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25-01-2018 Notas

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Por Juan Agustín Otero | Ilustración: Claire Pestaillee

En las primeras páginas de El pintor de la vida moderna, Baudelaire examina una serie de grabados de moda que comienzan en la Revolución y terminan más o menos en el Consulado. Examina los trajes, los vestidos, las diferencias entre paños y pedrerías, los ángulos de los rostros, los gestos que a esos rostros le imprimió el grabador, y llega a la conclusión de que allí, más que en ninguna otra parte, en esas miniaturas dibujadas por un artista menor, se aloja la historia francesa. En un ensayo más o menos contemporáneo, Balzac esboza dos ideas del mismo orden: por un lado, que en las ínfimas modificaciones de la toilette, en la transición entre la peluca empolvada y el gorro frigio, podía percibirse mejor el devenir de una nación que en veinte tratados académicos; por otro, que el verdadero poema de París, su texto fundamental, no estaba en las bibliotecas sino en la calle, más concretamente, en los boulevards. Un tiempo después, otro francés –Marcel Schwob– escribe Vidas imaginarias (una colección de biografías fabuladas) y, en el prefacio de ese libro, sostiene que lo específicamente literario no es lo general, lo sistemático, lo enorme, sino más bien lo singular, lo excepcional, lo pequeño, aquello que habla del mundo por vías laterales. Y es Nabokov –que, a pesar de su inglés extraordinario, era francófilo– quien finalmente se encarga de dar a esa teoría una fórmula matemática: en su famoso Curso de literatura europea no se cansa de repetir una y otra vez que “la literatura es el detalle”.

Este particularismo literario, esta práctica de lectura y de escritura, esta afición por la sinécdoque cuyo origen es remoto, no parte desde la miniatura para entender la totalidad, sino que profundiza en la miniatura y demuestra en ella una totalidad, una relación de paralelismo o hasta de paradojal inclusión del todo en la parte. En una de sus cartas a Louise Colet, Flaubert expresó la idea mejor que nadie con una broma. “La Bota es un mundo”, dijo. Acertó, ¿o acaso no están contenidos seis o siete universos distintos en los dibujos que Hefesto grabó sobre el escudo de Aquiles? ¿Y no está contenida, a la vez, la Ilíada en el tejido que enhebra Helena, pacientemente, guardada en su torre? ¿Y, por último, no está todo lo anterior dentro de un objeto cotidiano pero misterioso, un conjunto de papeles pegados y manchados con tinta, es decir, un libro, o almacenado, en un código aún más minúsculo, dentro de algún archivo en la computadora? Ciertamente, los mejores relatos de Borges son así: miniaturas que cifran totalidades. Y sus mejores ensayos –como los de Benjamin– son los que hacen del conocimiento del arte menor un arte mayor.

Como los niños, los escritores aman lo pequeño e intentan persuadir al resto de la importancia de sus actividades superfluas, dotan de inmensidad a sus mentiras, hacen del castillo en el arenero una fortaleza medieval. Antes que reducir el mundo a miniatura, que representar en alguna escala y de alguna manera la realidad, la literatura magnifica lo que no tiene interés, lo artificial, lo insignificante: eleva la farsa al nivel de lo real, lo imperceptible al nivel de lo perceptible, lo anónimo al territorio de lo nombrado. Dice Canetti que cuando leemos novelas sabemos que lo que ocurre allí es ficticio, pero en la sensibilidad que se pone en contacto con esa ficción resta siempre un “y sin embargo”, un “como si fuera cierto”. En esa tensión –no ya entre lo verdadero y lo falso, sino más bien entre nuestro conocimiento del artificio y la autenticidad de nuestras sensaciones– se ubica lo literario. Ver el castillo de arena y la fortaleza al mismo tiempo, la hoja del libro y la experiencia que describe, el signo y su referente: de eso se trata.

Quizá hacer literatura sea desplegar una actividad que sabemos inútil pero necesitando creer y hacer creer a los demás que es necesaria; o sea dramatizar un juego de canicas –citando nuevamente a Flaubert–, poner toda nuestra atención y nuestro imaginario a la disposición de un pasatiempo; o consista en “dar el mismo valor a la vida de un pobre actor que a la vida de Shakespeare”, como decía Schwob. Seguramente, la literatura es muchas cosas contradictorias simultáneamente. Tratar de definirla es un poco ridículo. Pero hoy me aferro a la lógica de las miniaturas, a las intensas realidades de los objetos que son pequeños por su relevancia o por su dimensión. No sé si los libros son o no indispensables –probablemente no lo sean– pero componen un mecanismo artificial para salir de la cotidiana dispersión en la que estamos hundidos, para recuperar la sensibilidad, para volver a sentir, como en nuestros primeros años, la savia que hay en todas las cosas. Tanto en el árbol auténtico como en el de plástico, el niño y el lector descubren alguna forma de interesarse. A mí, por lo menos, la literatura me devuelve las experiencias y reflexiones que diariamente voy perdiendo.

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