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Por Luciano Sáliche
Al ver El Rey del Once, la película de Daniel Burman, quien no conoce de cerca la cultura judía de la Ciudad de Buenos Aires queda impactado. Porque con caminar el barrio de Once diariamente, ingresar a los locales de telas o comprar en los supermercados kosher no alcanza. Ver a Alan Sabbagh —el protagonista, un hombre criado allí pero que luego de varios años en el exterior y alejado de sus costumbres vuelve al barrio adaptándose como si el tiempo no hubiera pasado— lo dice todo. ¿Qué son los judíos del Once sino una comunidad que sobrevive en un territorio que le es extraño, rodeados de costumbres que le son extrañas, entre gente que los considera extraños? ¿Cuál es la mirada del hombre argentino medio sobre, por ejemplo, las sinagogas? Generalmente desconocimiento. Y muchas veces, producto de esto, exclusión.
Si dejamos de lado la posibilidad de un mundo en el cual todos pertenezcamos, por decirlo de algún modo, a la misma cultura —el sueño húmedo del multiculturalismo homogeneizante—, entonces hay que convivir con la diversidad. Una de las grandes preguntas que se hace la antropología es por la igualdad en la diversidad y la diversidad en la igualdad. ¿Cuáles son las posibilidades y cuáles los límites de conocer al otro? Para ser más directo: ¿hasta qué punto somos tan distintos y hasta qué punto tan iguales? El profesor catalán Esteban Krotz asegura que la otredad tiene que ver con «la experiencia de lo extraño» porque «lo desconocido es accesible a partir de lo conocido». Otra vez la interminable dicotomía entre los otros y nosotros; paradójicamente, la primera palabra está incluida en la segunda.
En 2015 se publicó la última novela del escritor chileno Rafael Gumucio, Milagro en Haití, que Random House editó en Argentina en febrero de este año. La historia que allí se narra es la de una sexagenaria rica llamada Carmen Prado, de la misma nacionalidad que el autor. Esta mujer, que está casada con el joven embajador de Dinamarca, queda internada en el país caribeño a partir de una cirugía estética fallida. Cuando despierta, se da cuenta de que está al cuidado de una haitiana llamada Elodie. «Negra como el carbón, más negra que todos los negros juntos», es la primera frase del libro anticipando ya el irrevocable etnocentrismo.
«Yo no soy racista como ustedes en Chile», le dice esta mujer a su hija en su imaginación, intentando recordar cómo llegó a terminar sola en el país más pobre de América con «toda esa gente que se esconde donde nadie la va a venir a buscar». Un largo monólogo irreverente es esta novela que se entremezcla con conflictos y choques de cultura, además de interrogaciones más que interesantes sobre la vejez y la pobreza. Carmen Prado se queja como se quejan esas señoras que no tienen una compañía que las escuche, que las comprenda y que las calme. Sin embargo está dolorida, apenas puede hablar porque se está recuperando de la operación, y «le duele solo pensar en todo lo que le duele». Pero lo más interesante es la relación que construye con Elodie, quien le dice: «Estamos en Haití. Si no es fuerte no va a sobrevivir. Así es la cosa aquí».
Y mientras Carmen Prado maldice al país que la tiene prisionera (o la está salvando, según desde donde se lo mire) se da un Golpe de Estado a Jean-Bertrand Aristide, el primer Presidente elegido democráticamente. «A mí no me gusta pero de todos modos era una esperanza para los pobres», le dice Elodie con cierta tristeza. Pero la señora no comprende a los haitianos, para ella son salvajes, un pueblo salvaje. Pero si el salvajismo, como escribió Lewis Henry Morgan, «fue un período formativo del género humano», ¿qué lugar ocupa la llamada civilización? ¿un período que reforma o que deforma? ¿Carmen Prado habla desde su color de piel, desde su clase social, desde sus costumbres sofisticadas o desde su concepción de la democracia? «Tenga cuidado, Haití muerde», le dice Elodie acentuando lo que las diferencia. Una diversidad que la espanta pero también que la acerca, porque le habla desde su verdad y desde lo que ella cree: «Preferimos ser libres a ser ricos».
Rafael Gumucio crea un personaje complejo, con el que es difícil identificarse. Es perverso, mezquino, irrespetuoso. No sólo odia al diferente, también odia al igual, porque Carmen Prado se considera única: es una ególatra insoportable. Y lo peor, es un arquetipo reproducido a mansalva: todos conocemos a alguien así, y no nos queda otra que convivir. Con el correr de las 238 páginas que tiene la novela la situación cambia y ella entiende, o dice entender, que el mundo es un lugar raro donde «todos tienen tanto miedo a puras cosas que no muerden». ¿Es entonces el miedo la condición que nos iguala? Pero, ¿no era el amor? Desde luego que no: todos podemos vivir sin amor, más nadie sin miedo. Eso no sería humano.
Con una prosa extensa y barroca, con descripciones propias de la crónica y críticas sociales audaces, el autor chileno sumerge al lector en un mundo hostil y lo arrincona en una situación difícil, pero que, al fin de cuentas, muestra pequeñas zonas donde es posible la bondad, la esperanza, el horizonte necesario de una nueva posibilidad. Eso que viene después del temor, que viene después de saber que el escapismo individual es una trampa. Si el miedo nos iguala, ¿entonces todos somos los otros de un nosotros?
En el año 2004 se publicó uno de los libros antropológicos más importantes para la disciplina, Constructores de Otredad. Una introducción a la Antropología Social y Cultural, escrito y compilado por Mauricio Boivin, Ana Rosato y Victoria Arribas. Allí los autores dicen que «si la cultura es un conjunto de signos interpretables, la tarea del antropólogo es interpretar. Interpretar es realizar una lectura de lo que ocurre y desentrañar el significado». Esto implica «ver las cosas desde el punto de vista del actor», no «convertirse en nativo». Un acercamiento genuino, sin impostura, que decodifique los signos ajenos sin olvidar lo que son: ajenos, pero no peligrosos o inferiores. Simplemente eso: ajenos.
Mediante la ficción, Gumucio logra ese ángulo porque traza un recorrido hacia lo profundo de otra cultura, no muy distinta a la nuestra (¿cuál es el límite de lo desconocido?), la de Haití, un país pobre y violento, pero muy humano donde incluso seres dotados de maldad y etnocentrismo terminan por comprender que jamás habrá igualdad sin diversidad, ni diversidad sin igualdad, y que la convivencia —siempre en tensión— es un camino posible, sólo hay que proponérselo.
Milagro en Haití
Random House, 2015
Rafael Gumucio
240 páginas
Etiquetas: Alan Sabbagh, Ana Rosato, Daniel Burman, Esteban Krotz, Jean-Bertrand Aristide, Lewis Henry Morgan, Mauricio Boivin, Rafael Gumucio, Victoria Arribas