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Por Isabelle R | Ilustración: Sandra Chevrier
Todo lo hacían en silencio, un silencio que no fue acordado ni premeditado fue la única, corrijo, la máxima expresión de lo que vivían.
Ella lo conoció en el subte. Le pareció alto y con un porte demasiado triste para ser serio. Salió y se le cayó la billetera. El acto fue inconsciente, perseguirlo también. Se abría paso rápido entre tanta gente en contra. Lo siguió hasta que estaba por abrir la puerta gastada de un edificio común. Se le cayó esto. Gracias. Pase. Ella sigue pensando que esas fueron todas las palabras que se dijeron ese día y siempre.
Se vieron diecisiete veces más. Dicen que en el amor solo se recuerda la primera y la última vez. Ella recuerda alguna otra más. O tal vez la rutina que se había armado alrededor de eso. La primera vez incluyó esas tres palabras y un reconocimiento del departamento. Era pequeño, limpio y con pocas cosas. Lo que más había eran libros y una gran foto en blanco y negro. Era de Nueva York, tomada del otro lado del agua un día nublado. El puso un disco y sin mirarla pero con mucho cuidado empezó a desvestirla. En el medio de tanto ruido sus manos tibias se movían sigilosas. Como pinceladas en su cuerpo. Ella estaba segura que gritó pero que él le tapó la boca y eso la hizo querer gritar más fuerte. Se quedaron así en silencio. Los cuerpos uno al lado del otro. Él tenía su mano apoyada en su cabeza. Jugó con sus pelos. Ella fue al baño a vestirse, cuando salió él la acompañó hasta la puerta. Le dio un abrazo y un beso de lengua. Le entregó un papel con un número de teléfono, al pasar vio que tenía una alianza. Ella lo agendó como manicuría.
La rutina fue por un tiempo siempre la misma. Cada siete u diez días él le mandaba un mensaje. Ella nunca enviaba, esperaba que él lo hiciera. El mensaje decía día y hora. Ella confirmaba con un ok. La dirección se la acordaba de memoria.
Los encuentros duraban entre una a dos horas. Aunque buena parte se la pasaban acostados desnudos, los cuerpos uno al lado del otro. A veces él tenía la mitad de su espada arriba de ella. Miraban el cuadro de una ciudad gris en silencio. Él le acariciaba el mechón colorado.
La cabeza de ella estallaba de dudas antes de llegar. ¿Cómo puede ser? ¿Quién es? ¿Cómo es que ésto está pasando? Miraba la agenda, las reuniones, los viajes de su marido, los días de patín de la nena. Y esperaba que viniera el mensaje. Esa semana a las 2 pm, manicuría. Después que volvía lo tachaba con un fibrón amarillo.
Las otras veces fueron más o menos iguales. A veces ponían música de fondo. Otras no. A veces lo hacían como desesperados apenas cerraban la puerta del departamento. Otras iban hasta el cuarto y se desnudaban como en una película. A veces ella acababa junto con él. Sino él siempre acababa tocándose mientras la veía vestirse. A veces él se quedaba dormido un rato, a veces ella cerraba los ojos. Lo que siempre se mantenía era el silencio. Un silencio que trataba de domar las almas, un silencio de cuerpos diciéndoles que al final tal vez por un instante todo sea mucho más simple de lo que parece. No fácil, simple.
La última vez ella lo supo sin que él dijera nada. Había algo en su mirada, más triste que de costumbre. Una lentitud en sus caricias, como tratando de guardar los escondites de su cuerpo en su memoria. Se quedaron acostados en silencio. Él le pasaba la mano por la espalda, haciendo una pequeña presión con cada lunar que encontraba. Cuando se fueron, fue ella la que lo besó. Él le pasó la mano por la cintura y un poco más abajo.
Desde esa vez ella no recibió más mensajes. Su agenda siguió con muchas cosas aunque ya no tachaba nada con fibrón amarillo.
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