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31-08-2018 Ficciones

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Por Sergio Fitte | Foto: Frederico Agustín

El día comienza más o menos parecido para las dos. Ambas tenemos turno para abortar. No nos conocemos ni lo haremos nunca. No somos del mismo ambiente. Ella nació con estrella y yo estrellada, diría mi tía Carmen. Para ella debe ser una de las primeras veces que no toma colación alguna cuando se levanta. A mí, por el contrario, no me cuesta nada concurrir en ayunas. Siempre ando en ayunas.

Tengo que subirme a dos colectivos y caminar como 10 cuadras, según me dijeron, según lo tengo dibujado a mano en el planito que me dieron, hasta llegar a la casa de la señora Herminia. Porque se llama de esa manera. Para que la historia, mi historia, fuera verdad, se debe llamar Herminia la partera. De ninguna manera se hubiese podido llamar María de los Ángeles, por ejemplo. Y si por un puto guiño del destino la señora se hubiese llamado María de los Ángeles, una ley de mierda, antes de que me atendiera a mí, le hubiese cambiado el nombre por decreto a Herminia. Entonces, estamos con que me tengo que tomar el colectivo y después patear las cuadras hasta lo de la señora. Herminia.

En cambio a ella la van a llevar en remís. O a lo mejor la van a llevar con alguno de los choferes. Porque ella tiene choferes. En realidad son del padre que se los presta. Tener choferes o tener padres ricos no tiene nada de malo. Además seguro que va a ir con alguna amiga íntima. A lo mejor también va con el novio, el pendejo divino que sale en las revistas con ella abrazada. En estas situaciones es mucho mejor estar acompañada. El que de ninguna manera pude faltar a la cita es el padre. Él tiene todas las llaves del mundo para abrir todas las puertas que se necesiten. También tiene la que su hija necesita hoy.

Yo tengo que ir sola porque con lo que me sale el aborto no me queda para andar pagándole pasaje a nadie. Ni a mi mamá que es la más preocupada con todo esto. De mi parte estoy de lo más tranquila. No tengo nada de miedo. A la Claudia no le pasó nada. A Matilde y a la hermanita tampoco. Qué me va a pasar a mí. No me da ni ahí para traer un bebé al mundo. A éste. Mi mundo.

Ella directamente no lo quiere tener. En su lugar yo haría lo mismo. Así puede hacer las cosas que una chica de su edad debe hacer. Le gusta salir. Recién tiene 18. Además se le arruinaría la carrera que tiene por delante.

Yo tengo algunos años menos y no veo nada adelante.

Cuando ella llega a la clínica le hacen una seña. Que mejor entre por la parte de atrás, la del subsuelo, la de las cocheras, así no la ven. Igual viene protegida por los vidrios polarizados. Por el bien de la Clínica conviene guardar un poco las formas, es conocida, y su familia también. El Doctor Peralta la está esperando y el quirófano está preparado, es un ratito le comentan.

En cambio yo, cuando golpeo la puerta de chapa, en el número indicado, aprovecho para mirarme los pies. Los tengo todo embarrados. El ladrido de un perro chumbando del lado de adentro me saca de mis cavilaciones. Una mujer que se seca las manos con un repasador, me dice que entre y aprovecha para pegarle una patada al perro para que se calme. El perro lejos de calmarse corre a todo lo que da y se va a trenzar con unos cuzcos que había en el medio de la calle de tierra.

—Levantate Carlos que ya llegó la nena —grita mientras me invita a pasar. Se pierde dentro de una habitación. El vaivén de la puerta trae un olor a fluido Manchester contundente.

Carlos dice que se va a tomar aire, está todo despeinado, es temprano todavía y dentro de la casa hace frío.

Me pide la plata. Se la doy.

Ni la cuenta. De haberlo sabido hubiera sacado un par de billetes y le hubiera pagado el pasaje a mamá para que me acompañara.

—Pasá por acá.

Obedezco.

Todo ocurre como en un sueño. ¿Es un sueño?

Cuando termino de despabilarme me doy cuenta de que ya estoy de regreso en casa. En mi cama.

El día se ha consumido casi por completo. Me duele la panza. Lloro. Sin saber por qué. Sin poder parar. Me toco algo caliente entre las piernas. Es pegajoso. Deseo que no sea sangre. Pero lo es. Alguien llama a la ambulancia. Algún vecino seguramente.

Para cuando llega es casi la medianoche.

Camino al hospital, sin saberlo, me la cruzo a ella por primera y única vez en la vida, que va en sentido contrario. Maneja su auto deportivo. Se dirige al centro con un par de amigos. Van a tomar algo tranqui, recién es jueves, les queda todo el fin de semana por delante para reírse. Para festejar.

La frazada con la que me cubrieron debe ser de esas térmicas. De las buenas. Porque siento una sensación agradable de calorcito.

El ulular de la sirena pareciera irse apagando de a poco.

Mientras yo, voy cerrando los ojos.

 

 

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