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12-09-2018 Notas

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Por José Luis Juresa

La naturalización del paisaje ético y estético que cada época impone se da solo en el registro en el que el sentido común se asocia más directamente a las percepciones sensoriales. Vemos que algo se mueve “hacia adelante” porque va delante nuestro, o se mueve “hacia atrás” por exactamente lo contrario, o vemos que el tiempo “pasa” en relación a las horas y los minutos con los que nos demoramos en las actividades que empiezan y terminan según una secuencia, o sentimos que la velocidad se mide en referencia a objetos que vemos en reposo, siempre según nuestra percepción, y así, entonces, vamos naturalizando esos parámetros espacio-temporales respecto de lo que vemos, oímos o palpamos. La realidad del sentido común es puramente sensitiva, y en ese plano, esa realidad solo será posible a partir de un umbral, que es el de la percepción mínima a partir de la cual registramos algo, y una máxima, a partir de la que dejamos de percibir, por lo cual, fuera de ese arco de máxima y de mínima, la realidad simplemente no existe.

Esto quiere decir que, en este campo, el de la percepción, las cosas están presentes solo porque las podemos constatar a través de los sentidos. Si una organización social pretendiese nuclear algo tan fundamental como el concepto de realidad que la regula, solamente en torno a lo sensitivo, entonces estaríamos ante un problema insoluble, propio de una sociedad “adictiva”, que es la saturación de los sentidos. Se requeriría más y mayores (también mejores) “estímulos” para que esa realidad se expanda, y se “estire” también, es decir, se prolongue en el tiempo y en el espacio. El problema es que esa lógica fuerza al cuerpo sensible, que es un cuerpo de deseos, amores y goces, hacia la organicidad, hacia el sustrato de órgano, porque con el perfeccionamiento del estímulo solo se llega a la lesión de órgano, a lo Real del cuerpo, sin mediaciones. Es lo que hoy nos toca vivir: la sociedad capitalista es una sociedad del sentido (común) organizada en torno al perfeccionamiento del estímulo, que busca y, parte de la idea de la naturalización del paisaje que tal sentido impone: “nada es imposible”. Por ejemplo, en ese plano nada me va a convencer que algo que va hacia adelante, no sea de esa manera, si yo “veo” que va hacia allí. La realidad bajo esos fundamentos se apoya en mi “órgano perceptor”, que es el yo: “yo veo”. Al final del día termino quemado, porque ser solo un órgano perceptor es ofrecerse a la carga de todos los estímulos. El yo, infantilizado y enfermo de importancia, no puede hacer otra cosa que buscar todo el tiempo ser el receptor de todos los estímulos del paisaje capitalista. Y constituirse en ese “órgano perceptor” que solo se cortocircuitará por exceso de carga.

La información, por ejemplo, es el vehículo de saturación que hará que ese órgano perceptor necesite del perfeccionamiento del estímulo que, al final, la “técnica” terminará de brindar. La técnica no será solo la “tecnología”, sino las aplicaciones con las que esa realidad sensitiva (no necesariamente sensible, lo cual es otra cosa) busca expandir el sustrato orgánico de la percepción, amplificarlo, ortopedizarlo. Una gran fábrica de sentido común equivaldrá a la realidad que luego esa técnica, aplicada ahora a los métodos de la comunicación, reproducirá al infinito, hasta considerársela casi “biológica”, heredada, equivalente a la naturalidad del órgano. Ese yo que regula las percepciones a la necesidad de coherencia e integridad del individuo “yoico”, centrado en su percepción, limitada, a su vez, por la ilusión de coherencia y de dominio sobre sí mismo, organizará la realidad afinándola al sentido que, por poco, no se diferenciará más que en algunos pasatiempos de moda –maquillajes de diferencia– de los otros individuos que constituyen “la masa” perceptual que confundirán realidad con sentido común.

Perversión

El “órgano” –y esto es lo que no se advierte– no es natural, y es el “yo”, es decir, una construcción subjetiva que tiene por fin esencial la “fijación” de la ilusión de coherencia, de integridad. Decimos “yo” y creemos que hablamos exclusivamente de nosotros, pero en ese yo habla una polifonía de voces que viene desde distintos lugares, espacios, y tiempos. En ese “yo” que se desintegra en las voces del psicótico habita la multiplicidad de universos que le dan al sentido común una salida catastrófica, destronándola definitivamente con el advenimiento de la lectura freudiana del inconsciente, sobre todo a partir de los sueños.

En los sueños accedemos a un más allá del sentido integrador y conciliable, coherente, de la ilusión yoica que sostiene a rajatabla la fe en la “voz propia” cuando muchas veces y evidentemente se trata de la voz de otro. La desintegración propia de los sueños, en donde aparecen personajes compuestos, diversificados, de distintos tiempos y espacios, hablando en un presente maravilloso, confronta al soñante con la desmentida con la que la realidad diurna nos quiere embaucar. Allí, en la noche, asoman los fantasmas, los ecos de lo invisible, o más, del mismo modo que la fuerza gravitatoria: lo imperceptible. Una fuerza que “se siente” pero no se puede atrapar con los sentidos específicos, o con los órganos sensoriales “tradicionales”. Una fuerza que “se hace sentir” sin que se la deguste, ni se la vea ni se la escuche, ni siquiera se la sienta en la piel. Entonces, a través de los sueños accedemos con fuerza a un más allá de la realidad perceptible en la que el estímulo ligado a lo erógeno, o a la zona erógena correspondiente, a lo pulsional, es fundamental. Es un registro nuevo de la realidad que ya no se acota a lo perceptible que domina en nuestra realidad consciente. En los sueños “vemos” como si nos llevaran a ver, como si esa fuerza invisible, imperceptible al fin, nos “llevara” a ver, tomados de la nariz y sin poder evitarlo, las imágenes que bordean un objeto que no se vincula con ningún órgano sensorial, mucho menos con el yo como “órgano” sensitivo de la unidad del individuo, que demanda y hasta exige percibirse a sí mismo como “yo”.

¿Por qué la raíz perversa de la organización capitalista? Porque en eso se basa el individuo: en la pura y constante percepción de sí mismo, y en la casi desesperada constatación permanente de su presencia. Tal como si viviera amenazado de su extinción, de su desaparición, el yo, el individuo “yoico” vive tratando de asegurarse ese “sí mismo” con el que delira, y para eso necesita de los estímulos permanentes, que le hagan “percibir” esa presencia orgánica, como si esa presencia debiera ser constatada por los órganos sensitivos para considerarse “real”, y así se produce un efecto típico de la cultura capitalista, de masas, que es confundir la realidad (que desde ese punto de vista es el “sentido común) con lo Real. Una y otra vez. Por eso la sociedad capitalista es una sociedad organizada en torno a los estímulos, constantes, crecientes, que van corriendo “el umbral” de excitación, y por esa razón, para autopercibirse “existente”, el individuo debe incrementarlos: más experiencias “fuertes”, más expansión de la percepción a través de las drogas, que a su vez reinician el círculo vicioso que vendrá a precisar de un umbral más alto para surtir ese efecto “garantista”, y asegurar la presencia del individuo, siempre amenazado de “desaparecer”.

Recordemos a Sade, con sus proezas imaginativas, basadas en estímulos sexuales cada vez más exuberantes e insostenibles… hasta aburrir, lo que establece en sus escritos es un escenario dominado por el estímulo dentro de una realidad creada por una orientación de la verdad basada en el órgano percipiente. No hay otra cosa. No hay “espíritu”, por ejemplo, alma. La perversión es exactamente eso, en su extremo patológico: la desaparición del espíritu, al decir del famoso presidente “Schreber”, que Freud analizó como modelo de la paranoia, el “almicidio”. Freud, desde el principio, habló del psicoanálisis como “terapia del alma”. No se trataba de un refritado del idealismo, sino de la recuperación de lo que el luego denominará “transferencia”: esa gravitación en torno a un objeto imperceptible, que solo se “hace sentir” objeto que Freud rodea mediante el concepto de “inconciliable” o de “roca viva”. Lacan luego lo vinculará a “La Cosa” y más tarde al “objeto a”. Es el objeto-límite, “antiperversión”, por excelencia. No está definido específicamente por ningún órgano sensitivo.

¿Qué objeto?

Definitivamente, es un objeto extraño, decimos que “no es de este mundo” si el mundo se limitase a las tres dimensiones espaciales más el tiempo, dentro de las que solemos percibir a través de nuestros sentidos. El registro de la realidad, amplificado a lo simbólico, que es el juego de los sueños, nos confronta más directamente con esas alteraciones del tiempo y el espacio que ese órgano “yoico” no percibe en su afán de colocar al universo en relación a sus necesidades de coherencia e integración secuencial: primero esto, segundo aquello en un antes y después ordenado y a rajatabla. En los sueños todo podría (y es) convertirse en el país de las maravillas, el antes y el después se tocan, se unen, o se trastocan y se alteran, lo mismo que el espacio y ambos se combinan en maravillosos bucles que nos motivan el relato, como si por un momento hubiésemos cruzado el Rubicon de nuestras existencias y hubiéramos regresado para relatarlo.

Freud aisló en el fenómeno onírico el retorno de un cuerpo –del mismo modo en los síntomas– que no está dominado por los sentidos, que no necesita de una estimulación llevada a la carga de saturación como único motivo de su existencia, al contrario. Es un cuerpo organizado en torno a una ausencia de percepción, en principio, a través de la que nos llegan los ecos extradimensionales que nos confrontan con una realidad en la que el espacio y el tiempo no se rigen por ninguna “presencia” a confirmar, como la de dios.

El objeto, al estar esencialmente ausente de los sentidos, ausente de lo que el cuerpo es capaz de captar a través de ellos, esos sentidos “clásicos” (atentos con lo que habitualmente se denomina “extrasensorial”, eso que a Freud lo atraía tanto, pero que intentaba limitar dentro de la lógica de la ciencia), ese objeto que nosotros, junto a mi colega Cristian Rodríguez hemos denominado “OVNI” (porque es no identificado y tiene una lógica de apariciones ligadas a lo impensado, a lo imprevisto, la sorpresa, y se capta en el acto de “leer” una escritura que –como lo dijo el psicoanalista argentino José Slimobich– es “hablante”) es el objeto que nos devuelve a la dignidad del límite, de lo inconciliable, de lo indómito, y queda por fuera del campo de la humillación y del dominio implícitos en la idea del “amor al prójimo”. Es un antiobjeto del capitalismo, que en lo sensorial encuentra la razón por la que empuja sin límite a la saturación y el consumo, incluso objetalizando al consumidor, quien también se consume en el mismo acto. Más o menos rápido, dejando “a cielo abierto” la estructura adictiva del objeto que circula en la lógica del capital, lógica de la perversión que degrada y que reduce todo lo sagrado (más allá de lo religioso) al sumidero del agotamiento y el cansancio, y de la eliminación del resto, del hueso, de la osamenta del deseo.

El psicoanálisis siempre se vinculó con el OVNI, desde su acto inaugural, que fue la lectura de los síntomas al mismo modo que la de los sueños. Un objeto incapturable, “desligado”, se perpetúa e insiste, como la vida, para poner una frontera al avance de la perversión que solo deja por delante un desierto de objetos expulsados por la lógica del descarte. La humanidad misma se apila allí sin pausa, y cada vez más prisa.

 

(Ilustración: «Ego», de Uri)

 

 

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