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15-08-2018 Notas

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Por Joaquín Rodríguez

Llego a las inmediaciones del Congreso cerca de las 18 horas. Es una tarde gris y fría, y pronto comenzará a llover. Un vallado enorme divide dos mundos antagónicos: el celeste, teocrático, medieval y estructurado; y el verde, libre, ruidoso y decidido. El primero está apostado sobre la calle Hipólito Yrigoyen, y se extiende desde Av. Entre Ríos hasta Sáenz Peña, y el segundo comienza en Callao y Rivadavia culminando en la intersección de 9 de julio y Avenida de Mayo.

Cuando las primeras gotas caen sobre el asfalto, cruzo el cordón policial que separa la modernidad del reino antiguo. Me sumerjo, lento y respirando profundo, entre banderas argentinas y jóvenes viejos que caminan enfundados en tapados costosos. ¿Qué hice para estar acá?, pregunto; enseguida lo recuerdo. No viene al caso. Saco el teléfono y tomo algunas fotos del merchandising a riesgo de que los manifestantes me acusen de robarles el alma.  Hay pines de pequeños fetos —más bien de bebés en edad avanzada—, imágenes esotéricas y los pilotos bestseller amarillos del diputado Olmedo, a uno por 30 o dos por 50.

A diferencia del día en que el proyecto por la legalización del aborto se trató en Diputados, los celestes multiplicaron su poder de convocatoria, aunque todavía es pequeño en comparación a la facción verde. En esta ocasión hay mayores estructuras; carpas sobre las veredas, mesas donde se sirve café, y gazebos de las pastorales copados por gente que se guarece de la lluvia. Muchos llegaron en grandes micros de larga distancia. Otros, en cambio, parecen haber bajado del Arca de Noé, sin escalas.  

El agua transforma el pasto en un lodazal. Un ejército de paraguas y capotes domina la escena; ahora sí estoy en una plaza de armas. Pronto aparecerán los caballeros prestos para la contienda, con sus corceles repletos de guirnaldas de colores, haciendo sonar sus cascos mientras las armaduras brillan; o a Clint Eastwood, listo para batirse a duelo con algún forajido de cara fea, aunque aquí, ese cowboy republicano sería considerado un moderno. Empapado, me meto bajo uno de los toldos, donde me reciben tres niñas con pañuelos celestes al cuello. Les pregunto si vinieron solas o con alguna agrupación. Me dicen que sí, que vinieron en grupo. Les pido hablar con alguien y me contactan con una señora vestida de traje gris. Pregunto por algún referente; “el cura está confesando”, me dice, y lanza: “¿Te querés confesar?”. Estoy trabajando, respondo, pensando que nunca me habían hecho una propuesta tan indecente.

Espero un rato bajo la estructura de lona. A mis espaldas hay una mesa larga con varias imágenes de la virgen María en sus diversos outfits. Pido sacar una foto. Una mano foránea se mete y da vuelta la estatua mayor. “La virgen de Luján tiene que salir de frente”, me dice riendo. Hago tres capturas y le agradezco. Un sacerdote aparece a mi lado; debe acusar unos 65 años. Es serio y tiene una voz gruesa, que resuena con fuerza. Se presenta como Mario, oriundo de San Rafael, Mendoza, y promete quedarse hasta que el debate termine. Conversamos un rato, siempre con un hombre de aspecto setentoso como guardia pretoriana de nuestro encuentro. Nos mira de reojo, simulando observar hacia afuera, pero escucha con atención. En algún lugar de su cuerpo policial hay un tatuaje con tres A.

Termino la entrevista y el religioso me despide diciendo “que dios te bendiga”. “QUE DIOS LO BENDIGA A UD.”, respondo con violencia. A esta altura, para mí, equivale a decir “andá a la concha de tu madre”. Pero Raúl me agradece y sonríe. Enseguida aparece de nuevo la señora de traje y me presenta a su hijo. Julián no tiene más de 25 años pero su alma ya carga con 80. Es militante de Unidad Provida, y durante nuestra conversación las palabras “adopción” y “contención” serán el leitmotiv de su discurso.  Tras la nota, saludo a todos y vuelvo a la calle, donde los parlantes lanzan cantos litúrgicos. Siempre critiqué al trotskismo por el abuso del megáfono en sus actos; sin embargo, la situación empeora cuando se lo utiliza para replicar oraciones.

Mojado, enojado y algo tenso, serpenteo entre las banderas argentinas, esquivando los charcos que cada vez son más. Llego hasta otro gazebo que dice “Prensa”. Una mujer me recibe en la puerta. Está junto a un hombre con aspecto de pastor del sur de los Estados Unidos de la década del 50. Seguro flipa cuando conozca a Elvis, pienso. Pido hablar con alguno de los organizadores. Ella me dice que va a consultar y me deja esperando afuera, tras una valla. No hay nadie disponible, anuncia, pero me da una gacetilla. Allí están expresadas las principales proclamas del movimiento y el cronograma de actividades para esa tarde. Tocan “Kiosco” y “Rescate”, dos bandas parte del mainstream del rock cristiano, si es que tal aberración existe. No sé si efectivamente el show se pudo realizar; por suerte no me tocó presenciarlo. Me pide mi teléfono para enviarme información. No sé muy bien por qué, pero accedo. Evidentemente, una jugada del inconsciente me previno de tratos futuros con personas indeseadas, porque, según recuerdo, erré en uno de los números que le pasé.

Ya tengo testimonios y percepciones personales suficientes como para darle forma a la nota. Encaro por Yrigoyen rumbo a Plaza de Mayo, esquivando gente que reza a viva voz. Desde los parlantes se anuncia el arribo de una senadora de Tierra del Fuego que arengará a la tropa en unos minutos. Ya es de noche y cada vez más personas se suman a la marcha. Desde el otro lado de la frontera, se oyen los bombos y cánticos de un grupo de pibas. “¿Por qué no se callan?”, pregunta una señora al lado mío, a lo rey Juan Carlos frente a Hugo Chávez. Para algunos todavía el silencio es salud. En el último trayecto antes de salir del grueso de la concentración topo con un grupo de personas. Hay tiempo para una charla más, me digo, mientras saco el teléfono. Les pregunto de dónde son, a qué vienen y qué expectativas tienen. Una muchacha de menos de 40 años toma la palabra. Es abogada y me da una lección sobre tratados internacionales, pero mi cabeza vagabundea por los puestos de choripanes aledaños y apenas capto los puntales de su prédica. Un segundo antes de que termine de hablarme me despabilo y le hago una última pregunta improvisada. “¡Ja! Elegiste a la indicada, eh, qué respuestas”, lanza uno de los compañeros de la mujer. La verdad es que, mientras me alejo, me doy cuenta que nunca prendí el grabador. Una lástima.

A pocas cuadras la liturgia merma, aunque todavía quedan algunos personajes con ropas gauchas boyando por la zona. Enciendo un cigarro y leo la gacetilla de prensa apoyado en un contenedor de basura. La bufanda que ronda mi cuello está empapada y ya no tiene caso usarla. Me relajo. Atrás queda una incursión con una cuota de riesgo; una adrenalina sutil alimentada por las sucesivas imágenes y relatos de violencia contra quienes simpatizaban con la legalidad del aborto por parte de sus detractores. Ya fuera del perímetro eclesiástico, imagino cuando llegue el Renacimiento a ese lugar. Ojalá descubran pronto las maravillas de Leonardo, o la grandeza de Miguel Ángel. Ni hablar de artistas contemporáneos como Bowie o Lennon; qué osadía.

Desde alguna parte de la multitud verde, Ceci me manda un mensaje. “Si necesitás paraguas, en la carpa del sindicato tenemos”. Al fin una caricia. Me despido del control policial reparando en la cara de estúpidos de los agentes, mientras me recibe el tronido de las batucadas que cientos de mujeres conducen con entusiasmo. Por Avenida de Mayo la masa está dispersa, y se mueve de un lado al otro de los escenarios montados a lo largo de esa arteria. Las endebles estructuras de lona comienzan a danzar al ritmo de ráfagas de viento que aumentan su fuerza a medida que la ciudad oscurece. La tormenta se avecina más agresiva de lo que ya es pero nadie acusa recibo. La lluvia es intensa. Igual, ahora ya no me molesta.

 

 

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