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14-06-2018 Notas

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Por Luciano Sáliche y Federico Capobianco | Fotos: Jonatan Marín

La pantalla del celular todavía no marcaba las diez cuando se escucharon los gritos. Un sol enorme alumbraba la plaza con los que se quedaron abrigados hasta los dientes haciendo la vigilia. La noche fue larga pero la presión social en las calles jamás cesó: el Congreso adormilado, en medio de una maratónica sesión pocas veces vista, no podía olvidarse lo verdaderamente importante: las mujeres deciden sobre sus cuerpos. La consigna es feminista y no admite grises: aborto legal, seguro y gratuito. Entonces, sucedió. Media sanción en la Cámara de Diputados por apenas cuatro votos para la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo y esa marea verde empieza a inundar las costas de lo real: de la retórica emancipatoria a una verdadera emancipación.

Es un gran paso pero no está concluido todavía. Las opciones en el debate aún pendulan entre seguir mirando para el costado o alumbrar las zonas oscuras de una realidad que todos vivimos. Eso que la Unión Soviética tiene desde 1920, Reino Unido desde 1967, Cuba desde 1968, Estados Unidos de 1973 y Francia desde 1975 empieza a materializarse en este subdesarrollado y desigual país del sur. Pero, si es como dijo Alan Pauls, que esta es la hora de las mujeres, entonces qué es lo que frena la marea.

Tal vez una posible respuesta sea ésta: la Iglesia Católica es algo mucho más complejo que un costumbrismo despolitizado. Se trata de un factor de poder que se ha colado desde la temprana edad en una sociedad con legisladores que anteponen sus creencias personales y prejuicios dogmáticos a un problema de salud pública. “Salvemos las dos vidas” es un slogan efectivo porque clausura la discusión posicionándose en contra de la muerte. ¿Qué nobleza mayor que esa? Sin embargo, y desde que los pueblos sueñan con la utopía de su autodeterminación, se sabe que quienes hablan “en nombre de la vida” esconden bajo la alfombra un conservadurismo ideológico de alto voltaje.

Caen frente a nuestros ojos las columnas del viejo santuario y Elisa Carrió sigue ahí, estática y exótica como el misterio que es y nadie puede explicar con precisión. El año pasado sacó el 50% de los votos, sin embargo decidió no participar de esta histórica jornada. Durante el mediodía del 13 de junio, mientras los diputados empezaban el debate, ella estaba en una charla con empresarios del agro, por la tarde se limitó a tuitear la foto de una capilla invitando a rezar y durante la mañana de hoy, hizo su aparición triunfal. Llegó al recinto —los legisladores ya llevaban 22 horas y media debatiendo— para votar en contra y montar un espectáculo fiel a su retórica.

Afuera, la media sanción se festejó como una victoria total y, aunque aún no esté concretada, en lo simbólico sí. Al aguardo de su ingreso a un Senado claramente más conservador, las suposiciones antes del fallo en Diputados era que si llegaba, no salía. Sin embargo, los jefes de bloques mayoritarios de senadores —Miguel Ángel Pichetto de la bancada justicialista y Luis Naidenoff de Cambiemos— ya mostraron guiños: con expectativas de reiniciar su tratamiento en menos de un mes, la idea más contundente que presentaron es que no pueden serles indiferentes al efecto imparable. La marea avanza y arrasa.

“En ejercicio del derecho humano a la salud, toda mujer tiene derecho a decidir voluntariamente la interrupción de su embarazo durante las primeras catorce semanas del proceso gestacional”, comienza el proyecto de ley, en su Artículo 1°. En el fondo, de lo que se habla es de libertad. Estas ansias de rebelión —¿acaso esta marea de mujeres no es eso: una verdadera rebelión frente al patriarcado?— proponen, consciente o inconscientemente, un programa, un camino: hacer de este país machista, clasista y xenófobo un lugar de igualdad. Legalizar el aborto es un gran objetivo, pero a ese enorme movimiento ya le queda chico. Debe ir por más. Debe ir por todo.

Las proyecciones generacionales son verdaderamente esperanzadoras. Las madres con sus hijas e hijos en las marchas y en la plaza de anoche y de hoy; cuerpos estudiantiles de secundaria activos generando espacios de reflexión, haciendo propio lo que les corresponde y dando batalla desde ahí, aún resistiendo los embates de los gobiernos y sus fuerzas represivas; miles y miles de mujeres de edades diversas pero con un objetivo común: militar hasta que salga. Por eso, si no era hoy su media sanción sería el próximo año, o el siguiente, o el siguiente —claro, mientras tanto: el derecho vedado— con un nuevo Congreso. No lo sabemos y de nada sirve quedarnos ahí.

El momento, más que nunca, es ahora, a un paso del salto gigantesco en política pública de los últimos años, la fuerza de todas esas generaciones se multiplica. La marea es gigantesca y avanza. Avanza y arrasa. Arrasa y gesta un país más justo. Un país que necesita sacarse de una vez por todas la oxidada ancla reaccionaria de encima.

 

 

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