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Por Luciano Lutereau | Esculturas: Ronit Baranga
1.
La represión de la mirada es un momento fundacional de la infancia. “Reprimir la mirada” quiere decir renunciar al destino pasivo de ser visto, para erotizar el deseo de ver. El deseo de ver implica que nunca se percibe lo que se ve, siempre se ve más, al punto de que se ve lo invisible.
Ver lo invisible, implica que ver es también buscar, sentir curiosidad por lo oculto o lo que hay detrás. Un ejemplo concreto: cuando a un niño pequeño le preguntamos si se fijó bien cuando buscó eso que no encontraba, dice que sí; entonces el adulto va, mira debajo de la cama y se lo da con molestia. Los adultos se enojan por este tipo de circunstancias, “¿Buscaste bien?”, “¿Te fijaste en todos lados?”, preguntan, pero el niño no sabe buscar de entrada, no es espontáneamente curioso, para eso es necesaria la represión de la mirada.
Hay adultos que, con su mamá o esposa o cualquier otro vínculo de relativa intimidad, aún permanecen en esta actitud: “Mi amor, ¿dónde están mis zapatos que no los veo por ningún lado?”. Alguna vez escuché a un tipo decir en chiste que su mujer le escondía las cosas. Es una linda manera de reunir a un tiempo esa actitud infantil (que implica depender de la mirada del otro para ser mirado-amado) y trascenderla en la atribución de un goce malvado. Cada uno reprime como puede.
2.
Seguramente te pasó ir por la calle, frenar en una vidriera, ver una remera que te gustó. Quizá entraste al negocio y te la probaste. “Me la llevo”, dijiste después. Ya en casa, te pareció que te quedaba horrible. Fue a parar a un cajón. Si no la regalás antes, puede ser que algún día te reconcilies. ¿Cómo analizar esta situación típica?
En primer lugar, muestra que hay una diferencia entre ver y verse. En la calle, en el probador, vemos la remera, no nuestro cuerpo. Cuando en casa se trata de pasar a tener un cuerpo, la primera reacción es rechazo: ¡castración! Nuestro cuerpo se nos aparece como dañado; vemos todos los detalles que hacen que pongamos ese objeto infame fuera de la vista, pero esto muestra que en el inconsciente se trata de la operación inversa: para tener un cuerpo es preciso castrarlo de alguna manera. No es posible tener un cuerpo sin hacer este pasaje por la castración de la mirada: si la pasividad de “ser visto” es todavía intensa, cualquier cosa que se añada al cuerpo resultará invasiva; en el pasaje a tener un cuerpo, es preciso dejar de verse (separar “ver” de “ser visto”) para que se constituya el deseo activo de ver, para ver mucho más que lo que aparece, para ver desde el cuerpo que se tiene (y no se ve); pero para hacer este movimiento es preciso que el cuerpo como “visto” no se encuentre amenazado, que no deje de existir cuando dejamos de verlo. ¿No están esas personas que se compran una remera y no pueden dejar de ir al espejo para ver una y otra vez cómo les queda? Aprender a comprarse ropa es mucho más que un arte, es una de las formas de atravesar la angustia de castración.
3.
Otra de las formas que toma la represión del goce de la mirada en la infancia se comprueba en el acto más cotidiano: bañarse, acto que para muchos niños es una tortura y no por una cuestión de higiene.
No me refiero a jugar en la bañadera o enjabonarse el cuerpo, sino a lavarse la cabeza. No por nada existen muchas marcas de shampoo que prometen que no habrá lágrimas. Sin embargo, esta promesa se basa en algo simple: a un niño le cuesta mucho permanecer con los ojos cerrados. Los niños, al igual que el obispo Berkeley, creen que Esse est percipi (ser es ser percibido).
Para bañarse, en cambio, es preciso disponer del cuerpo propio como algo objetivable, es decir, es preciso dejar de estar por completo en uno mismo. En cierto sentido, en esto consiste contar con una imagen total de sí. Por lo general, la imagen del cuerpo que tiene el niño es parcial, relativa a las partes que puede ver o, mejor dicho, al punto en que coinciden ver y ser visto en el acto de verse. Lo que nunca puede verse de uno mismo, salvo a través de un espejo (pero, ¿cuántos niños conocen que, en el baño, estén atentos a los espejos?) es la cabeza.
Por lo tanto, cerrar los ojos en la bañadera confronta con el temor de perderla. Por eso el rechazo a lavarse la cabeza es una de las formas que toma la angustia de castración en la infancia, angustia vinculada con la posibilidad de perder una parte del cuerpo propio. La amenaza de castración tranquilamente se puede exponer en la secuencia de un padre o madre demasiado pesado con que “hay que” lavarse la cabeza, en lugar de acompañar ese proceso angustioso.
La angustia de castración supone la diferencia entre fálico y castrado, a partir de la cual se trata de dejar de ser el falo del otro, posición que coincide con el “ser visto” del que hablo a propósito de la mirada. Por eso también la etapa fálica es aquella en la que se termina de consolidar la imagen corporal, en la medida en que se trata de tener una imagen completa de sí mismo, aunque no la veamos. En el pasaje a la consolidación de esta imagen, es preciso atravesar la angustia de que ese cuerpo que no vemos esté dañado o castrado.
4.
La misma angustia de castración que siente una persona cuando se compra pilcha en la calle (y, cuando se la pone en su casa, no le gusta) es la que siente un pibe a la hora de bañarse y lavarse la cabeza. Quizá después de esta reflexión podamos tener un poquito más de paciencia con los niños a la hora del baño.
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