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21-09-2018 Ficciones

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Por Enrique Balbo Falivene

¿Y no te parece muy osado mezclar a las mujeres
con este asunto de la mina, con el que nada tienen que ver?
¡Cómo te atreves, bocazas! Las mujeres tenemos que ver
con este asunto de la mina más del doble que vosotros.
En primer lugar, porque parimos. En segundo lugar, porque somos
las que tenemos que enviar allí cada día  nuestros hijos
y a nuestros esposos y las que tenemos que llorarlos…
Lisístrata. Aristófanes. 411 a.c.

 

Al promediar el invierno del cuarenta y dos, siete picadores entraban en la jaula y bajaban a la mina a cumplir su jornada de carbón en el pozo de San Nicolás, en Ablaña, en el concejo de Mieres. Uno de ellos, el más enjuto, de cuerpo sarmentoso y arracimado, se situó en el fondo del castillejo, oculto por la niebla y sus compañeros. Ese hombre, el único del grupo que no miró al cielo mientras la jaula los conducía a los intestinos de la montaña, no era quién decía ser y no había usado una barrena en su vida.

Esta historia me la contó su protagonista, el hombre velado, al que conocí en el Hospital Universitario de Oviedo en Asturias, en donde había ingresado con una enfermedad terminal, cuarenta años después de los sucesos que ahora voy a revelar. Como médico lo asistí en silencio durante su trance hacia la muerte; cierto día, aunque se hallaba con severos deterioros en su organismo y muchas de sus funciones aletargadas, despertó y empezó a hablar. Lo que me contó me resultó tan sorprendente como inverosímil así que decidí grabarlo con un magnetófono. Lo que sigue es una transcripción de los dichos del minero. Traduje el audio del bable al castellano y lo ordené a razón de hechos y circunstancias; los nombres fueron omitidos, salvo el del protagonista, porque esa fue su voluntad. Se hacía llamar Nicolás.

Mi hermano y yo nacimos en una aldea verde de montes y negra de minerales, y fuimos mellizos. Antes, en nuestra época, las mujeres parían en la casa asistidas por una comadrona. Como tiene que ser. Y ahora, si tuviera fuerzas, me gustaría morir en mi casa, en mi cama, y a ventanas cerradas. ¿Sabías eso, muchacho? En la aldea se esperaba a la muerte con las ventanas cerradas. Al morir las ventanas se abrían y venían los vecinos a despedirse, antes de que el cadáver empezara a apestar.

En nuestra aldea, y en todas las de Asturias, las ventanas eran importantes. Se controlaba tanto a los niños jugando en la calle, los propios y ajenos, y se veía de antemano subir el camino a la Guardia Civil. Si picaban a tu puerta no era para nada bueno, esto seguro. Hambre pasamos y mucha, aunque en el campo siempre había recursos. Pero supimos de gente que llegó a desenterrar animales para comérselos. El racionamiento tampoco trajo soluciones; la primera semana con los cupones de la cartilla te caían un puñado de alubias, aceite y café; la segunda, pasta de sopa, azúcar y manteca vegetal; la tercera, cortezas de naranjas confitadas, remolachas y garbanzos. Las tortillas las cuajábamos con harina porque a veces ni huevos había. Hemos llegado a freír la piel de las patatas y, el que se daba maña, las cortaba tan finas que servían como papel de fumar. ¿Me entiendes, chaval? Pero los huertos en las aldeas se mantenían gracias a las viudas que había dejado la guerra civil. Así, en muchos pueblos de la España rural, gozábamos de privilegios que las ciudades no tenían: tortillas de escarolas, sopa de pan rallado, hojas de remolachas con tocino, gachas y migas con mantequilla, pan de maíz y castañas. Todo esto era nuestro sustento. Neveras no había, teníamos un hueco en la pared al que llamábamos fresquera pero de todos modos no había mucho para ponerle dentro. El mercado negro empezó a funcionar por medio de los estraperlistas, y los había por todos lados y a puñados. Mieres, Covadonga, Gijón, Cudillero, Langreo, Oviedo, Fuensanta, Cangas, todos tenían su estraperlo.

¿Estás ahí, doctor? Mi hermano, el mellizo, empezó así. Tuvo que empezar así. Aquél, hay que decirlo, valía más que las pesetas. La guerra se llevó a nuestro padre y nosotros quedamos señalados como rojillos bajo el celo perenne de la Guardia Civil y los nacionales. Más de un alcahuete dejó la guerra, dispuesto a ganar favores a cambio de comida, un techo o lo que fuere. Había esquiroles y oportunistas por todos lados. A mi padre finalmente lo fusilaron como a tantos otros sin juicio ni nada. Y ejecutaban a cascoporro. El único día que no ajusticiaban era el domingo porque los verdugos estaban en misa.

Mi hermano empezó a alternar el trabajo en la mina con el estraperlo. Era picador y de los buenos. No le tenía miedo a nada y creo que sintió una obligación, al morir mi padre, el tener a mi madre y a mí como dos cargas por sustentar.

Después de bajar al carbón se echaba al monte en medio de la noche; traía y escondía en la casa o los corrales todo lo que conseguía para vender en el mercado negro. La verdad que se espabilaba bastante bien porque en la mina se ganaban dos reales. El trabajo era duro y la explotación permanente; las condiciones penosas, los mineros iban cayendo como moscas en los derrumbes o con los pulmones henchidos de polvo de roca. Se nos acusaba de disidentes y huelguistas, además de rojos. ¿Cómo no íbamos a ser disidentes si todos éramos agricultores y mineros? Ibas a hablar con la jefatura del pozo y te encontrabas al contratista de polainas y corbatín, gordo como un cerdo con un cigarro en la boca. Y nosotros delgados como varas de manzano con el pecho pegado a la espalda.

¿Sigues ahí, doctor? Mi hermano, el mellizo, pasó pronto del estraperlo a integrar la guerrilla. Como mi padre, se reunían por la noche en el monte y tramaban sus asuntos. Se fueron haciendo fuertes, consiguieron armas y municiones. Pero mi hermano nunca dejó la mina, era su coartada. Todo fue bien hasta que una noche no volvió del monte, nadie supo que pasó. Algunos dijeron que había escapado hacia Francia, otros que lo había matado la Guardia Civil. De todas formas no podíamos prescindir de él en la mina, si descubrían que no estaba iban a represaliar a más de un minero y a otros tantos campesinos. Así fue como decidí, con la venia del resto de los mineros, que ocuparía su lugar. ¿Quién iba a notar la diferencia si éramos mellizos? Además a la mina entrábamos y salíamos negros de carbón, sólo se nos veía el casco, la linterna y el blanco de los ojos.

El primer día me encomendé a Santa Bárbara, nuestra patrona, bajé por la jaula lleno de dudas, temblando por el miedo y la angustia, pero los compañeros me guiaron en el trabajo. Empecé a picar acostado, con los brazos extendidos, en una galería húmeda. Yo nunca había estado allí abajo y ni siquiera sabía qué tenía que hacer, sólo quería salvaguardar a mi hermano. A la semana desperté algunas sospechas, los jefes y vigilantes me controlaban con recelos. No conseguía abrir galerías con la velocidad de mi hermano. Pero un accidente me benefició. Una explosión de grisú, en la novena capa, a quinientos metros de profundidad, provocó un derrumbe y quedé atrapado. Un puntal, de esos que aguantan toda la montaña, me golpeó las costillas y la cara. Consiguieron sacarme para meterme en la cinta y el panzer y llevarme al exterior. No me desmayé, no podía dada mi condición de sustituto. En el economato recibí los primeros cuidados; después me llevaron a la Casa del Socorro y finalmente a la Cruz Roja. Mi cara sufrió una transformación. Tenía un pómulo hundido, un brazo roto y la nariz torcida como un boxeador. Ya nadie podría compararme con mi hermano.

¿Doctor? Espera que estoy llegando a la parte central de mi relato…

Es verdad que la mina es un monstruo que devora a sus hijos, que todos de un modo u otro empezamos a morir en sus entrañas, pero también nos hermana y estrecha lazos. En la mina lo mío es mío, lo tuyo es tuyo y lo nuestro es de los dos. Y así crecí dentro del oficio. Mi fama como picador se extendió a los otros pozos; en Turón, Lena, Langreo, Aller, Laviana se hablaba de Nicolás el picador.

Igual cada domingo me plantaba en el bar a beberme la sidra frente al cuartel de la Guardia Civil. Quería que me vieran, que supieran que Nicolás el picador no estaba en el monte con los rojos y los maquis. Y cada vez que me cruzaba con alguna autoridad levantaba la voz imitando a mi hermano desaparecido. Pero no terminé de convencerlos. Más de una vez me llevaron al cuartelillo y me cayó una somanta. En una de esas palizas me rompieron un tímpano y perdí oído para siempre; en otra, me descolgaron un párpado. Nunca hablé. Jamás consiguieron arrancarme una confesión. Siempre protegí a mi hermano y cuidé los intereses de los míos.

Después, con los pulmones averiados por la silicosis, me llegó la jubilación. Los años habían pasado y el cuerpo estaba resentido. Pensé en dejar Asturias pero, ¿dónde iba a ir? Así que me quedé viendo como Franco instauraba su reino fascista y nos seguía quitando libertades. Pero el tiempo me fue puliendo los rencores; el arrepentimiento no hace más que enfermarte y cada uno castiga como quiere o como puede. Perdimos y se acabó.

Y ahora doctor, ¿estás aquí todavía?, voy a contarte que pasó con mi hermano y quién fui yo durante tantos años.

Mi hermano, Nicolás, y ése era su verdadero nombre y no el mío, había conseguido escabullir dinamita de la mina y estaban preparando un golpe en el cuartel de la Guardia Civil. Esa noche, en el monte, lo llamé a un aparte y discutimos. La decisión de la guerrilla era volar el cuartel donde vivían, además de los funcionarios, sus mujeres y sus niños. ¿Qué culpas tenían las criaturas y las mujeres? Intenté impedirlo y en medio de una fuerte discusión, no sé cómo, le clavé un puñal en el pecho. Murió al instante. Después lo enterré y jamás hasta hoy apareció su cuerpo. Yo conocía el monte y todos sus escondrijos como nadie. Tuve que ocupar su lugar y aunque éramos mellizos ya sabes, doctor, que soy una mujer. Mi nombre es Nicolasa.

Lo más difícil fue hablar en masculino, lo demás, ¿qué trabajo que haga un hombre no puede hacer una mujer? Al principio tuve que guardar mi cuerpo y mis gestos pero después me di cuenta que empecé a sufrir una transformación. Aprendí a desaparecer. Lentamente iba siendo mi hermano Nicolás y así estuve, viviendo como un hombre, todos estos años. ¡Ah, cuantos privilegios, cuántas puertas abiertas! En mis años de moza las mujeres no teníamos derecho a nada. Sólo servir, fregar y aguantar palizas. Relegadas para todo.

Pero ahora doctor, no quiero llevarme este secreto. Está en tus manos. Sabrás qué hacer. Dame algún calmante y déjame dormir un rato. Y trata de no juzgarme, ya tengo bastantes derrotas.

Nicolasa no volvió a despertar. Lentamente se fue apagando; empezó a llamar a las puertas de la muerte y la muerte, diez días después, le abrió de madrugada. Su cuerpo, tan frágil y delgado, se acurrucó desplazándose hacia el borde de la cama.

En el parte de defunción consigné los datos y escribí “Disfunción multiorgánica por choque séptico”. Después en la morgue, al desnudarla comprobé que tenía todo el cuerpo lleno de cicatrices; los senos hundidos, quizá por el uso de alguna faja, las costillas le asomaban por una piel transparente. Aun así conservaba toda su femineidad.

Al otro día le compré un hermoso vestido estampado con flores azules y llamé a la funeraria para pagar los gastos del entierro. Nicolasa no tenía familia ni perro que le ladre. Pero en la funeraria me informaron que el servicio ya había sido pagado.

El día del entierro, en el cementerio de San Salvador de Oviedo, había una multitud: se presentaron todos sus antiguos compañeros y los nuevos mineros. Estaban los picadores, vigilantes, lavanderas, dinamiteros, peones, camioneros, carpinteros, carreteros, poceros, caballistas. Al final supe que lo de Nicolasa era un secreto a voces, un secreto entre todos los republicanos de la mina. De hecho hoy al pozo de San Nicolás, que aún sigue extrayendo carbón de las entrañas de la tierra, todos lo llaman “La Nicolasa”.

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