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06-09-2018 Ficciones

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Por Enrique Balbo Falivene

No había en Leiden una escena que no hubiera dibujado; ni una sola imagen, un rincón, un paisaje o un oficio, que no hubiera transcurrido desde mis retinas hasta el papel cartridge de alto gramaje; canales y molinos, el puerto, las balandras, los marineros y las tabernas, la catedral y la arquitectura medieval de la ciudad vieja, el burgo antiguo y las puertas de las murallas, las fábricas textiles, los caballos y los elegantes carruajes; toda la actividad de la pujante Holanda, triunfante y liberal, que se habría paso a zancadas por una Europa que parecía no saber encajar los avances de la modernidad, había pasado al menos una vez por mis apuntes al carboncillo seco en mi cuaderno de notas. Imaginaba entonces mi futuro como discípulo en el estudio de Frans Hals, a quien admiraba por su capacidad para los bodegones y claroscuros, o junto a Jan Van Goyen y Willem Kalf a los que además conocía porque mis padres les habían encargado retratos y batallas navales.

Leiden gozaba de una rabiosa actividad cultural que se constataba en la gran variedad de artistas pero también en marchantes y galeristas, coleccionistas y mecenas, oportunistas y emprendedores. Sin embargo mi padre, Frans Van Loenen, tenía planes muy distintos a los míos. Me comunicó, un domingo después del culto, que mi destino debía asentarse en las leyes y que mi carrera se iba a orientar hacia el funcionariado. Tenía que continuar sus pasos y los de mis antepasados Van Loenen. Mi padre era por aquel entonces Magistrado Municipal, representante legal y comercial del gremio de los textiles de Leiden y había sido nombrado, hacia mayo de mil seiscientos doce, consultor del flamante Banco de Ámsterdam.

Acepté mi ventura con resignación y escaso entusiasmo pero terminé mis estudios elementales en Leiden, y luego me trasladé a Ámsterdam para ingresar en la escuela de leyes de la universidad. Cuando me gradué, con medalla de honor y cierta incredulidad hacia mis evoluciones intelectuales, empecé a preparar las oposiciones para la judicatura en La Haya. Hubiera preferido quedarme en Ámsterdam porque tenía buenas amistades, pero mis valedores me aconsejaron los ministerios de La Haya por la proximidad con nuestra casa de Leiden, y por la conveniencia a nuestras actividades comerciales. Sentí pena al abandonar el frenesí de la ciudad en aquellos años: solía visitar el silencioso barrio Begijnhof, el barrio de las monjas, junto al canal Single; paseaba por la avenida Damrak hacia la plaza Dam donde veía caminar, con los brazos a la espalda, al taciturno Baruch Spinoza; distinguía en la taberna, sentado en un sombrío rincón, con su cara afilada y sus ojos inquisidores, a John Locke. Y hasta frecuentaba a Descartes con su enorme nariz y mal genio en el bar Karpershoek, dónde más de una vez habíamos compartido cervezas, arenques y quesos.

En La Haya, una vez aprobadas las oposiciones, asumí el cargo de jurisconsulto para la región y me llegaron también otras dos noticias: la primera, el nombramiento como Regente de la Asociación para los Estados Generales y, la segunda, el deterioro de mi salud y la enfermedad en forma de unas inexplicables manchas en la piel.

Los médicos de La Haya me aplicaron ungüentos y emplastes, baños con sales de las Indias, sangrías y ventosas; me cambiaron la dieta, me prohibieron las salazones de pescado y las carnes de caza, el pan, la fruta escarchada, los dulces. Nada funcionó. La primera mancha, en mi pie izquierdo a la altura del empeine fue variando hacia el tobillo y desapareciendo sin sentido alguno para los médicos. De un rojizo pasaba a un violáceo, luego presentaba algunos relieves en forma de zigzag, luego se amorataba y ampollaba, luego variaba en la forma y se extendía. Pero lo peor eran los dolores. Por las noches sentía que algo me consumía por dentro, mis entrañas parecían contraerse en profundos espasmos, que tenía que combatir con láudano para mitigar el sufrimiento y conciliar el sueño.

Decidí escribir a mis padres y regresar a Leiden para hacer más tolerable mi convalecencia. No tenía sentido persistir en La Haya, solo y sin un diagnóstico preciso hacia la extraña patología que me consumía.

En Leiden mi madre hizo preparar una habitación en los bajos de la casa, la más grande, cómoda y dotada del mobiliario necesario para asistir a mi titubeante salud. Era oscura pero permanecía caldeada en invierno y era vecina a las estancias comunes y a los sirvientes.

Continué recibiendo las visitas de los cirujanos pero con los mismos resultados que en La Haya. Lo único que había variado era la disposición de la mancha en mi cuerpo. Ahora vagaba sin rumbo por toda mi anatomía, podía pasar en un par de días desde la rodilla al cuello, de la espalda a la frente, de las falanges al omóplato. Y los dolores se acrecentaban por las noches, parecía no haber láudano suficiente para aplacar los espasmos de mis vísceras.

Cuando ya estaba entregado al padecimiento y el opio empezaba a marearme la conciencia y el entendimiento, mi padre me trajo una noticia esperanzadora. Había leído en el Noticias Extraordinarias de Leiden que el doctor Tulp se hallaba en la ciudad dando una serie de conferencias. Le había escrito y había accedido a visitarme el domingo próximo, después de la misa en la catedral.

El doctor Nicolás Tulp estaba precedido de una justa fama y prestigio. Eminente cirujano, representante de su gremio, había descrito la espina bífida, los vasos quilíferos del intestino delgado y la válvula ileocecal; también había incursionado en el mundo político y el de las finanzas; había sido concejal y burgomaestre, gran magistrado y asesor comercial de la Bolsa de  Ámsterdam y hasta se rumoreaba que podía ser el próximo Gran Pensionario de los Países Bajos.

Aquel día, mientras la espera me mortificaba y los dolores me carcomían, vi a mi madre asomarse al quicio de la puerta de mi habitación. Vestía un traje de grueso tafetán de seda en los tonos del gris perla, lazos y encajes en los puños, las enaguas decoradas con un galón de fina pasamanería y, en sus pies, unos zapatos forrados en seda. También me pareció verle entre las últimas luces de la tarde unos pendientes en forma de lágrima, una sarta de perlas en el pecho y unas cintas en el pelo. Aunque entre nosotros existía un rechazo hacia el despilfarro y el lujo, era evidente que se había vestido para recibir al doctor Tulp.

El médico entró en la habitación junto a un ayudante y dos sirvientes de la casa. Al encender los candiles vi cómo se quitaba el sombrero y una soberbia capa negra. Pidió a los sirvientes que salieran mientras su ayudante dejaba las maletas y un pequeño maletín de cuero sobre la única mesa. Sin dirigirme la palabra empezó a mirar la mancha que ahora estaba en mi cuello. Luego se giró para dirigirse a la ventana dándome la espalda, mientras su ayudante me quitaba la camisa de dormir y el gorro. Sentí un enorme pudor de hallarme desnudo ante los dos desconocidos, pero el doctor Tulp ya volvía sobre sus pasos e insistía en recorrer mi cuerpo con la vista, con la ayuda de un candelabro de cuatro brazos en la mano de su asistente. Estaba tan cerca de mí que pude verle la cara, sus rasgos eran serenos, ornados con una barba recortada a lo Wallenstein y los mostachos puntiagudos. Vestía un sobrio traje de lino negro; su cuello y los puños eran tan luminosos como el blanco de plomo de los retratos de los artistas. Mi vergüenza aumentó cuando llegó a los genitales; el dolor, el frío y el pudor me atenazaron los músculos.

Al llegar a mi pie izquierdo emitió un extraño sonido con la garganta; separó el meñique del cuarto dedo y esta vez el sonido que emitió fue de satisfacción. Se retiró a la mesa y comenzó a preparar un ungüento desde el maletín de cuero, que contenía unas ampollas de vidrio. Con un ademán atrajo a su ayudante que sacó un libro de la maleta y lo situó frente a sus ojos. Leí en la tapa gracias a las velas: Humani Corporis Fabrica, de Andrés Vesalio.

Estuvo durante un buen rato moviendo las manos con agilidad entre las ampollas. Luego extrajo del maletín un mortero y comenzó a machacar algo con un sonido como de arena y vidrio. Cuando terminó se colocó la capa y se despidió con un ligero movimiento de la cabeza al tiempo que se ajustaba el sombrero.

El asistente del doctor Tulp se inclinó sobre mi pie izquierdo y comenzó a untarme algo entre los dedos, algo tan frío como la nieve. Luego dejó un sobre transparente en la mesilla de noche y me dijo: una larva se ha introducido en su cuerpo por una herida entre los dedos del pie y se ha estado alimentado de sus vísceras. Ahora, considerando los días que ha estado enfermo, ya debe tener el tamaño de un hermoso y proteico gusano. Le he tapado el agujero que tenía en la comisura de los dedos; de este modo lo asfixiaremos. El sobre que le he dejado contiene tres papelinas de Nux Vómica. Antes de dormirse, justo en ese momento y no antes ni después, deberá poner el polvo de un sobre debajo de la lengua. Tres sobres, tres polvos, tres días. Después del proceso le caerá sangre desde la nariz. Tres días, tres gotas de sangre, una por día. El último día advertirá que la sangre es espesa, casi coagulada. No es sangre, son los restos del gusano. Le diré a su señor padre que escriba al Doctor Tulp pasados los tres días. Buenas noches.

Acabó de recoger el instrumental y salió. Escuché las voces que provenían de la sala: mis padres departían con el doctor Tulp y ahora invitaban a su asistente a cenar; creo que alguien mencionó perdices y coles.

Me sentía tan cansado que decidí antes de derrumbarme tomar el primer sobre con los polvos. La idea de tener dentro un gusano que estaba alimentándose de mis humores me llenó de inquietudes; tuve tanto miedo que pensé que no iba a poder conciliar el sueño, pero me dormí inmediatamente.

Un estruendo me despertó, di un respingo en la cama y me di cuenta que estaba empapado de sudor. Abrí los ojos y vi que alguien me colocaba unos paños fríos en la frente. Era mi mujer.

–Tranquilo, ya pasó, ahora trata de descansar…–me dijo.
–¿Dónde estoy…? –pregunté recorriendo la habitación con la vista.
–En casa. Has tenido mucha fiebre y has estado delirando –respondió mientras me recolocaba el paño húmedo.
–Entonces ha sido un sueño –exclamé aliviado–. El doctor Tulp ha sido un sueño…
–Al doctor Tulp lo has estado dibujando antes de enfermar y no sé si él no ha sido la causa de tus desvaríos… –sonrió–. Estabas ilustrando La Lección de Anatomía para tu nuevo libro cuando empezó la fiebre. ¿No lo recuerdas?

Me levanté algo tambaleante y me dirigí al estudio. Al entrar un fuerte olor a trementina y barnices me devolvió a la realidad. Desde la ventana subían los bocinazos de los coches y el ulular de una ambulancia que se perdía por la avenida hacia el centro. Me acerqué al tablero y vi los dibujos que había hecho: estaban todas las figuras en torno al cadáver, esbozadas y pasadas a tinta, algunas estaban incluso coloreadas, sólo faltaba el doctor Tulp. Recordé mis dudas antes de ejecutar su cara, su ropa, sus gestos, y el extraño dolor de cabeza y la fiebre. Pero ahora podía terminarlo y entregar el trabajo. Me puse de inmediato y realicé primero en un papel cartridge unos esbozos con un lápiz 4B pero al ver que tenía tan claras sus facciones y su vestimenta decidí emplear la tinta directa. En algo más de media hora ya tenía hecho seis rostros, con marcadas expresiones, del doctor Tulp. Había empezado a darle color con el pincel de cerda cuando vi una mancha roja sobre el papel. Me pareció que no había utilizado ese color cuando advertí que era sangre que caía desde mi nariz. Un escalofrío me recorrió la espalda. Dejé el tablero de dibujo, me coloqué una gasa y me senté en el taburete para inclinarme sobre mi pie izquierdo. Abrí los dos dedos menores y vi que desde un agujero negro una larva, babeante de sangre, se asomaba y movía complacida  la cabeza.

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