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Por Luciano Lutereau | Ilustración: Mike Mignola
1.
Cuando un varón ya no tiene nada para darle a una mujer, sólo puede prometerle amor; y cuando ni siquiera le queda el acto de la promesa, no tiene más remedio que amarla.
2.
La masculinidad no es sólo un ejercicio de potencia, sino la simbolización de la potencia, a través de un nombre: el varón es nombrado por la potencia. Vamos a vivir en un mundo masculino mientras se siga pidiendo un “aplauso para el asador” y ninguno para quien cocinó todos los otros días, lavó la ropa, cuidó a los niños, etc.
3.
Cuando apareció “Morrissey” de Leo García me explotó la cabeza. No sólo porque para mí él es el mejor guitarrista del rock nacional –me jugué– sino porque la letra es perfecta –el autor es Pablo Schanton–. Sólo puedo comentar el principio: “¿Sabrá tu novia que escuchamos Morrissey?” es una bomba: es casi una frase impronunciable en voz alta, salvo por despecho, porque pone de manifiesto un secreto (de ahí la referencia al saber) y una práctica cómplice (escuchar). Además, lo interesante es que una relación hétero queda subtendida por una relación homo. ¡Es un comienzo proustiano!
Es un observable clínico además: los varones en pareja con una mujer suelen extrañar a otras mujeres, les toma mucho tiempo dejar los hábitos que tenían con sus ex a pesar de estar con otra. Ahora bien, forcemos la hipótesis: “homo” no es el vínculo de un varón con otro varón, sino la relación con su ex. El verso siguiente lo explica: “Que me extrañás más de lo que ella te extraña”, es decir, el punto de comparación para un varón que extraña es una mujer; dicho de otro modo: al extrañar el varón queda feminizado.
Y ¿cómo suele feminizarse un varón neurótico? Con fantasías homosexuales. Separar ese prejuicio homofóbico es la tarea del análisis muchas veces.
4.
Cada vez más noto que los celos de los varones por sus mujeres embarazadas (el modo en que se ponen demandantes, hacen reclamos sexuales a sus parejas cuando ellas no pueden responder, culpabilizan a las mujeres por la maternidad) no son tanto celos edípicos por sentirse excluidos (celos del niño), sino una forma de castigar a la mujer por la envidia que produce que ella pueda procrear.
Ya en 1930 Melanie Klein hablaba de la envidia de los varones hacia las mujeres por esta capacidad, decía que por eso ellos buscan tanto las tareas intelectuales: para compensar la frustración, así pueden crear. Por un lado o por el otro, si un varón no analiza su envidia hacia la mujer (cuya raíz psíquica es más fuerte que la angustia de castración) seguramente se vuelva una pesadilla para acompañar a una mujer durante el embarazo.
Una defensa neurótica en esta circunstancia es el giro plural “estamos embarazados”, ¿qué protagonismo extraño se pretende con esta afirmación? Leía ayer una estadística que dice que más del 70% de las parejas se separan en los primeros dos años después del nacimiento. Creo que no sólo hay que atender a las consecuencias psíquicas de la maternidad en la mujer, sino a la posición desde la que un varón transita ese recorrido. En un mundo que destituyó la masculinidad (como vengo sosteniendo hace un tiempo) la envidia hacia la mujer puede ser una forma de misoginia mucho más potente que la de considerarla un objeto.
Etiquetas: Amor, Embarazo, Leo García, Luciano Lutereau, Masculinidad, Mujer, Varón