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Por Enrique Balbo Falivene
Huye, Adso, de los profetas y de los que están
dispuestos a morir por la verdad,
porque suelen provocar también
la muerte de muchos otros,
a menudo antes que la propia,
y a veces en lugar de la propia.
«El Nombre de la Rosa», Umberto Eco.
Lo primero que has de saber es que yo no tengo recuerdos, quiero decir que todo lo gris sobre blanco que leerás más abajo es producto de una imaginación casi enfermiza: la mía; lo segundo es que fui el único de mi clase en negarse a ilustrar la histórica casa de Tucumán en un cuaderno Gloria. Esto me costó una reunión en la dirección con mis padres y el aislamiento por parte de mis compañeros.
Pretendo decir que en vez de leer esto sería más interesante para ti, lector, hacer algo productivo con tu vida. Puedes ponerte a estudiar marketing o administración de empresas, por ejemplo. O tal vez podrías criar codornices y vender sus huevos. La vida, la real, la tangible (no la mía, no la que aquí contaré) ofrece muchas oportunidades y habrías de ir aprovechando alguna.
En fin, si aun así has decidido seguir lo que voy a contarte es lo siguiente.
Cuando mis padres se casaron compraron la casa con un crédito del Banco Hipotecario de la República, y con ella encargaron todos los muebles a medida. Esto, en aquella época, era un hecho bastante común.
Entre esos muebles había una biblioteca que me parecía gigantesca, ocupaba gran parte de la sala principal y recorría las paredes desde el suelo al techo como una hiedra. Y estaba repleta. Los libros no cabían en los anaqueles y habían empezado a ganar las demás estancias de la casa; podías encontrarte a Víctor Hugo en el baño, a Chesterton en la cocina, a Lugones en el lavadero, a Machado en el sótano. Al lado de la biblioteca había un inútil mueble de madera marca Ranser, que en teoría servía para escuchar radio y reproducir vinilos. Nunca escuché ninguno pero en los bajos del mueble había tres discos, ahogados por los libros: Gracias por la música de Abba; Que se va el cartero, que se va, que se va, que se va… de Margarito Tereré (un especie de lagarto con sombrero que ni cantaba ni bailaba) y La magia del circo de los Parchís.
El primer libro que leí -y no me avergüenza reconocerlo- fue Tiburón de Peter Benchley, el de la película. Esa noche no conseguí dormir porque creía que aquel enorme monstruo se iba a colar entre las sábanas para arrancarme las piernas de un bocado.
Pero llegué a los libros gracias a la inercia de los cómics. En la biblioteca los había por docenas y en varios idiomas. También había mapas, muchos. Y enciclopedias, entre ellas la Británica que había costado un Perú y se había pagado a plazos.
Todos en el barrio (yo pensaba que el mundo era mi barrio y Santa Teresita, un desolado pueblo de la costa patria al que acudíamos cada verano) leíamos y los libros iban y venían. Los préstamos y las devoluciones eran rigurosamente apuntados, con exigencia germánica, en un cuaderno.
La casa de mis padres no era una excepción, de hecho todos conocíamos los gustos de los demás por los libros: la vecina era experta y había memorizado todos los títulos de El Séptimo Círculo de Borges y Bioy; mis tías leían a los autores de intriga y asesinatos; mi padre era el oeste americano; el médico que vivía enfrente, la novela francesa; mis abuelas, las dos, el relato corto sudamericano; el carnicero, al fondo de la casa, los italianos de entre guerras.
En mi caso, como dije antes, empecé con Tiburón y ya no paré. Comprobé con el paso de los años que la biblioteca de la casa de mis padres tenía movimiento. Los libros iban cambiando de lugar. Mi madre los mudaba de anaqueles según íbamos creciendo. Aún hoy desconozco qué criterios utilizó para mover libros; con sólo trece años ya había leído al Marqués de Sade y la Historia de O y toda la literatura erótica o vetada para la época, Haroldo Conti, Cortázar y Griselda Gámbaro, pero desconocía a Quiroga, Borges, Miller, Bukowsky, Hemingway, Kavafis, Lugones, Marechal. Mi madre los escondía o los situaba en el nivel más alto de la biblioteca, un nivel inalcanzable para un niño con vértigo como yo.
Cuando terminé con los libros de la casa empecé a frecuentar la Biblioteca Pública. Me resultaba fascinante ver cómo los libros se pedían por medio de unas ajadas fichas y después subían desde los sótanos, en un pequeño pero veloz montacargas que era accionado con una cuerda. Yo imaginaba los bajos de la biblioteca como una catacumba romana llena de libros, llena de historias, y una hermosa pelirroja oculta entre los laberínticos pasillos.
Hoy, después de tantos años de aquella formación, mi casa repite esa misma idea. Hay libros por todos lados y sigo comprando. Leo con desorden, y compro lo que estimo me gustará leer. No siempre acierto. No soy un coleccionista, ni tengo primeras ediciones y mucho menos incunables.
Nunca he contado cuántos tengo pero sí sé, modestamente, más o menos dónde está cada uno. Y sigo leyendo, leo hasta los papeles que veo tirados por las calles, los carteles de los anuncios, las frases en los sobres de azúcar, las leyendas en los camiones.
Antes creo que leíamos para ser reconocidos, para intentar entender el mundo y saber más acerca de todo. Hoy las cosas han cambiado, es frecuente, cada vez más, encontrar gente que incluso se vanagloria de no haber leído jamás un libro. Así, el rol que antes cumplía el libro, la escuela o la familia, lo cumplen los medios. Y el grueso de la gente consume esto y lo incorpora.
Si hemos de construir nuestras vidas, si hemos de inventarlas, es mejor hacerlo con el conocimiento de los libros. Allí están las herramientas y las claves.
Cuando encuentras un autor no necesitas nada, apenas un poco de sol en la ventana. Y a veces ni siquiera eso. Y si esto no te llena puedes criar codornices y probar de discurrir sin la televisión. Los huevos de las codornices también enseñan mucho, no te creas.
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