaba, aunque muchos más de forma epistolar, y les insistían en que sí, en que se animara a publicar, que todo el mundo y sobre todo su generación debía conocer su obra. Ella se reía. Le daba nula importancia. Como si le bastara con el sólo hecho de escribir. ¿Es responsabilidad del genio hacer pública y socializar su genialidad? Ella se reía.
IV
Ahora Emily Dickinson tiene 30 años. Es una tarde de 1861, algo fresca, y el sol brilla impecable en la punta del cielo. Emily Dickinson camina por las calles de Amherst con un vestido marrón, una capa oscura y una sombrilla que le hace sombra. La acompaña su perro Carlo. Ese mes estuvo en casa pero entre las pocas salidas puede contar las citas en la iglesia y alguna que otra compra en el almacén. Ahora camina entre los árboles y llega a una exposición de arte. La destacada familia Holland, que organizó la muestra, la saluda y ella apenas hace un gesto para dar por sentado el contacto social y se retira cuando ya nadie la ve. A partir de allí, sus salidas se irán acotando paulatinamente hasta volverla una mujer ermitaña y solitaria. Quizás, en ese preciso momento, una inspiración repentina, una idea que de golpe apareció en su cabeza y la hizo salir a corriendo a su casa, su cuarto, su carpeta a anotarla en forma de versos.
Desde ese entonces —así constan las fechas de sus poemas— escribió y escribió sin parar. Verso tras verso tras verso. Poco se sabe del porqué de su aislamiento, de hecho hay posiciones que se chocan. ¿Qué la llevaría a no concurrir a ninguna de las cuatro visitas que el poeta Emerson —a quien admiraba— hizo en Amherst, por ejemplo? Están los que mencionan la estricta educación de su familia, tan cerrada y puritana; incluso los que se refieren a la imposibilidad amorosa como un factor de aversión social; pero también los que aseguran que pudo haber padecido enfermedades como agorafobia y epilepsia. «El alma ensimismada / es una amiga poderosa o / el espía más agónico / que un enemigo pudiera enviar», escribió en uno de sus tantos poemas golpeando con el filo de la ambigüedad. La mayoría no tenía título porque, como dice John Mulvihill, jamás pensaba publicarlos.
V
Ahora es 1884 y Emily Dickinson tiene 53 años. Por momentos su mente se pierde y huye de este mundo. Una nefritis aguda —en aquella época se le llamaba Mal de Bright— la dejó postrada. Aún escribe algunas cartas, también versos sueltos con sus guiones característicos y las mayúsculas donde a ella se le ocurra ponerlas. De pronto, y sin que el mundo literario la haya aún descubierto como una voz reveladora y sensible, el talento de Emily Dickinson desaparece para siempre. Fue un 15 de mayo de 1886, días antes de que su hermana Vinnie encuentre en un cajón de su cuarto 40 volúmenes encuadernados a mano con más de 800 poemas que nadie nunca había leído jamás y que, sumado a los que ponía en sus cartas, conforman su obra total. «Soy nadie. ¿Tú quién eres? / ¿Eres tú también nadie? / Ya somos dos entonces. No lo digas: / lo contarían, sabes», decía uno de esos. Es allí donde vive —y siempre vivió—, en el lenguaje.