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15-05-2018 Notas

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Por Barb Pistoia

Fe&Minismo #5

“Ellas, dentro de los delicados pechos, temiendo y avergonzándose, tienen ocultas las amorosas llamas (…); y además, obligadas por los deseos, los gustos, los mandatos de los padres, de las madres, los hermanos y los maridos, pasan la mayor parte del tiempo confinadas en el pequeño circuito de sus alcobas, sentadas y ociosas, y queriendo y no queriendo en un punto, revuelven en sus cabezas diversos pensamientos que no es posible que todos sean alegres…”
(El Decamerón / Proemio)


Un destino de letras

Hasta poco antes de morir, Giovanni Boccaccio trabajó en su libro/tratado De claris mulieribus, entre sus tantas traducciones las más conocidas son Mujeres preclaras o De las mujeres ilustres en el romance. Una descripción ligera y apartada dirá que es una selección de biografías femeninas, y, ajustando un poco la atención, resaltará que está dedicado con esmero e interpelaciones varias a una mujer, Andrea Acciaiuoli, condesa de Altavilla. Pero tomar a la ligera esta publicación es sumergirnos en un equívoco que nos deja a la deriva, porque para nada es un libro más, y tampoco lo es dentro de la caliente vida y obra de uno de los autores más importantes de Italia, siendo signo vital de la literatura renacentista y fuego fervoroso para la occidental.

Empecemos por él. A Boccaccio le gustaba llamarse poeta, pero fue mucho más: fue crítico, teólogo, escritor, filósofo, investigador permanente de las lenguas y las creencias, historiador, pero, sobre todo, fue un pensador afilado, sensible y tenaz. Por eso, también estuvo lleno de contradicciones, efecto inevitable cuando las experiencias nos atraviesan (aunque la modernidad se esmere en calificarlas negativamente, como si la contradicción por el solo hecho de serlo tuviera de por sí un valor determinado y ningún tinte de proceso y contexto).

«Boccaccio leyendo el Decamerón a la Reina Johanna de Nápoles» (1849) de Gustaf Wappers

Nació en Certaldo, un pueblo de Florencia, en 1313. Ahí transcurrió gran parte de su infancia bajo la tutela de su padre ilegítimo, el acomodado comerciante Boccaccino di Chellino. No hay datos certeros sobre su madre. Cuando todavía no había comenzado su adolescencia fue enviado a Nápoles para incorporarse a la compañía de los Bardi, para quienes trabajaba di Chellino. En su etapa formativa fue arengado por su padre para que se especializara en lo comercial, lo que no le impidió su paso por la Universidad de Nápoles, donde fue notablemente influenciado por Cino da Pistoia al estudiar derecho. Pero, en el sur italiano, a Giovanni Boccaccio lo esperaba otro horizonte, uno que comenzaba a vislumbrarse de manera fulgorosa a través de su encuentro con la obra de Dante Alighieri. Así, su destino tomó la forma de las letras, y ese respeto y amor hacia el otro poeta florentino iría creciendo a la par suyo, abriéndole el paso, pero también sirviéndole de sostén en las circunstancias más adversas. Como si esta comunión magistral y ajena al tiempo no fuera suficiente, uno de sus grandes amigos fue Petrarca, completando así esta especie de santísima trinidad de la letras medievales revolucionarias y re-evolucionadas que, en su escribir y fluir, palpitaron el Renacimiento por venir.

Ese asunto del cuerpo de las mujeres

Hegel en sus Escritos de juventud describió a la mujer del medioevo con una “imaginación desenfrenada (…) que hervía en las monstruosidades de la brujería, en la manía de descargar sobre otros los sentimientos de venganza y las pequeñas envidias; y estas venganzas y desenfrenos les llevaron a la hoguera”. Ese perfil planteado por el filósofo alemán es la oposición más inmediata y perfecta al rol femenino predominante de la época, el construido a partir de la visión eclesiástica. Esa visión ¿dejaba? (deja) a todas las mujeres bajo el mismo filtro: vivir su deseo es pecado. ¿Por qué? Porque la Iglesia toma dos figuras claras y direcciona hacia un mismo lugar el simbolismo: una figura es Eva, que sale de la costilla masculina, muerde una manzana y provoca “el” desastre; y la otra es María, que entrega su cuerpo a un plan mayor, ser madre del mesías, y así recibe toda la gloria. De esta manera, el “placer” femenino cumple un deber matrimonial y sus diferentes implicancias a merced de la procreación; cualquier otro destino será perseguido y/o fatalizado.

Boccaccio rompe este relato y compone una tercera posición, lo hace de manera sostenida y fundada, expresando vivazmente a lo largo de toda su obra la preocupación por el lugar destinado a las mujeres, cuestionando no solo el mandato religioso (que vale como sinónimo de mandato estatal en muchos lugares y ocasiones), sino también interpelando a sus colegas contemporáneos y hablándole a las mujeres de par a par, provocándolas a despertar.

«Seis poetas toscanos» (1544) de Giorgio Vasari

En algún punto lo que Boccaccio hace es resaltar que todos somos cuerpo, y que es desde el cuerpo que el humano realiza su experiencia de vida; así, “le saca” a la Iglesia el cuerpo de la mujer para “devolvérselos” a ellas. ¿De qué manera? A través del deseo, de la carne, del conflicto, del instinto, de la fortaleza y el desenfreno, de la sensibilidad y las vinculaciones, de su relevancia histórica, de la palabra, el grito, el aullido, del amor y/o el desamor. Básicamente, las mujeres de Boccaccio gozan y padecen la soberanía corporal, reconocen los vaivenes y bondades que implica habitar un cuerpo.  

Siguiendo la estrella de Dante

Puede tomarse como un antecedente leve, pero antecedente al fin de cuentas, el lugar que Dante le da a las mujeres.

Un punto claro en La Divina Comedia es el tratamiento a la prostitución. La primera mención aparece en el infierno, pero la razón por la que nos encontramos con una prostituta ahí no es el uso de su cuerpo como podía de esperarse, la prostituta está en el infierno (en el círculo correspondiente) por aduladora. La segunda mención la encontramos en el Paraíso bajo el cielo venusino, para nada un cielo más, es el cielo femenino por excelencia; ahí están la muy gozada Cunizza y la meretriz Raab, y es con ellas que Dante planta su posición: la prostitución pecadora es la del alma, no la del cuerpo.

El otro punto por resaltar en esta muy ligera comparación es el papel que juega la entrañable Beatrice Portinari. A priori se podrá decir que, como aparece angelada, está absolutamente atada a la visión eclesiástica, porque, además, su discurso a eso remite. Pero ¿cómo no va a aparecer angelada, con lo inalcanzable e intocable que eso implica, si así fue para Dante en su vida? A su vez, Beatrice tiene voz propia, que se la da él, y él la ubica a final del viaje. Podríamos chicanear que, entonces, el futuro de Dante era femenino (sí, femenino); lo cierto es que las respuestas llegan con ella, su amada -la que le “emparaísa” la mente- es la voz de su conciencia poniendo sus pensamientos en una circulación que parece interminable hasta que ella lo llama y les pone nombre a las incertidumbres existenciales más profundas. Lejos de ser “origen del mundo” o “la mujer detrás del gran hombre”, Beatrice es brújula, conocimiento, acción y esperanza, es el sentido (y los cinco sentidos) de su mundo.

Boccaccio, según Anna y Elena Balbusso

A diferencia de Dante, Boccaccio sí pudo vivir su gran amor con la mujer que, aunque sea de manera diferente, marca su obra. Inmortalizada como Fiammetta, se cree que su amada fue María de Aquino, hija ilegítima del rey Roberto I de Nápoles, que estaba casada con Andrea Thopia, un noble de la corte. Su influencia fue realmente trascendental en la vida del poeta, fue una entusiasta compañera de la búsqueda literaria de Boccaccio, de hecho, hay quienes dicen que fue la impulsora, además de haberle presentado personas importantes para que respalden su trabajo e investigaciones. La relación no pasó a mayores por decisión de ella, convirtiéndose así también en una marca emocional inolvidable para el autor.

Bellas y fuertes

Fiammetta, musa de varios poemas y sonetos, es también una de las protagonistas de El Decamerón (luego de esa fiesta literaria que fue #Dante2018, llega #Boccaccio2018 desde el 27 de julio), la obra cumbre de Boccaccio, escrita “en socorro y refugio de las que aman”.

Los personajes principales son diez, tres hombres y siete mujeres. Todo comienza con la peste negra que arrasa Florencia en 1348. Los protagonistas salen de la ciudad y se refugian en Villa Palmieri. Siguiendo al pie de la letra ciertas reglas, en un escenario que no escatima aromas ni sabores, con una rutina que lúdicamente se vuelve una ritualidad erógena, durante diez días se contarán diez historias nucleadas entre lo sexual y la corrupción de sus tiempos, con todo el ruido que sucede en el medio entre esos extremos y las relaciones sociales.

El Decamerón es volcánico desde muchos puntos de vista. Sacude la historia dando inicio al realismo literario, pero por sobre todas las cosas, porque le da a la mujer todo el poder a través de todos los roles posibles: es narradora, es protagonista y es destinataria. Y en ninguna de esas instancias es minimizada, limitada, pasiva, silenciada o enjuiciada. Esta obra, hedonista en su máxima expresión, llena de vida y sin morales de doble vara (de hecho, se lleva puesta toda doble vara exponiéndola y ridiculizándola), construye una equidad triangulada por el cuerpo (goce carnal), la mente (pensamiento y voz propia) y el alma (se comparte tiempo y espacio). Lo mejor es que esa equidad no se mide en igualdades baratas y demagógicas, más bien resalta el poder distintivo de cada sexo, y, a su vez, el poder diferencial de cada personaje.

Estos conceptos de equidad y autonomía femenina se coronan en Mujeres preclaras, primer tratado sobre mujeres célebres, y obra cúlmine sobre todos los pensamientos sociales y femeninos que atravesaron la vida del autor.

«Una visión de Fiammetta» (1871) Dante Gabriel Rossetti

Algunas de las biografías incluidas en este libro son las de Eva, Cleopatra, Helena, Minerva, Artemisa, Sapho, Venus, Juno, entre otras tantas; sin embargo, el valor real, lo que convierte a esta pieza en un diamante histórico está en la dedicatoria inicial y en las conclusiones.

Si bien está dedicado a la condesa de Altavilla es en ese gesto que se simboliza una llamada de atención concreta a todas: está escrito para las mujeres de su época y representa un reto, las expone a un desafío. Las invita a reconocer sus propias sombras en las actitudes profanas de aquellas elegidas que han hecho historia y a tomarlas como ejemplo.

Se distancia de sus colegas masculinos, a los que advierte de las virtudes que se pierden por el desestimar a las mujeres, pero también hace responsables a las que tienen un lugar de poder o privilegiado señalándoles la posibilidad de hacer algo más sobre el tratamiento que se les da a esas mujeres históricas. En otras palabras, el poeta medieval identifica una cultura de inocencia femenina y subraya que es sostenida por el propio género, e insta a revocarla, a transformar esa visión y, acá el clímax de su lucidez, a hacer valer la relevancia histórica de la existencia y acciones de aquellas que fueron contra lo prestablecido. (De esa cultura de inocencia y sobre el esencialismo femenino siendo un destrato al género ya hablamos largo y tendido por acá.)

Como nota al margen, vale una invitación que nos hace mirar hacia al futuro. Luego de esa fiesta literaria que fue #Dante2018 durante el verano, el ensayista Pablo Maurette convocó a nuevas lecturas masivas en Twitter, entre las que se encuentra El Decamerón. La lectura comenzará el 27 de julio, se lee un cuento por día, todo bajo la órbita del hashtag #Boccaccio2018.

La revolución del sentir

“Amor mi fa parlar, che m’è nel core
gran tempo stato e fatto n’ha su’ albergo

(Ninfale fiesolano, de Boccaccio)

Más allá del guiño tramposo del título al hablar de un presente feminista en el medioevo, a esta altura de la nota no hace falta aclarar porqué se incluye a Boccaccio en esta serie que, de hecho, nace como un borrador personal hace unos cuantos años luego de leer Mujeres preclaras, de ponerlo en diálogo con otras piezas históricas, como las Heroidas de Ovidio, y de sentir el deseo de actualizarlas. Sin embargo, acá estamos, con una actualización que nos lleva de vuelta hacia atrás, hacia el punto de origen; porque además hay algo que nuestro presente exige a gritos y es discernimiento, comprensión de época y de clase, es en este sentido que nuestro poeta en cuestión es sumamente clarificador, ya sea en lecturas directas como en sus entre líneas, así como también a partir de sus herederos.

A Boccaccio también lo encontramos en Shakespeare, Chaucer, Umberto Eco, Borges, Balzac, Goethe, Barthes, entre otros tantos autores que se alimentaron con delicadeza de su sentido del humor y de la tragedia, de su ojo crítico, y también del sentido femenino de sus personajes, incluso entrelazando lo femenino en lo masculino, y viceversa (que, de hecho, ese mix somos).

Boccaccio, según Pietro Benvenuti, pintado en 1825

  

Alberto Moravia decía que Boccaccio demostró tener valores de artista, no de escritor y mucho menos de moralista. Pier Paolo Pasolini lo definió como “el nuevo mundo, el mundo de la evolución”. Vargas Llosa lo recuerda como el hombre que dejó de ser un “intelectual de biblioteca” para pasar a ser un escritor “inmensamente popular”. Los dos últimos hicieron sus propias versiones de El Decamerón, adaptaciones que palpitaron diferentes actualidades, pero “padecieron” el mismo cortocircuito entre aquella juventud irreverente imaginada por el poeta y la realidad que los acogía a ellos: las sociedades modernas, y la referencia a tomar son las clases aburguesadas (a las que Pasolini acusa directamente de decadentes), se llenan la boca de revoluciones, pero en cuanto se les toca algún punto sensible particular se aferran a los viejos ordenamientos, los mismos que dicen querer derribar; no logran ver que lo opuesto de los discursos no los hace diferentes entre sí, siendo exactamente iguales en donde tienen que darse las urgentes diferencias, o sea, en las formas, porque solo así se llega a nuevos fondos.

Y eso es lo que hizo Boccaccio, tocó y cambió las formas de su época echando luz sobre los tabúes corporales, o sea, sexuales y emocionales; una luz que al encenderse invitaba, ni más ni menos, que a sentir (sentirse). Un sentir que terminó por parir al renacentismo y gran parte de las lecturas que gozamos hoy, en un mundo moderno que tiene como tabú ya no al sexo, pero sí, valga la redundancia, al sentir (sentirse), consecuencia directa de esmerarse en desconocer al cuerpo como ese universo no propio que es. Así, lo fatal evidente no es que las transgresiones actuales se parezcan mucho al pasado y nos mantengamos en un limbo, sino que no busquen el pasado mejor, ese pasado que vomitó irreverencia y decantó en un Renacimiento.

 

 

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