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11-09-2018 Notas

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Mirar la historia es como sentarse a ver un portarretrato. Hay una foto gastada con colores matizados, una pareja que sonríe de forma impostada a una cámara que le apunta —porque sabe que le apunta— mientras se abraza delante de un paisaje imponente. El marco que rodea la imagen, los cuatro lados, recortan la realidad. Es un trozo, una porción: jamás una totalidad. La historia siempre está fragmentada, siempre está encuadrada. Las categorías con que la analizamos responden a nuestro presente —es decir: al futuro de la foto— y esa distancia es definitiva. ¿Qué hacer frente al dilema del pasado?

La propuesta de Martín Kohan en 1917, editado por Godot el año pasado, resulta, al menos, llamativa. Ya lo dice Eduardo Grüner en el prólogo, al describir el método de Kohan: “su materia prima es el ‘momento autónomo’; es decir, el desajuste casi invisible, el chirrido apenas audible”. Páginas atrás, se preguntaba Grüner: “¿Cuántas particularidades, pues, tienen que ser expulsadas de la Historia para que esta devenga universal?” No tiene que ver con la lógica del detalle, mucho esa idea tan gasta de lado B. Acá, en 1917, lo que sucede es otra cosa.

1917 es un libro que posa la mirada sobre la Revolución Rusa con el pretexto del centenario. De forma breve pero no por eso menos contundente, son diez ensayos que trazan un mapa conceptual entre política y literatura. Hay cierta lateralidad al acontecimiento, es decir, Kohan no narra lo esperable, el momento en que las armas disparan, las reuniones donde los líderes deciden cómo torcer el destino negro de sus pueblos. Por el contrario, son pinceladas que dan cuenta de la revelación de una trascendencia, donde se juega —como el mismo Kohan dice en el libro— “la inexorable fricción que tiende a producirse entre la dimensión en gran escala de los acontecimientos históricos excepcionales y sus protagonistas, y la dimensión de la vida diaria”.

«1917» de Martín Kohan

¿Qué rol juega la vida diaria, esa cotidianeidad naturalizada, en las jornadas de 1917? Es difícil ese ingreso, porque estamos hablando de años revolucionarios, para nada ordinarios. Mientras la Primera Guerra Mundial comenzaba a mostrar la verdadera cara de la Modernidad, el lado oscuro del progreso, el de la dictadura de la razón, en los enormes desiertos helados que unían Europa con Asia se gestaba un fenómeno llamativo. Con el libro de un teórico muerto y las locas experiencias en la Comuna de París, los bolcheviques tiraban abajo un régimen aristocrático poderosísimo forjando algo llamado Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas. La organización de los trabajadores con plena consciencia de clase lograban eso que Kohan define con simpleza: “Toda revolución profunda es precisamente colocar provisionalmente arriba lo que está abajo, abajo lo que está arriba”. Es tal la magnitud de aquellas jornadas —la revolución de febrero, las crisis de abril y julio, la revolución de octubre— que pensar “la vida diaria” renueva la mirada histórica.

Aparecen, entonces, en las páginas de ese artefacto amarillo, una serie de portaretratos enormes, escenas narradas con gran nitidez que dan cuenta de aquel “momento autónomo”: las secretarias de Lenin cuando la arterioesclerosis se encontraba muy avanzada y lo que les dictaba no tenía demasiado sentido; el momento en que Trotski le pide a André Breton que se baje del auto que compartían; las palabras que Antonio Gramsci utiliza desde la cárcel para pedirles a sus hijos que le escriban más, que se esmeren, que necesita cartas más largas para sentirlos cerca. No hay dudas de que la obsesión de Martín Kohan está en el lenguaje cuando se vuelve una serpiente que zigzaguea entre sus limitaciones y sus posibilidades. “¿Qué puede hacer, sin las palabras, el líder de la Revolución?”, se pregunta al referirse a Lenin. ¿Puede la acción tener lugar sin un lenguaje previo que la evoque?

Vladímir Ilich Uliánov, más conocido como Lenin, y Lev Davídovich Bronstein, para nosotros Trotski

Existimos. Decirlo ya lo implica. Lo que nos rodea existe a partir de que podemos nombrarlo y relatarlo, ya no tanto explicarlo, pero sí señalarlo y exponerlo. El lenguaje es eso. Un puente. Pero, ¿podemos, entonces, pensar en una revolución sin un lenguaje que tenga en el plano simbólico, en el plano discursivo, la misma fuerza transformadora que los actos? Teoría y práctica se retroalimentan. Decir y hacer. La coherencia entre ambas instancias tienen que existir. Sino, ¿de qué estamos hablando? En los términos de Martín Kohan, se trata del lenguaje como “ voluntad de incitación”, como “impulso para el paso a la acción”, porque existe un “mundo que el lenguaje no puede llegar a tocar”. En ese sentido el asunto es pura experiencia. Se trata del momento exacto en que la escritura, la literatura, ya no alcanza y es hora de iniciar la revolución.

¿Qué fue 1917 para Martín Kohan? Más que una instancia ineludiblemente clave en la historia de la humanidad —que lo fue, sin lugar a dudas—, es un concepto. De allí se disparan sentidos y significaciones. Y cuando vemos esa foto enmarcada en un portarretrato achinamos la vista, acercamos la mirada y tratamos de entender. ¿Por qué nos interpela tanto la Revolución Rusa? ¿Qué hay en sus transformaciones, en sus acciones, pero también en su lenguaje, en toda la literatura que produjo y que, ahora, mirando las fotos, sigue produciendo en nuestra cabeza? “Lo que más nos afecta de esa historia, puestos a pensarla, es que no ha terminado todavía”, escribe Kohan.

 

1917
Martín Kohan
Ediciones Godot, 2017
91 páginas

 

 

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