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09-03-2018 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

Era una noche de mucho frío en Suiza cuando murió Charles Chaplin. La temperatura estaba cerca de los cero grados y las calles en la comuna de Consier-sur-Vevey, prácticamente vacías. Cuando el reloj marcó la medianoche, todos en sus casas se saludaron, fueron al arbolito de Navidad, repartieron regalos y sonrieron un poco. Después salieron a la vereda a ver la nieve, mirar los fuegos artificiales, la inmensidad del cielo, algunas estrellas visibles en el firmamento. A las cuatro de la mañana, cuando todo el mundo dormía, Chaplin dio un último suspiro y se fue para siempre. Tenía 88 años. Fue un 25 de diciembre de 1977. Navidad. ¿Hay, acaso, alguna fecha más triste universalmente que ese momento en que la Nochebuena —después del brindis, de la cena, de la bebida, de los posibles regalos— da paso a la Navidad? 

II

Es imposible no reirse.

Charles Chaplin está ahí, en escena, montando un personaje lleno de ironías. Un trabajador alienado, atomizado, aplastado por un sistema de explotación que lo reduce a la nada. No es un hombre, es una cosa, la cosa que sujeta la llave que ajusta los tornillos que pasan sobre la cinta a toda velocidad. Charles Chaplin es un obrero sometido a la más cruel cadena de montaje y, sin embargo, al ver esa escena…

Es imposible no reirse.

III

Tiempos modernos es quizás su gran película. La escribió, la dirigió y la protagonizó en 1936. Ya tenía una vasta cantidad de trabajos hechos y, seguido de este, en 1940 llegaría El gran dictador, su otra gran obra maestra, pero esa ya es otra historia. Ahora, acá, en Tiempos Modernos, Chaplin es Charlot. La película no empieza con él porque, como dicen en cualquier escuelita de guión, el personaje principal tiene que hacerse esperar. Minutos antes de verlo aparecer por primera vez en el cuadro, un hombre de traje mira pantallitas que le muestran cómo trabajan sus empleados. Vigila mientras se toma una pastilla que pasa con un trago seco de agua. Es el jefe, está estereotipado como el jefe; así se mueve. Toca una campana y, dentro de la fábrica, un obrero musculoso corre y lo atiende —es una videollamada en plena década del treinta— para recibir sus órdenes. El rostro del jefe en la pantalla gigante lo hace, efectivamente, gigante. Mira al pequeño obrero y le dice: “sección cinco, aumente la velocidad”. Entonces sí, ahí lo vemos, es Charles Chaplin aumentando la velocidad, intentando ajustar tornillos, intentando trabajar, ser eficiente, ganarse honestamente el pan de cada día. Pero, ¿cómo hacerlo bajo semejante presión e insoportable explotación?

La música se torna zigzagueante. La instrumentación es inestable. Es bella pero inquietante, molesta. Una mosca se posa sobre la nariz de Chaplin, entonces no puede evitarlo. Por un segundo deja su trabajo de lado e intenta espantarla. Atrás, el capataz lo reta porque con esa pequeña distracción modifica el orden de toda la cadena de montaje. Chaplin esboza una sonrisa y vuelve a los tornillos.

La pregunta que subyace en la escena es: si tan diminuto es el trabajo de un obrero fabril —entre tantos otros—, si tan poco es, si tan poco hace, ¿por qué su ausencia momentánea puede hacer perder toda la producción? Lo que Tiempos modernos muestra no es sólo el estrés del trabajador, la precarización y las tensionantes condiciones de trabajo, también la importancia de su rol. Si él no está, todo se viene abajo. Por eso mismo —agrego— es partir de él, del trabajador, de la unidad de todos los trabajadores, que este insensible sistema de explotación se puede cambiar.

IV

“La gente lo recuerda como un momento amargo, hubo enfrentamientos sociales… sin duda un momento muy amargo. Muchos sufrieron enfermedades terribles por vivir en tensión”, dijo en una entrevista tiempo después sobre la película, sobre el contexto que lo llevó a crearla. Se refería a la Gran Depresión. Tras la caída de la bolsa en 1929, todo saltó por los aires y la economía se volvió un cuello de botella por el que nadie pasaba. En ese entonces, las fábricas echaban empleados sin ningún prurito, a los que dejaban trabajando les exigían mayor eficiencia —desde el pasado parece haber un guiño a esta época, a esta Argentina, ¿no?— y es, justamente, a esa vida a la que está sometido el gracioso Charlot: trabajar, trabajar, trabajar.

Años después, los alemanes Max Horkheimer y Theodor Adorno publicaron Dialéctica del Iluminismo, donde dan cuenta de las consecuencias de todo ese mundo desenfrenado. “El progreso exige la autoalienación de los individuos, que deben adecuarse en cuerpo y alma a las exigencias del aparato técnico”, dicen en las primeras páginas. Que el mundo se estaba volviendo un lugar cada vez más desigual, eso Chaplin lo supo, no sólo en Londres —donde trabajó de mandadero, soplador de vidrio, vendedor callejero—, también cuando llegó a Estados Unidos, la tierra de la esperanza, la meca de esas oportunidades que, decían, el mercado tenía para ofrecer. Llegó en 1910 cuando las cosas todavía estaban bien y el sueño americano de hacerse millonario de la noche a la mañana rondaba por la cabeza de mucha gente. Pero no en la de Chaplin. 

V

¿Cómo interpela Chaplin y sus Tiempos modernos a nuestra cotidianeidad? ¿El desenfreno del mundo agita igual? Golpear, sin dudas golpea, pero ha encontrado otras formas de manternos sumisos, domesticados, alienados. Quien mejor ha sabido expresarlo ha sido Byung-Chul Han en su ya famoso libro La sociedad del cansancio, publicado en 2010 y traducido al español en 2012. De lo que Michel Foucault llamó sociedades disciplinarias o de control —plantea este filósofo coreano— quedó poco.

«La sociedad disciplinaria es una sociedad de la negatividad. La define la negatividad de la prohibición. El verbo modal negativo que la caracteriza es no-poder. Incluso al deber le es inherente una negatividad: la de la obligación», dice Byung-Chul Han y continúa describiendo la sociedad actual, que es la sociedad de rendimiento, porque «se desprende progresivamente de la negatividad (…) y se caracteriza por el verbo modal positivo poder sin límites. Su plural afirmativo y colectivo ‘Sí, se puede’ expresa precisamente su carácter de positividad (…) A la siociedad disciplinaria todavía la rige el no. Su negatividad genera locos y criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados.»

¿Cómo sería la vida de Charlot en un mundo como el nuestro?

VI

A Charles Chaplin no le gustaba la Navidad. A decir verdad: la odiaba. ¿Cómo es posible que a alguien no le guste ver el arbolito, los niños riendo, la ilusión de un Papá Noel gordo y buenudo, las coloridas luces en toda la ciudad? Cuando alguien conoce la tragedia, la felicidad es una faceta más, algo que aparece para ocultar la parte negativa, el dolor, la miseria. De chico, Chaplin fue muy pobre. No sólo eso, su familia era un completo desastre. Su padre, además de ausente, era alcohólico y murió de una cirrosis a los 37 años; y su madre tenía serios problemas psiquiátricos, recaía y recaía en la depresión, y se la pasó internada en un asilo. Para él, la Navidad era rememorar todo eso. Por eso la odiaba.

Cuando dio el último suspiro, su esposa estaba con él. Venía mal, tenía demencia senil y estaba en silla de ruedas. Posiblemente esa noche, cuando el reloj dio la medianoche, se asomó por la ventana y vio alguna que otra estrella lejana, perdida en el firmamento. En un rapto de lucidez habrá pensado que ya era suficiente, que ya había hecho demasiado, que su aporte al mundo estaba completo. ¿Habrá imaginado todo lo que vendría después, las formas de disciplinamiento que encontraría el sistema para alienar a sus trabajadores? ¿Habrá sentido que aún no, que podía ecribir algo que de cuente de todo eso que se venía: un guión breve, un comentario el esbozo de una idea?

No, claro que no: ya era hora de partir. Y así fue. Como en el final de Tiempos modernos, que camina por la ruta de la mano de una dama y, en medio del trayecto, frena, le pide que sonría, que es importante hacerlo, que siempre hay que sonreír pese a este triste mundo desenfrenado. Luego se va y su silueta se empequeñece en el horizonte final. 

 

 

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