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19-06-2018 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

Todo empieza con lo cotidiano. Una mirada que se posa una, diez, cien veces sobre la misma escena y de repente, casi por cansancio, un atisbo de extrañamiento hace que eso se vuelva una idea. Es un gesto que late incontrolable dentro de todo ser humano: la imaginación. Desde el realismo más gris hasta la más estridente ciencia ficción, el punto de partida es observar la cotidianidad que nos rodea, nos abraza, nos asfixia. Pero, ¿cómo representarla luego? En Simbolismo (1910), el escritor ruso Andréi Bely separa la imagen real de la artística. La primera, dice, depende del contexto, en cambio la segunda es subjetiva y autónoma, funciona sola. Esto significa que en la ficción no se necesita demasiadas explicaciones. Desde luego, es un trabajo de ingeniería, la construcción de un verosímil, una trama, una historia que no contempla la totalidad porque —¡por suerte!— no es la realidad .

Todo lo que nos pasa (Hojas del sur, 2017) de Samantha San Romé es el exemplum de cómo sacar agua literaria de las piedras del costumbrismo más arraigado. “La dueña de mi departamento no termina de quererme porque soy de escorpio”, es la primera oración de la novela y de esa forma casi elemental se plantea toda la escena que deviene en nouvelle. La protagonista y narradora se llama Julia, y mantiene diálogos frecuentes con Bety, la propietaria de su hogar temporal. De vez en cuando chatea con Tomás, su ex novio, y habla con su mamá separada y depresiva. La trama es un rombo narrativo: no se mueve de esos cuatro personajes pero se centra, sobre todo, en el diálogo entre dueña e inquilina. Y aunque la pregunta por la riqueza literaria sólo se puede responder en la empiria, leyéndola, la clave está en el intercambio confesional de estas dos mujeres de carácter y distinta generación que comparten experiencias opuestas pero provechosas.

Se dicen: “El amor nos hace a todos iguales”. También: “Hay que bancarse los recuerdos”. Y más adelante: “No creer en nada también es una religión”. Hay una suerte de terapia grupal de apoyo mutuo, también reflexión filosófica y mucho de entrelazar subjetividades femeninas. Son, además, dos mujeres que se permiten la duda, la tristeza, la alegría. Como si la intimidad de su diálogo les permitiera despojarse del hermetismo social. Por momentos esperan que la felicidad les caiga encima, así de repente, como una bendición del cielo, pero de pronto se miran como si la vida fuera una estafa. “El amor es lo que sobrevive a todo lo que amamos”, dirán también para dejar en claro una suerte de breve moraleja: si algo aprendimos de la cotidianidad es que hay que bancarse la vida.

«Todo lo que nos pasa» de Samantha San Romé

II

Cuando el estalinismo se instaló definitivamente en la Unión Soviética, la literatura padeció el autoritarismo. En 1934, por iniciativa del Comité Central del Partido Comunista, se creó la Unión de Escritores Soviéticos, y esa idea original de camaradería y vanguardia estética fue mutando con el tiempo hasta volverse opresiva. El realismo socialista era la corriente de la época y se basaba en narrar la Revolución, el trabajo de las clases obreras y su cotidianidad, y sobre todo acercar el arte al proletariado. Describir un país donde había triunfado la igualdad tenía su encanto.

Sin embargo, con el tiempo esa corriente pasó a convertirse en un mandato, en una imposición —muerto Lenin en 1924, expulsado ya Trotsky en 1929, todo fue persecusión y burocracia—, en un vagón al cual obligatoriamente había que subirse. El escritor profesional que no se inscribía en la Unión de Escritores Soviéticos era expulsado del país. En términos estéticos sucedía algo similar: no escribir realismo socialista implicaba una discriminación que, más temprano que tarde, concluía en el gulag. Le sucedió a Borís Pasternak, acusado de “subjetividad”. Ya se sabe: si el arte no es libre, si no se garantiza la autonomía crítica del artista, todo se va al tacho.

Entonces, ¿cuál era el valor de lo cotidiano en la Unión Soviética del dictador Iósif Stalin? Un adormecedor achatamiento: el simple hecho de narrar “la vida común” no la volvía inquietante. Hay que montar un artefacto que no haga de la literatura un repetidor de los sentidos cristalizados en el status quo. Bueno, puede ser ese repetidor, pero eso ya no sería una literatura disruptiva. Sería, tal vez, la literatura que quería Stalin. ¿Y qué escritor, hoy, realmente quiere hacer eso?

III

El realismo no siempre es lo que podríamos llamar literatura de lo cotidiano. De hecho, lo que los separa es su posición frente a lo real. El realismo, sobre todo el socialista, tenía como objetivo representar con fidelidad la realidad, incluso a sabiendas de que la subjetividad siempre aparece —escribe un sujeto, no una máquina— en forma de idealización, repugnancia o lo que fuere, porque el lenguaje no es un objeto inanimado. ¿Es Todo lo que nos pasa una novela realista? Desde luego que no. No se propone funcionar con las reglas de lo real. Se permite la pulsión de lo imaginario. Se permite ser literatura.

En el cuento “La muerte y la brújula” —publicado en 1942 en la revista Sur y en la colección Ficciones dos años después—, Borges le hace decir a uno de los personajes que “la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante”. En efecto, la realidad es algo inabarcable, incluso desde el lenguaje, que nunca empieza y nunca termina, que no tiene verosimilitud, es decir: simplemente sucede. Si hay un destino escrito, un clímax, un punto de quiebre, un final… eso ya sería metafísica. A la realidad no se le puede exigir nada. En todo caso, se la transforma políticamente. En cambio, en la narración hay reglas que implican, en primera instancia, que el lector se interese por la trama. Hay libertad.

Samantha San Romé (Foto: Candela Romano)

IV

El movimiento de Todo lo que nos pasa es el de atrapar un fragmento de lo cotidiano, encerrarlo y exponerlo. Como el estuche de un anillo que se abre: es eso, miralo, adoralo, ponételo, sentilo y volvelo a mirar. No importa el contexto exterior que envuelve las charlas entre Julia y Bety —trabajos, transportes, orígenes— porque finalmente están sucediendo ahí. Y es en ese aquí y ahora donde se plantea la novela.

La austeridad de la prosa pulida, la síntesis de los conceptos y la búsqueda del tono confesional dan cuenta de la carga poética de Samantha San Romé, lo que la distancia aún más del realismo. No sólo porque sus dos libros anteriores —Permanente y Ojalá el tiempo no fuera una prisión— son poemarios, sino también por el silencio que se permiten los personajes, los suspiros, la pausa contemplativa.

“Los humanos hablamos en clave de poesía todo el tiempo, pero no lo percibimos porque casi no nos escuchamos”, escribe Juan Solá en el prólogo. En Todo lo que nos pasa, lo cotidiano es intensamente poético y, en algún punto, libre. Por su brevedad, su abstracción, los silencios meditados, la reflexión, la inocencia del extrañamiento, la forma en que condensa un universo, aquí lo cotidiano es intensamente poético. Quizás en la realidad, de este lado de las páginas, a veces, también lo sea.

 

Todo lo que nos pasa 
Hojas del sur, 2017
Samantha San Romé
128 páginas

 

 

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