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17-09-2018 Notas

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Por Darío Charaf

“Pero la psicología debe velar con un celo especial para preservar su soberanía, porque nunca debe privarse de la posibilidad de emitir un juicio imparcial sobre todos los fenómenos psíquicos, comprendidos los movimientos políticos”
S. Ferenczi, “Psicoanálisis y política social”, 1922

I

Desde la década de 1930 el movimiento psicoanalítico internacional, mediante la institución que lo representaba oficialmente (la Asociación Psicoanalítica Internacional, IPA), sostuvo una política de “neutralidad” frente a diversos acontecimientos políticos. Promovida especialmente por Ernest Jones, y aceptada por Freud, esta pretendida neutralidad en materia política se deducía especialmente del temor del fundador del psicoanálisis de ver reducida su doctrina científica a una “cosmovisión”, una visión del mundo, una filosofía. Freud rechazaba que el psicoanálisis fuera una “ideología”, un modo de ver el mundo, oponiendo el psicoanálisis tanto a los grandes “sistemas” filosóficos como a las distintas religiones. El psicoanálisis no pretendía erigirse en un nuevo sistema que explicara universalmente la “totalidad”, el origen del mundo, el destino del hombre, el fin de la existencia. Adhería, en tanto que disciplina “científica”, a la cosmovisión propia de la ciencia.

Este rechazo a considerar el psicoanálisis como una cosmovisión no le impidió a Freud tomar posición, tanto en obras publicadas como en sus cartas, respecto de diversos acontecimientos políticos; posición que no sólo se fundamentaba en sus opiniones personales y privadas, sino en ocasiones en conceptos psicoanalíticos que él había forjado. Es decir, en numerosas ocasiones Freud no se abstuvo de aplicar conceptos psicoanalíticos en su interpretación de diversos sucesos políticos.

Así, pudo abordar “psicobiográficamente” la “locura” y los “delirios” del Presidente norteamericano T. W. Wilson, por quien profesaba una especial antipatía desde la firma del Tratado de Versalles, tratado que generó un profundo rechazo en Freud. Tampoco dejó de criticar tanto en cartas como en obras publicadas (El malestar en la cultura, Análisis terminable e interminable) el modo de vida y la ideología norteamericana, llegando incluso a proponer, por ejemplo, que los intentos de reducir la duración del tratamiento provenía del modo de vida “acelerado” e individualista norteamericano, en clara oposición a los principios que rigen la técnica psicoanalítica.

Mediante el recurso a conceptos psicoanalíticos, la experiencia bolchevique (a la que Freud miraba con desconfianza) tampoco fue inmune a la crítica freudiana, así como el antisemitismo y el ascenso del nacionalsocialismo, que Freud interpretaba como un “desencadenamiento de la pulsión de destrucción”. La Iglesia como institución y sus políticas también fueron objeto de comentario por parte del psicoanalista vienés; el sionismo como movimiento político fue criticado por Freud (duramente en privado, más suavemente en público: sin embargo fueron notorias tanto su participación en la Universidad de Jerusalén como su no adhesión a la causa sionista).

Es decir que Freud jamás dejó de tomar posición frente a los acontecimientos políticos de su época, llegando a criticar en una misma obra a los principales sistemas de poder propios de su época: encontramos en El malestar en la cultura, unas junto a otras, las críticas a las democracias individualistas representadas por Estados Unidos, a la experiencia comunista de la Rusia bolchevique, a la Iglesia y al ascenso del antisemitismo en Europa.

Esto no impidió que la Asociación Psicoanalítica Internacional, presidida por Jones, sostuviera y proclamara una “neutralidad” en materia política, avalada por el mismo Freud.

En nombre de ésa pretendida “neutralidad”, por ejemplo, Wilhelm Reich, psicoanalista marxista, fue expulsado del movimiento a comienzos de la década del ’30: según Jones, porque su ideología bolchevique no era favorable para el sostenimiento del movimiento psicoanalítico en Estados Unidos, siendo mejor mantenerse neutral; para Freud, simplemente, se trataba de expulsar a un “loco” que le recordaba a Fliess y al que siempre detestó, más acá -al parecer- de su ideología. Señalemos al pasar que expulsar a un miembro por sus ideas “radicales de izquierda” dista mucho de una posición neutral, si la hubiera.

Peor aún: fue en nombre de ésa misma neutralidad que, tras el ascenso de Hitler en 1933, Jones avaló la política colaboracionista de los psicoanalistas berlineses no judíos con el régimen nazi. Para “salvar” al psicoanálisis en Alemania, se aceptó la “dimisión” (esto es, la expulsión) de los psicoanalistas judíos de la sociedad psicoanalítica berlinesa, dejando su conducción en manos de “psicoanalistas arios”, y disolviéndose los institutos psicoanalíticos al ser fusionados en el Instituto Göring, junto a psicoterapeutas adlerianos y jungianos (juzgada la teoría “aria” de Jung más adecuada a los intereses del Tercer Reich en “Salud Mental”, Jung resultó uno de los principales referentes de dicho instituto). Así Jones avaló, si es que no promovió, la política llevada adelante por los “psicoanalistas” Felix Boehm y Carl Muller-Braunscweig, que intentaron seducir a funcionarios del Tercer Reich con un psicoanálisis “ario”, habida cuenta de la expulsión de los psicoanalistas judíos de la Asociación berlinesa. Richard Sterba, el único psicoanalista no judío de la Asociación vienesa, rechazó profundamente esta política “colaboracionista” para “salvar” el psicoanálisis en la Alemania nazi: al ser invitado a dar una conferencia en Berlín, dijo que iría gustoso si sus colegas judíos podían hablar también en la asociación. La conferencia no se dictó.

Jones nunca se arrepintió de esta política de supuesta “neutralidad” y le reprochó a Sterba su oposición a la misma cuando, en 1938 y tras la anexión de Austria a Alemania, intentó volver a implementarla en la Asociación vienesa. En esta ocasión Freud, resignado y dolorido, también se opuso a esta política de “salvación” del psicoanálisis vienés. Habiendo podido reconocer ya que la política nazi buscaba eliminar, entre tantas otras cosas, el psicoanálisis (considerado una “ciencia judía”), y que su vida corría serio peligro (lo cual negó, o quiso negar durante mucho tiempo), Freud sabía que hay derivas políticas con las cuales el psicoanalista no puede ni debe negociar, y mucho menos colaborar. Esto no impidió que, muchos años después, las instituciones psicoanalíticas “oficiales” se mantuvieran neutrales frente a las dictaduras latinoamericanas, por ejemplo las de Brasil y Argentina (al margen de la oposición que muchos psicoanalistas sostuvieron frente a las mismas, a título individual o por fuera de las instituciones oficiales).

Si bien una franca oposición oficial al régimen nacionalsocialista -como la de Sterba- difícilmente hubiera salvado al psicoanálisis alemán y austríaco (y a los psicoanalistas alemanes y austríacos, si es que no exterminados, exiliados en distintos lugares del mundo, principalmente en Estados Unidos), una política “no neutral”, una política al menos no colaboracionista y no abstinente, creemos, hubiera honrado mejor los principios del psicoanálisis (volveremos sobre ello luego). Como fuera, la posición del psicoanalista Jones y de la IPA, política y no neutral, no fue muy distinta a la de Inglaterra: mientras Chamberlain permitía la anexión hitleriana de Austria y luego entregaría Checoslovaquia, Jones sostuvo el colaboracionismo; cuando Inglaterra y Francia declararon la guerra a Alemania, Jones -que en privado ya era profundamente crítico del nacionalsocialismo y del antisemitismo- manifestó pública y oficialmente su condena al régimen nazi. Pragmatismo inglés.

Colaboracionismo, antibolcheviquismo, pragmatismo: tal la posición política que asumió Jones mediante su neutralidad aparente, en nombre del movimiento psicoanalítico internacional y de las instituciones psicoanalíticas. Antiamericanismo, antireligiosidad, crítica al stalinismo y al nacionalsocialismo, tales algunas de las posiciones políticas que asumió Freud, no ya en nombre de una institución, sino en nombre propio y sostenidas por y en conceptos y principios psicoanalíticos. Sin hacer por ello del psicoanálisis una “cosmovisión”.

II

El periplo histórico que antecede tiene como única finalidad sostener que la toma de posición política por parte del psicoanalista no sólo es inevitable sino también necesaria.

El desarrollo del pensamiento durante la segunda mitad del siglo XX llevó a la concepción de que ninguna práctica humana está exenta de ideología y de política: el hombre, como decía Aristóteles y le gustaba citar a Freud, es un “zoon politikón”, un animal político. Lo quiera o no, lo sepa o no, sus actividades y sus acciones suponen inherentemente una posición política. La ciencia, por objetiva que logre o pretenda ser, conlleva y responde también a una dimensión ideológica. La asunción de una posición “neutral”, respecto de lo que fuere, supone -valga aquí la redundancia- la asunción de una posición: es decir, que la neutralidad en materia política no es “apolítica”, no hay apoliticismo posible en la medida que la apoliticidad supone también y necesariamente a la política. Neutralidad, apoliticismo, son también ideologías; la política y la ideología son entonces ineludibles para ése animal político que es el ser humano. Para el psicoanalista, en la medida en que es humano (hasta nuevo aviso), la toma de posición política es inevitable.

Pero dijimos que también es necesaria. El psicoanálisis supone principios técnicos, teóricos y éticos. Su técnica puede presentar indeterminadas formas: el psicoanálisis se reinventa cada vez, con cada paciente y con cada analista; resulta imposible predecir de antemano el desarrollo de una cura y las intervenciones que el analista realizará, así como el modo en que el paciente responderá. Es en el nivel de la técnica donde el analista (y, por qué no, también el paciente) tiene mayor libertad, si bien no absoluta: es claro que el psicoanalista no puede hacer cualquier cosa, ni en cualquier caso ni en cualquier lugar.

En el nivel de la teoría el margen de libertad es menor. Hay conceptos de los que el psicoanálisis, para permanecer tal, no puede prescindir: inconsciente y repetición, pulsión y transferencia, represión y resistencia. Pero es cierto también que ésos conceptos pueden ser leídos, interpretados y reinventados de diversas maneras. A su vez, nuevos conceptos psicoanalíticos pueden ser forjados (si bien es cierto que el siglo XXI y su ciencia en general -en las diferentes disciplinas y ramas del saber- no se ha caracterizado por una prolífica construcción de conceptos, ello no está excluido de antemano). De modo que hay también libertad en el plano teórico para el psicoanalista, aunque menor que en el nivel de la técnica.

Es en el nivel de la ética donde el psicoanalista es “menos libre”. La práctica del psicoanálisis, su técnica, sus métodos y su teoría responden a una dimensión ética precisa y rigurosa que el psicoanalista no puede ni debe soslayar. Si bien la ética del psicoanálisis aún es objeto de investigación y discusión en la actualidad, diremos provisionalmente a modo de resumen:

-El psicoanálisis no busca ni promueve ninguna forma de totalidad. Como construcción teórica, es un sistema relativamente abierto, que no se propone explicarlo todo, y soporta y sostiene agujeros en el núcleo mismo de su saber. Como práctica clínica, sostiene que una “curación” total es imposible, que una “unificación” completa del “in”dividuo es igualmente imposible: la división o escisión del ser humano es imposible de reparar, e intentar hacerlo suele ser, cuando no contraproducente, ineficaz.

-El psicoanálisis no funda ningún universal. Los universales (pluralizados) y los particulares propuestos por el psicoanálisis se sostienen siempre en la singularidad; es siempre la inasible singularidad subjetiva la que sostiene las construcciones más o menos universales del psicoanálisis, y la que mantiene al psicoanálisis en permanente redefinición de sí mismo.

-El psicoanálisis no propone ningún ideal que el paciente o quien fuera debe alcanzar. No define a priori ningún ideal de “bien”, de “salud”, de “felicidad”, de “normalidad” o cualquier otra ilusión que pueda valer para todo sujeto o para todo lugar. El psicoanalista no puede ni debe imponer ningún ideal (ni propio ni psicoanalítico) a aquel que le consulta; debe abstenerse de ello. El Supremo Bien y La Verdad no existen ni son posesión del psicoanalista, y los eventuales bienes y verdades a los que pueda acceder aquel que le consulta serán resultado del devenir singular de esa cura con ese sujeto particular. 

De este modo (escueto, fragmentario y provisional) hemos resumido la ética del psicoanálisis. Es en este nivel, el de los principios éticos, que el psicoanalista no tiene margen de libertad: su práctica, su técnica y su teoría responden a principios éticos rigurosos (que aquí estamos lejos de pretender agotar).

Ahora bien, así como Aristóteles deduce su Política de su Ética a Nicómaco, creemos que de la ética del psicoanálisis también se deriva su política: antitotalitarismo, singularidad, antiilusionismo, son algunas de las coordenadas políticas que a nuestro entender se deducen de la ética del psicoanálisis. Como suele decir un querido profesor: el psicoanalista no puede ser fanático, de la causa que sea. Denunciar los fanatismos, desenmascarar ilusionismos, agujerear universalismos, combatir los “ismos”… tal para nosotros la política que se deriva de la ética del psicoanálisis.

Hay en nuestro parecer entonces, lejos de la neutralidad, una posición política inherente al psicoanálisis como disciplina, sin que por ello este se transforme en una “cosmovisión” o un sistema del mundo. Es por ello que la toma de posición política por parte del psicoanalista frente a algunos acontecimientos es para nosotros no sólo inevitable sino necesaria: no tomar posición nos parece contrario a la ética del psicoanálisis, a sus principios y a sus conceptos. No advertir la posición tomada, o reprimirla, nos parece la condición de posibilidad para que ella retorne sintomáticamente. No responder, aunque sólo fuera con un vociferante silencio, no asumir nuestra responsabilidad: he ahí, en nuestro parecer, una desgracia para el psicoanálisis.

III

La palabra “resistencia” está cargada de ambigüedades. Nombrando en política especialmente a aquellos que se opusieron al régimen nazi, sobre todo en Francia pero también en otros países europeos invadidos por el Führer, en psicoanálisis fue usada en general con un sentido peyorativo. El paciente se “resiste” a la curación o a la interpretación ofrecida por el psicoanalista; la sociedad o la época “resiste” a los descubrimientos realizados por el psicoanálisis; la fuerte “resistencia” da cuenta de la magnitud de la represión; el yo es el principal agente de las resistencias al desocultamiento de una verdad inconsciente; el ello resiste mediante la ciega compulsión a la repetición, y el superyó resiste mediante la destructiva necesidad de castigo. Estas resistencias, combinadas, llevan al sujeto a satisfacerse en su mal, repitiendo ciegamente aquello que le provoca dolor y castigándose mediante elecciones que prolongan su condición de sufriente.

En su conjunto, esas serían las resistencias al psicoanálisis. A su vez, el filósofo francés Jacques Derrida ha propuesto en Resistencias del psicoanálisis que, junto a una resistencia al psicoanálisis, hay una resistencia del psicoanálisis a sí mismo. El movimiento psicoanalítico resiste a sus propios descubrimientos, renegando de su espíritu original para desviarse en pendientes conformistas, conservadoras y solidarias del status quo. Reproduce, en la política seguida por sus instituciones, lo contrario a lo que propone en sus elaboraciones clínicas y teóricas. Creemos que la política seguida por Ernest Jones, que mencionamos al comienzo, es un buen ejemplo de estas resistencias del psicoanálisis a sí mismo, resistencias que a nuestro parecer siempre se manifestaron en mayor o menor medida en la práctica y la política de las distintas escuelas de psicoanálisis (en Estados Unidos, Inglaterra, Francia, originalmente en Austria y Alemania, y también aquí en Argentina).

A pesar, entonces, del uso peyorativo de la palabra “resistencia”, nosotros proponemos que el psicoanálisis debe resistir a su propia resistencia. La resistencia puede ser señalada, interpretada, se ha intentado también prohibirla, pero en principio, en la experiencia psicoanalítica, la resistencia debe ser soportada. El psicoanalista debe poder soportar las resistencias de su paciente y también las de su época; y debe resistir a responder a las mismas con sus propias resistencias. Pero no por ello debe abstenerse de responder, desde los principios de su propia disciplina: el psicoanalista sabe que el silencio es también una respuesta.  

Es en este sentido que creemos que debe haber una resistencia del psicoanálisis a proyectos políticos que son contrarios a los principios mismos que rigen su praxis. No se trata ni de defender ni de condenar fanáticamente proyectos o agrupaciones políticos, tampoco de decirle a los psicoanalistas a quién deben votar o qué partido o agrupación representa mejor sus intereses, sus pequeños asuntos individuales y profesionales.

Se trata de resistir a aquello que puede devenir una empresa autoritaria, destructiva y restauradora; de interpretar el carácter sintomático de las repeticiones que causan estragos en nuestra historia; de denunciar el autoritarismo y el fanatismo que se oculta tras una fachada de colorida apoliticidad. Y, sobre todo, de soportar la compulsión de repetición ciega y autómata para intentar promover vía la interpretación el surgimiento, en ésa repetición, de la diferencia.  

El analista debe resistir contra la tentación de responder a un fanatismo con su propio fanatismo; pero no puede eludir responder, su responsabilidad. “De nuestra posición de sujetos somos siempre responsables. Llamen a eso terrorismo donde quieran”, supo decir alguna vez Jacques Lacan.

 

 

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Comentarios

'One Response to “Resistencia del psicoanálisis”'
  1. […] psicoanálisis es constitutivo de una ética (que, en esta misma revista, hemos presentado alguna vez de modo resumido). Hay una ética del […]