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29-06-2018 Notas

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Por Enrique Balbo Falivene

En el invierno austral del setenta y ocho, en un turbio, gris y desolado pueblo de provincias, en vísperas del mundial de fútbol, mientras la radio y la prensa inundaban los atribulados hogares con cuestiones: ¿quién es el peluquero del Conejo Tarantini…? ¿Qué le dijo Videla a Mario Kempes…? ¿Qué comen los atletas y quién es el cocinero de nuestros internacionales…? ¿Por qué el Beto Alonso vestirá el dorsal uno y Fillol el cinco…? mi padre salía a la calle munido de una banqueta, un grueso abrigo con cuello de piel, un cuaderno Gloria de tapas duras y un lápiz.

Esta fue su forma, no creo que premeditada, de huir de los fastos mundialistas, de escapar de la pulsión futbolera. Empezó entonces, encogiendo su corpachón de metro noventa en esa pequeña banqueta y aguantando el frío aterrador de la noche, a elaborar una serie de estadísticas inútiles. En ese primer cuaderno (luego vendrían muchos más) apuntó las circunstancias de la calle: “… de cada diez coches que circulan por esta arteria siete giran a la derecha, dos hacia la izquierda y uno estaciona; todas las mujeres, sin excepción, tienden a caminar hacia la izquierda; la ventana de la casa amarilla apaga la luz hacia las once de la noche, salvo los sábados; los perros que hurgan la basura son los más grandes mientras los pequeños otean el entorno, la gran mayoría son pardos con algunos tonos amarillos en su pelaje; los murciélagos entran en las torretas de las chimeneas por grupos, las hembras entran antes; de cada veinte ratas nueve son negras, cuatro son pardas, pero siete son silenciosas, independientemente de su color; el sonido del camión de la basura es clin, clan, clun, siempre en este orden…”

Más o menos para estas fechas un hombre, tan desclasado como mi padre, triunfaba en el otro extremo del mundo con un disco; al igual que él no sabía -no podía saberlo-, que estaba construyendo una revolución íntima y particular. Ese hombre era un americano del norte, su disco se titulaba Cold Fact (1970) y rompía todas las reglas y esquemas del apartheid sudafricano.

Sixto Rodríguez (1942. Detroit, Michigan) editó luego de Cold Fact un segundo trabajo, Coming from Reality (1971) y poco después fue apartado del sello discográfico: en Estados Unidos había vendido exactamente seis copias.

A partir de aquí Rodríguez desapareció y ya nadie volvió a tener noticias del músico. Sin embargo, cuenta la leyenda, alguien viajó a Sudáfrica con un ejemplar de Cold Fact en la maleta y el vinilo pronto empezó a circular entre los jóvenes contrarios al apartheid. Rodríguez y sus canciones se convirtieron en un himno contra la segregación racial dada la fuerza de sus composiciones y de su música.

Es sabido que el inglés es un idioma preciso, no muy amigo de rodeos,  al contrario que nuestro castellano que tolera frases largas y hasta las alberga con comodidad. Rodríguez, americano de origen mexicano, conocía perfectamente esta circunstancia y, como tal, escribe por ejemplo en Cause:

Cause i lost my job
two weeks before Christmas
and i talked to Jesús at the server,
and the Pope said:
it was none of his god damned business.

Resulta conmovedor el comienzo desde la certidumbre de haber perdido el trabajo nada menos que en vísperas de navidad y, además, que Dios te atienda en un retrete y que el Papa te diga que ese no es su maldito problema.

O en I think of you, en donde incursiona en el amor con una métrica ajustada y verosímil; anuncia el músico que es sólo una canción que “escuchábamos juntos y que sólo quiere recordarla”. Ya prefigura lo que vendrá después, pero debido a su sencillez no redunda y remata los estribillos con un austero, pero efectivo,  “pienso en ti”.

Just a song we shared, I’ll hear
Brings menories back
When you where here.
Of your smile, your easy laughter,
Of you Kiss, those moments after
I think of you,
and think of you.

La música de Rodríguez siguió creciendo y la censura lo ayudó: algunas canciones fueron prohibidas. Pero ya sus seguidores se contaban por miles en Australia, Sudáfrica, Nueva Zelanda con un hecho común: nadie sabía quién era. Así la rumorología fue en aumento. Rodríguez se transformó en un fantasma que se había quemado a lo bonzo; se había suicidado de un disparo en un oscuro bar inglés durante una actuación; era un alcohólico e indigente que vagaba con una guitarra a la espalda; se había marchado a vivir a una isla; la heroína lo había consumido; tocaba en prostíbulos entre nubes de humo y proxenetas.

Pero ya se sabe que los fantasmas a veces aparecen; alguien, veinte años después, se decidió a buscarlo. A partir de las letras de sus canciones, y de otras referencias geográficas muy vagas, se intentó constatar si el autor que ya iba por varios discos de platino estaba vivo o muerto. Y en uno de los anuncios publicados en Estados Unidos alguien respondió: era una de sus hijas.

Rodríguez seguía (y sigue) viviendo en su ciudad, una de las más feas y decadentes del mundo: Detroit. Era obrero de la construcción y confesó que al ver que la discográfica lo había despedido y que sólo había vendido seis  copias, resolvió seguir con su trabajo de albañil. Vivía humildemente y el éxito sudafricano no lo amedrentó.

Toda esta historia puede verse en un documental soberbio: Searching for Sugar Man (2012) del realizador sueco (desde Suecia a veces llegan este tipo de humanidades) Malik Bendjelloul.

Aunque el documental tiene algunos ripios y otras lagunas, los juzgo necesarios para la concreción de la historia y el argumento. Puedo certificar la historia de Rodríguez; conocí su álbum en los noventa, en casa de un coleccionista de vinilos en Roma, que volvía de un desesperante viaje por Oceanía. Su obra es enorme, comparable quizá en los setenta con la de Bob Dylan; sus versos son los de un adelantado, sus preocupaciones nunca mundanas. Rodríguez es un artista para frecuentar una y otra vez.

Con respecto a mi padre, que ya cansa casi ochenta años igual que Rodríguez, siguió elaborando estadísticas inútiles al compás de la progresión alocada del deporte rey. Pero como no había habitación que alojar a tantos cuadernos empezó una síntesis. Compuso cuadros sinópticos y dibujos. Creó una serie de grafismos y un idioma con figuras y colores que transcribían todos los textos de los cuadernos. Representó en sendas láminas que colgaba como ropa de una cuerda con unas pinzas. Había creado un idioma que sólo él leía, un idioma con símbolos de colores.

Antes del ochenta y tres mi padre dejó la casa y se instaló, solo, en el campo. Su trabajo desapareció por completo. Nunca nos pudimos explicar cómo no quedó ni una sola imagen. ¿Correrán esos grafismos la misma suerte que la música de Rodríguez? No podemos saberlo, sólo podemos constatar que tanto Rodríguez como mi padre tienen que haber pasado una larga temporada muy solos pero aguantaron. Al final se trata de eso, de aguantar en silencio con el espíritu adecuado.

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