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21-02-2018 Notas

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Por Bárbara Pistoia

Fe&Minismo #1

«Nunca interrumpas a alguien que hace algo
que dijiste que no se podía hacer”

Fe&Minismo #1

En una de las tantas cartas que le dejaba a su marido por si no volvía de alguno de sus vuelos, la piloto Amelia Earhart escribió: «Soy muy consciente de los peligros, voy a hacerlo porque quiero hacerlo. Las mujeres deben tratar de hacer las cosas tal como tratan de hacerlas los hombres. Si no sale como fue previsto, esa falla, debe ser un desafío para los demás«.

Culta y apasionada, no faltó quien intentara hacerle creer que su elegancia y belleza eran obstáculos o un “desperdicio” para sus ambiciones de aviación.

Lo que los demás no sabían es que desde pequeña mostró una tenacidad y audacia que, in crescendo, obligó a los testigos de esos primeros años del siglo XX a masticarse uno por uno todos los prejuicios y preconceptos sobre lo que una mujer era capaz de ser y hacer; que valga como muestra la vez que en su juventud temprana advirtió la presencia de ratas y tomó un rifle 22 con el que las persiguió hasta matarlas.

También había algo que ella no sabía o, mejor dicho, que tardaría en descubrir. Ella sería una más de esas mujeres que aparecían en los diarios siendo noticia por sobresalir en diferentes escenarios considerados, a priori, masculinos, ya sean cinematográficos, judiciales, publicitarios, políticos, etcétera, básicamente porque estamos hablando de un tiempo en el que el mundo era definitivamente para los hombres. Esas mujeres y sus testimonios excepcionales le despertaban tal admiración que Amelia coleccionaba los recortes periodísticos, porque, además, “las mujeres debemos alentarnos a hacer cosas, a ser independientes en pensamiento y acción. Esta idea es una de las razones que mueven mi deseo de hacer siempre lo que quiero. Y haber podido ver a otras mujeres siguiendo su deseo ha contribuido a que yo sienta así”.

No había terminado sus estudios cuando se fue a trabajar como auxiliar de enfermería al Hospital Militar canadiense durante la Primera Guerra Mundial. A su regreso comenzó sus trabajos como asistente social en los suburbios de Boston.

Las primeras clases de aviación las tomó en abril de 1921, pocos meses después de aceptar la invitación que le hizo el piloto Frank Hawks que le cambiaría la vida en todos los sentidos posibles e imposibles. Ella recuerda ese vuelo como el principio de todo, “estaba a unos 100 metros del suelo cuando supe lo que quería. Quería volar. Y también supe en ese momento que debía hacerlo”. A los seis meses se compró su primer avión, un Kinner Airster amarillo brillante. Subida a The Canary, tal como lo llamó, logró el primer récord femenino alcanzando una altura superior a 4000 mtrs.

Exactamente siete años después de sus primeras clases, en abril de 1928, Amelia recibe un llamado que la toma tan de sorpresa que, en segundo lugar, lo descree; en primer lugar, había pedido que no se lo pasaran porque estaba ocupada atendiendo cosas más importantes.

La insistencia del otro lado de la línea no se hizo esperar y tuvo sus frutos. La llamaban para proponerle el desafío de ser la primera mujer en volar el Atlántico, un desafío que no tenía buenos antecedentes porque ese mismo año habían muerto tres pilotos mujeres intentándolo. Sin embargo, ella aceptó (“cada vez que hacemos una elección pagamos con valentía”) y a mediados de junio, junto a Wilmer Stultz y Louis Gordon, piloto y copiloto, salieron de Trepassey Harbor en un Fokker F7 llamado Friendship. Veintiún horas después estaban llegando a Burry Port, Gales. La misión había sido un éxito. El regreso a Nueva York fue glorioso, se coronó con el recibimiento del presidente Calvin Coolidge en la Casa Blanca y su llegada al tercer puesto en el Cleveland Women’s Air Derby.

Fue en el medio de toda esta experiencia que conoció a George Putnam, con quien se casaría en 1931 y prepararía la mayoría de sus futuras aventuras, incluyendo la de repetir este vuelo por el Atlántico, pero esta vuelta lo haría en solitario, algo que ninguna otra mujer había hecho y ningún hombre lo había intentado hacer por segunda vez.  

Amelia Earhart y George Putnam

Los años siguientes sumó récords y reconocimientos, entre ellos el presidente Herbert Hoover le otorgó una medalla de oro de la National Geographic Society y el Congreso la festejó con la Cruz de Vuelo Distinguido, primera vez que se le daba a una mujer.

No todo le salía bien, claro, pero para cada falla, por mayor que fuera, y para cada accidente, algunos con aterrizajes improvisados que revolucionaron pueblos perdidos en el mapa, siempre elegía algún comentario al dente como para desatormentar la situación.

Tal vez este no sea el mayor peligro al que se expuso, pero me permito elegir esta anécdota porque creo que describe bien su espíritu. En un vuelo sola de Honolulu a California, un vuelo complicado por los pasajes climáticos y con momentos en los que realmente ella se sentía congelar por el frío, recordó que tenía su termo con chocolate caliente. Cuando le preguntaron por la situación y los posibles temores, respondió: “fue la taza de chocolate más interesante de mi vida: la tomé sola, absolutamente sola, sentada en el aire a 8 mil pies del océano”.   

Con los cielos del Atlántico y del Pacífico ya conquistados, quiso festejar sus 40 años cumpliendo el sueño de ser la primera mujer aviadora en dar la vuelta al mundo.

En marzo de 1937 comenzó los preparativos con malas noticias, el motor de su avión fallaba. Ella misma supervisó detalles y arreglos. Finalmente, el 1 de junio partió junto a Fred Noonan desde Miami. No pasó demasiado tiempo para que los problemas se empiecen a suceder. Los mapas inexactos y el clima serían dificultades importantes con las que iban a tener que lidiar, pero también habría intermitencias en las comunicaciones con las bases de control y seguimiento.

Amelia Earhart y Fred Noonan

Llegando al primer mes del vuelo el escenario se volvió realmente crítico. Amelia advertía que el clima estaba muy nublado y que la ruta a seguir era confusa. Durante todo el 2 de julio ninguna de las partes logró establecer una fluida conversación con los otros; cuando unos eran oídos, no se podían escuchar las respuestas.

Eran las 8:45 am cuando se la escuchó por última vez: «We are on the line 157 337. Will repeat the message. We will repeat this on 6210 kcs. Wait. We are running [on] line [north and south]”. Desde ese momento no se supo nada más de Amelia Earhart y Fred Noonan.

El operativo de rescate comenzó inmediatamente y se convirtió en una de las búsquedas aéreas y marítimas más importantes.

Entre los homenajes inmediatos, uno de los más simbólicos es el faro en la isla de Howland, pero a lo largo del tiempo se multiplicaron las premiaciones, becas, calles, escuelas y aeropuertos que llevan su nombre. Atchison, en Kansas, su lugar de nacimiento, se volvió una especie de “ciudad altar” que la recuerda fervientemente. Una mención especial, aunque se merezcan un espacio mucho más amplio (y así será), a las aviadoras soviéticas de la II Guerra Mundial que la tenían como referente; el detalle con sabor a justicia poética: muchas de las heroínas rusas llevaban consigo recortes de Amelia donde resaltaban sus declaraciones. Este último, cayendo en el pecado de calificar los homenajes, es el que mejor abraza la memoria de la mujer que alguna vez dijo: “una de mis ambiciones es que las mujeres que quieran volar en los aviones de mañana vean que yo pude y que entonces no duden en hacerlo”.  

Todos los años surgen nuevas teorías sobre lo que ocurrió esa mañana de julio. Siempre hay una nueva conspiración, otra leyenda más, un documental con testimonios inéditos, un elemento equis encontrado en algún rincón que puede ser el puntapié para resolver el enigmático final.

Pero, realmente, a esta altura, ¿vale la pena saber qué pasó con Amelia y Noonan?

Más allá de creer que lo magnánimo de su historia definitivamente no merece un final ordinario, ¿tan difícil es ver que en el misterio hay una fuerza vital que la mantiene más viva que cualquier otra respuesta que se pueda dar?

Justamente es el misterio el que la convierte en un punto de encuentro eterno al cual las generaciones vuelven permitiéndole cumplir sus sueños: que su historia sobrevuele las transformaciones culturales dando una y otra vez la vuelta al mundo, provocando que su voz siga siendo oída, renovándole la fuerza a sus palabras y pariendo, a través de ellas, nuevas fortalezas.

Solamente en un mundo apresurado y ruidoso, que no reconoce el valor profundo de mantener algunas preguntas abiertas, que prefiere el impacto voraz y el posterior descarte, se desconoce la posibilidad de que un final abierto sea el único final que esté a la altura de ciertos acontecimientos y de algunas personas.

Para terminar, y en un arrebato de subjetividad, me permito sostener mi deseo de que ojalá nunca sepamos que pasó con Amelia tomando estas palabras suyas: «Después de la medianoche, la luna ya estaba en lo alto y yo estaba sola con las estrellas. A menudo he dicho que el encanto de volar es el atractivo de la belleza, estoy convencida de esto, la razón por la que volamos, lo sepamos o no, es el atractivo estético de volar». Gracias a ella ahora lo sabemos todos: las chicas bravas, como dice el dicho popular, van donde quieren ir, sí, pero después de reconocer que el infierno está demasiado cerca, colmado de obviedades y que se trata de compartir el mundo con otros que te dicen “qué, cómo, cuándo, por qué y para qué”, las chicas bravas eligen el cielo.

Y el cielo no puede esperar a recibirlas sabiendo que, como dijo Rilke:

Todo ángel es terrible”.

 

 

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