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Por Bárbara Pistoia
“Entre el mundo externo y nosotros, entre nuestras emociones más íntimas y nuestro propio yo, los fenecidos siglos han elevado espesos bardales. Se nos ha querido imponer la obsesión de un eterno y mustio universo, de ramaje agobiado bajo las grises telarañas y larvas de pretéritos símbolos. Y nosotros queremos descubrir la vida. Queremos ver con ojos nuevos. Por eso olvidamos la fastuosa fantasmagoría mitológica, que en toda hembra lúbrica quiere visualizar una faunesa y ante las formidables selvas del mar, inevitablemente nos sugiere, con lívida sonrisa encubridora, la visión lamentable de Afrodita surgiendo de un Mediterráneo de añil ante un coro de obligados tritones…
La miel de la añoranza no nos deleita y quisiéramos ver todas las cosas en una primicial floración”.
Jorge Luis Borges
Al margen de la moderna estética, Revista Grecia #39. Sevilla, 1920
Escribe Bioy en su diario (Descanso de caminantes. Sudamericana, 2001) “De Borges pudo decirse: Vivió y murió entre gente con la que no se entendía. Como todo el mundo. Particularmente, sus últimos años me hacen pensar esto”. Inmediatamente recuerdo al fotógrafo norteamericano Richard Avedon, amo y señor de los retratos del siglo XX, que tuvo dos encuentros con el escritor argentino, uno fallido y otro redentor, pero que lo marcaron asombrosamente interfiriendo, incluso, en su trabajo; y lo recuerdo porque su relato sobre esos encuentros es de los más conmovedores entre todas las experiencias narradas en sus libros Portraits y el documental Darkness & Light, pero, además, porque nos entrega un Borges pocas veces explorado, sin ironía ni parafernalia, sin la ansiedad por la anécdota excéntrica y vivaz.
“Fotografío lo que más temo, y Borges era ciego”. Ese fue el desafío que encontró Avedon en 1975 cuando se cansó de una carrera desbordada de logros. “Llegué a ese momento en el que no quería hacer más retratos, no me interesaba ninguna persona de fama o de poder más”.
Todo el mundo quería ser fotografiado por él, y no es para menos, esas fotografías funcionaban como un certificado absoluto de importancia. Esa ambición de los famosos y poderosos no menguaba a pesar de lo que no era para nada un secreto: las sesiones con él eran realmente crueles, siniestras, siendo señalado por la mayoría como un psicópata. Él se fundamentaba diciendo que “todos actuamos, no es intencional, y es natural que al posar para un fotógrafo le ofrezcamos una sonrisa que no sea la personal. Pero incluso en ese momento, frente al fotógrafo, en algún lugar está la rabia por algo o alguien, y al rato de estar ahí vamos a sentir hambre, ganas de estar en otro lugar, y nos va a pesar lo que nos pasa. Y eso es lo que yo valoro, es esa otra intensidad lo único que me interesa fotografiar”. Para llegar a ese punto todo valía: noticias trágicas falsas, hacerlos pasar hambre, demorarlos por horas dejándolos encerrados, fingir cortar las sesiones e irse, etcétera. Buscaba la dulzura en los duros, la dureza en los tiernos, el desamparo absoluto del otro. El propio Henry Kissinger le pidió “por favor, sea indulgente conmigo”.
“Mientras que pensaba dejar los retratos, tenía más que claro que había tres personas que admiraba enormemente y quería realmente fotografiar”. Esas tres personas eran Francis Bacon, Samuel Beckett y Jorge Luis Borges.
En pleno viaje hacia Buenos Aires para visitar al escritor, la madre de Borges fallece. Pensó que, dado el vínculo que tenía con ella, la cita sería cancelada, pero no. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, se concretaba el encuentro.

Foto de Richard Avedon en Buenos Aires
“Llegué a su apartamento y me encontré a mí mismo en la oscuridad. Estaba sentado en una luz gris, en una silla pequeña, y me señaló con su mano que me sentara a su lado. Casi inmediatamente me dijo que admiraba a Kipling y me pidió que le leyera. ‘Ve a la biblioteca y busca el séptimo libro desde la derecha del segundo estante’. Lo hice. Me dijo qué poema de Kipling quería escuchar, era The Harp Song of the Dane Women, y se lo leí. Se sumó en algunos pasajes. Luego me preguntó si yo sabía anglosajón; si prefería leyenda o elegía. Elegía, aventuré. Me explicó, mientras preparaba su recitado, que su difunta madre yacía en la habitación de al lado, y que sus manos se crisparon de dolor justo un instante antes de su muerte. Entonces describió como él y su sirviente habían estirado cada uno de los dedos de ella, uno por uno, hasta que sus manos descansaron sobre su pecho. Finalmente, recitó la elegía anglosajona, con su voz elevándose y cayendo en el cuarto oscuro”.
Esta especie de preludio dio paso a los retratos. “Cuando lo vi por primera vez en la luz, era mi luz”, dijo el fotógrafo. Pero, así y todo, no logró las piezas deseadas, describiendo el resultado como “fotos vacías”. El cazador había sido cazado de tal manera que explica, a insólito corazón abierto tratándose de él, “me abrumaron los sentimientos (…) y de tal manera me abrumaron que no logré poner nada de mí mismo en esos retratos”.
Al año siguiente hubo revancha en Nueva York, y el retrato obtenido nos devuelve a un Borges en suspenso, mirando un horizonte incierto, mucho más sólido que el Borges de Buenos Aires, donde se lo veía simplemente como cualquier mortal, en una solitariedad sin nada que contar frente a la cámara, una foto que, a la inversa de todo mito, le robó el alma al retratador y parió un registro fotográfico burocrático.
El relato de Avedon continúa, y en esa continuidad sigue exponiendo lo que significaron para él esos encuentros en los que fue prácticamente devorado por Borges. “Cuatro años después leo una crónica de Paul Theroux sobre su visita a Borges, y fue como leer sobre la mía. De alguna manera, parece que Borges no hubiera tenido visitas. La gente que venía de afuera solo podía existir para él si formaba parte de su propio mundo interior, el mundo de poetas y sabios que eran su verdadera compañía”. Y concluye “no permitía ningún intercambio. Él se había tomado su propio retrato hacía tiempo atrás, y yo solamente pude fotografiar eso”.

Foto de Richard Avedon en Nueva York
Y ya que estamos en Nueva York, y que al escribir podemos viajar aún más en el tiempo, nos vamos a 1969 para dar con otro encuentro fotográfico inolvidable que tuvo Borges. Los registros que le hizo la sensible y misteriosa Diane Arbus -el hada madrina de los personajes más exóticos y los marginados neoyorkinos- son de gran magnetismo. En el Central Park, Borges se para frente a la gran observadora de los freaks y el retrato que le hace lo vuelve automáticamente una más de sus criaturas. Hay una segunda imagen: Borges junto a Elsa Astete, su mujer de aquél entonces. En esa fotografía se refuerza la idea de verlos hechos a medida de esa especie de Wonderland que Arbus construyó para sí y a través de cada una de sus fotos, siendo ese el refugio donde la desprotección -de sus retratados, pero sobre todo de ella- se volvía fortaleza y desafío, componiendo un lenguaje en común que permitía otro tipo de vinculaciones para hacer menos ardua la sensación de soledad irreversible, inescapable, también confusamente deseada y confusamente despreciada con la que habitamos este mundo.
A lo largo de su vida supo ser fotografiado por los más grandes fotógrafos. Cada uno muestra un Borges diferente. Pero con esta expresión, que a priori es más que obvia, quiero decir mucho más: es a través de la fotografía que mejor vemos que Borges no es uno solo ni unos cuantos, es mucho más. Todo el tiempo hay una interferencia, un otro Borges que se interpone mientras él, como si fuera un camaleón, se mezcla con la escena y con toda esa otredad que implica alguien atrás de una cámara, sabiendo que algo más grande que él, pero que a su vez es él mismo, tomará el resto, ese resto que siempre trae consigo la fotografía y que la convierte en una historia en sí misma. Una historia que eterniza un momento único, irrepetible, y que en el observar del resto nunca más volverá a ser igual.

Foto de Diane Arbus (1969)

Foto de Diane Arbus (1969)
¿Es posible saber cuántos Borges hay? Una manera de responder esa pregunta sería saber cuántas bocas hay. Borges va y viene en las bocas. Todos tenemos algo para decir de él, incluso los que no lo leyeron, los que no lo entienden o no quieren entenderlo, los que repiten anécdotas y frases (chequeadas o no), los que lo desprecian. Y claro, estamos los lectores, los que lo dejamos entrar a nuestra vida a través de la mirada y la atención, emocional e intelectual, y nos podemos dar el lujo de decir que Borges vive en nuestra boca. Y, por ende, es “mi Borges”, “tu Borges”, “el Borges de Fulano / Mengano…”. Pero nunca será, no hay manera alguna, “nuestro Borges”. Como todo aquello que sucede en la boca propia, y como todo aquello que sucede en una boca uniéndose a otra, Borges vive ahí en estado perpetuo de única vez, inatrapable. Como el momento fotográfico.
Sí, podremos coincidir desde la escritura. Por ejemplo, yo prefiero leer y releer sus ensayos y críticas; también puedo decir que uno de mis personajes predilectos, incluso más allá de él, es La Viuda Ching. Entiendo que en un intercambio así podemos construir un Borges en común, pero no sería uno real, sería un punto de encuentro efímero, como todo encuentro de gusto literario que coincide sin interpelaciones y, entonces, ofrece una apertura y un cierre que se diluye. Nada menos borgeano que ese suceso, porque, además, en ese diluir se pierde lo esencial de la experiencia lectora, o sea, el modo en el que sobreviven esas lecturas predilectas en uno, en un cuerpo que, obviamente, tampoco nunca es el mismo.
En el caso de Borges, además, hablamos de un cuerpo que nunca logra una intimidad única con su obra. ¿Por qué? Porque siempre está él. Entonces, el escritor que vive en nuestra boca -y por las bocas va- se vuelve un enunciado, una visión, una conversación, una historia, un momento, un zumbido, pero también un conocerse con otro, en el Borges del otro, en un despertarse a través del Borges de otro, en un regalo para el Borges de otro, en un beso borgeano. O sea, siempre está Borges provocando nuevas intervenciones. Está claro que en algún momento no fue así, en esa contemporaneidad inmediata e inicial seguramente la vinculación era diferente, pero hoy por hoy, sobre este planeta, ya no queda nadie ajeno a esta dinámica.
Por eso podemos jugar a unir esa cantidad indescifrable de Borges bajo una misma idea y hablar de él como una definición, pero no, justamente, hablar de lo que define: al ser definido ya cambió, ya pasó, ya es otro. A su vez, también es importante remarcar que esa “definición indefinible” se da también desde el rechazo: el “yo no leo a Borges porque era un gorila”, por ejemplo, más allá de los equívocos que esa frase hecha contiene, es un claro ejemplo de autocensura -intelectual, emocional, existencial- que nada tiene que ver con la experiencia literaria, pero, sobre todo, la cívica y cultural que intenta “honrar”. Una buena manera de entender a Borges, o al menos de intentar acercarse, es saber que aun hablando más fuerte que él, o encima de él, aun corriéndolo, él siempre va a tener la última palabra, el último silencio. Lo que no quita que uno, igualmente, se permita la irreverencia, claro.
En ese triángulo amoroso inquebrantable que conforman la lectura, la escritura y el habla, Borges no descansa en paz, vive en una plena metamorfosis que (nos) puja y toca.

Foto de Ferdinando Scianna en Selinunte

Foto de Sara Facio

Foto de Gisèle Freund

Foto de Caio Goldin
Murió un sábado 14 de junio de 1986. Bioy en su diario cuenta como se enteró, lo que sintió, y se deja llenar la boca de todos los Borges posibles mientras repasa ese momento: “Almorcé en La Biela, con Francis. Después decidí ir hasta el quisco de Ayacucho y Alvear, para ver si tenía Un experimento con el tiempo. Quería un ejemplar para Carlos Pujol y otro para tener de reserva. Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre Eddas que me mandaron hace meses, me saludó y me dijo, como excusándose: «Hoy es un día muy especial». Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: «¿Por qué?». «Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra», fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: ‘Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez’. Pensé: ‘Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana… tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar’. Yo, que no creo en otra vida, pienso que si Borges está en otra vida y yo ahora me pongo a escribir sobre él para los diarios, me preguntará: ‘¿Tu quoque?’.”
Es indistinto hablar de si Borges creía o no en otra vida, porque, de hecho, la tiene, tiene muchas, todo el tiempo y en paralelo. No tuvo opción, porque a él también le llegó un momento, sin vuelta atrás, en el que nunca más, entre él y el mundo exterior, tampoco dejó de estar Borges. Ese Borges inmenso, inabarcable, conmovedor, abrazable -y justo cuando uno se rinde en ese abrazarlo él se desintegra, como todo cristal, como toda ilusión, volviendo a ser un perfecto desconocido inabarcable, conmovedor, abrazable… Dándonos la oportunidad de verlo siempre con ojos nuevos.

Foto de Gisèle Freund

Foto de Sylvia Plachy

Foto de Ronald Shakespear

Foto de Pedro Luis Raota
Etiquetas: Adolfo Bioy Casares, Barbara Pistoia, Diane Arbus, fotografía, Jorge Luis Borges, Literatura, Richard Avedon