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Por Luciano Sáliche
La noche en que Oliverio Girondo le puso el punto final a Espantapájaros, el momento en que entendió que ese artefacto literario hecho de poemas, notas, prosas y caligramas estaba listo, lo supo claramente: tenía algo grande entre las manos. Entonces mejoró el nombre y lo llamó Espantapájaros (al alcance de todos). Su manifiesto.
Su carrera como escritor y su formación intelectual y experiencial estaban en un momento álgido. Ya había andado y desandado las calles de Buenos Aires, ya había estudiado en el Epson College de Inglaterra y en el Colegio Albert Le Grand de Francia, había leído a los simbolistas y a los nihilistas, se había maravillado con el surrealismo, había viajado por todo el mundo —desde Brasil y Cuba hasta Italia y Egipto—, se había recibido de abogado, había escrito dos obras de teatro junto a Zapata Quesada, había fundado la emblemática revista Martín Fierro, había publicado dos poemarios —Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925)— y el ambiente literario lo catalogaba como una de las grandes promesas de la vanguardia argentina. Tenía cuarenta años: la mitad de la vida. Estaba, como suele decirse, en el momento justo para dar el batacazo.
Un muñeco inmenso y absurdo paseando por Buenos Aires
Espantapájaros ya había entrado a imprenta. Cinco mil ejemplares, la primera tirada. La tapa la había dibujado el ilustrador José Bonomi. Todo estaba listo, pero una duda aleteaba inquieta dentro de la cabeza de Girondo: si el libro era tan importante, si pensaba dar, justamente, el batacazo, ¿cómo presentarlo en sociedad? ¿Simplemente dejarlo en las librerías y sentarse a esperar que los lectores lo vayan a buscar? ¿Cómo avisarles que esto que él consideraba un artefacto interesante, distinto, disruptivo, debía ser leído con voracidad? Se le ocurrió, entonces, performativizarlo. Como era un artista completo, de esos que se animan a todas las disciplinas, hizo un muñeco gigante de papel maché —cerca de tres metros medía— basado en la ilustración de la tapa. Lo subió a una carroza fúnebre tirada por seis caballos y conducida por solemnes uniformados, y lo hizo desfilar por las calles de la ciudad durante quince días.
Era agosto, hacía frío y el sol calentaba tímidamente los adoquines sucios por donde un muñeco inmenso, absurdo y misterioso, un objeto divertido, medio infantil aunque con algo de oscuridad, se paseaba por Buenos Aires. La idea concluía con prenderlo fuego a la vista de todos en el patio de la Sociedad Argentina de Escritores, pero Norah Lange —escritora, por entonces su prometida y futura esposa— le aconsejó no hacerlo, que era mejor guardarlo. Finalmente lo llevaron al caserón que tenían en Suipacha al 1400. Hoy, la escultura está en el Museo de la Ciudad, a una cuadra de Plaza de Mayo sobre la calle Defensa.
También alquiló un local sobre Florida y contrató a un grupo de chicas —según se lee, bellas mujeres— para que lo atiendan. Puso a vender el libro ahí. En menos de un mes, la primera edición se agotó. ¿Girondo inauguraba, con esa jugada de astucia publicitaria, el marketing literario? ¿Podría ser que ese gesto, en los tempranos años treinta, daba cuenta de la importancia de sacar la literatura a la calle y hacer del arte un objeto que, necesariamente, debe entrar en tensión con lo cotidiano?
El enemigo íntimo de Borges
En ese momento, fines de 1932, Borges era la otra gran promesa literaria. Había publicado tres poemarios y cinco libros de ensayos. Con Girondo se conocían, frecuentaban los mismos circuitos, se llevaban muy bien, hasta que un relámpago femenino los volvió enemigos.
Borges estaba enamorado de su prima, la escritora Norah Lange, seis años menor, con quien compartía paseos por la ciudad, charlas profundas y un coqueteo que se nutría también de la literatura (el prólogo de su primer poemario, La calle de la tarde de 1925, lo escribió él). Un mediodía de 1926, Norah Lange fue junto a Borges a un almuerzo organizado por la Sociedad Rural en homenaje a Ricardo Güiraldes y, por esas casualidades, se sentó junto a Girondo. Ella tenía 21 años y una belleza pelirroja destellante. En el libro de María Esther de Miguelpublicado en 1991, Norah Lange: una biografía, hay una carta de la misma Norah que relata el momento: «Él había comprado una botella de vino especial y la tenía en el suelo, al lado de la mesa. Yo la tiré en un descuido; Oliverio me dijo con su voz (de caoba, de subterráneo): Parece que va a correr sangre entre nosotros».
Desde ese momento Borges quedó a un costado y posiblemente muy ofendido. La rivalidad personal mutaría a rivalidad estética. Quizás eso influyó más tarde, cuando el muñeco gigante de Espantapájaros daba vueltas por la ciudad le pareció una idea estúpida. También al resto de los escritores de corte tradicional y sobre todo la crítica de la época. Por ejemplo, para la revista La Literatura Argentina, el libro era «la última bufonada de la generación que ya no tiene nada que decir».
Pese a una reseña favorable de su libro Calcomanías —plagada de comparaciones con su propia obra—, está claro que Borges no lo quería. Mucho tiempo después, en mayo de 1984, la revista XUL dedicó un número completo a la obra de Girondo, y Borges fue uno de los tantos entrevistados. «¿Si hay un posible paralelismo conmigo? ¡Pero no!, yo alguna página rescatable creo haber escrito», opinó el autor de El Aleph y luego, ya sin medir demasiado sus palabras o, por el contrario, exponiéndolas del todo, sentenció: «Oliverio era un infeliz».
El talento irrespetuoso del argentino
En aquel momento, hubo quienes encontraron en ese poemario la llama de algo realmente novedoso. El poeta Enrique Amorim le escribió en una carta: «Has hecho un libro con el cual pasamos por las armas a todos los burgueses juntos. No queda uno solo sin afeitar. Los amigos están entusiasmados con tu manera de espantar, y preparan artículos y noticias por radio, mientras dueños, aún analfabetos, siguen sin leerte». El escritor y periodista español Ramón Gómez de la Serna dijo más tarde, en 1941: «En este libro admirable, del que no ha hablado un solo crítico de las grandes publicaciones, y al que la envidia ha evitado toda alusión, está la enjundia del talento irrespetuoso que es lo mejor del argentino».
Lo que Oliverio Girondo intentó hacer con su Espantapájaros, no sólo con el libro sino también con ese muñeco de papel maché, fue continuar con su guerra a la levita, ese chaqueta masculina con solapas, larga hasta las rodillas, que representaba la solemnidad de las instituciones estrictas y rigurosas. Luego de conocer las vanguardias europeas y de hacer de la bohemia una forma de rebeldía, su objetivo vital estaba en poner en evidencia lo estúpidamente aburrida que puede ponerse una sociedad que no se atreve a burlarse de sus conservadurismos, no sólo estéticos, también sociales y políticos. Eso era la escultura que se paseaba por Buenos Aires: un académico de traje, galera, guantes blancos y monóculos. Ese monigote que ahuyentaba a las aves y era, como dice Patricio Rizzo-Vast, el «símbolo de confrontación de lo orgánico contra lo inorgánico y falso».
En el primer poema, o poema cero, el caligrama, dice: «La desorientación de mi generación tiene su explicación en la dirección de nuestra educación, cuya idealización de la acción, era —¡sin discusión!— una mistificación», es decir, una falsificación. Entonces, si nos educan con falsedades, ¿para qué seguir aprendiendo? Esa era la guerra, el odio jocoso que Girondo le declaró a la levita, a todas las convenciones que nos atan, como un espantapájaros, a la tierra inamovible, incapaz de disfrutar, como los pajarracos, la libertad del ir y venir.
Que no sepan volar
Hay un poema que nunca muere. Que no muere porque existen quienes nunca lo dejarán morir. Está escrito en prosa, es el número uno de Espantapájaros (luego del caligrama inicial) y comienza así: «No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar».
Hay una escena en la película de Eliseo Subiela, El lado oscuro del corazón (1992), donde Dario Grandinetti, que está en una cama junto a una mujer, ambos desnudos, recita estas líneas. Luego, al final —tras decir: «si no saben volar pierden el tiempo conmigo»—, toca un botón en su mesita de luz y se deshace de su amante a través de un mecanismo que tiene en la cama, que la manda hacia una especie de fosa, un pozo hacia la nada. La escena, que suele ser catalogada de machista, guarda una pulsión necesaria: la de buscar la autenticidad de las relaciones sociales. ¿Para qué un amor repetido, inocuo, anclado al piso como un espantapájaros?
Oliverio Girondo se consideraba parte de esa tendencia estética llamada feísmo. Si la poesía puede hacer del lenguaje algo mucho más interesante que la realidad, entonces todo es belleza, incluso la fealdad, si es que el poeta lo quiere. Esa libertad interpretativa, la de volar bien lejos del suelo, él la consideraba clave para crear. Su necesidad era la disrupción.
En un poema de En la masmédula, año 1953, escribió: «Hay que buscarlo [al poema] ignífero / superimpuro leso / lúcido beodo / inobvio».
Contra el sentido común y conservador, su batalla.
Etiquetas: Espantapájaros, Jorge Luis Borges, Literatura, Norah Lange, Oliverio Girondo