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Por Águeda Pereyra | lustraciones: Carlos Nine
I
Durante el año 2017 se estrenó Alanís, quinto film de Anahí Bernari, visibilizando una temática que, si bien ocupa el centro de los debates feministas desde el siglo pasado, en la actualidad ha devenido divisor de aguas dentro de un movimiento que se pretendía homogéneo. La narración expone tres días en la vida de una mujer atravesada por la maternidad y el trabajo sexual, encarnada de manera brillante por Sofía Gala. A través de una mirada amorosa, sin recurrir a estereotipos fáciles ni golpes bajos, nos sumerge en la realidad, por momentos muy hostil, de una de tantas mujeres insertas en el circuito prostituyente.
La prostitución se presenta como un fenómeno que parece habernos acompañado desde siempre. Sabemos que dicha práctica estuvo, en su origen, ligada a lo sagrado. En El erotismo, Bataille ubica las diferencias existentes entre la prostitución religiosa y lo que designa la “baja prostitución”. Concibe a la primera vinculada a lo ritual y complementaria del matrimonio, hallándose integrada a un sistema simbólico, donde el valor económico de los “dones” recibidos es íntegramente secundario. En cambio, la prostitución moderna surge de la miseria, y al decir de Bataille, esto “falsea el juego”: aquí el valor simbólico atribuido a estas prostitutas será únicamente el de la exclusión. La extensión del presente artículo impide desplegar la historia de la prostitución, no obstante hay que ubicar que si afirmamos que la práctica que establece el intercambio de sexo por bienes materiales parece haber atravesado la relación entre hombres y mujeres desde tiempos remotos, abstraerla de las condiciones específicas que asume el capitalismo actual puede llevarnos a repetir que se trata de “la profesión más antigua del mundo” sin poder situar el modo en que la prostitución como institución mutó, se reforzó y creció exponencialmente al punto de requerir del tráfico de mujeres para saciar la enorme demanda. Si una institución persiste a lo largo del tiempo es porque se ha redefinido, es porque hoy es funcional.
II
Las instituciones tradicionales ya no son los modeladores privilegiados de la subjetividad. En una época en que el significante amo está pulverizado y donde la regulación paterna se flexibiliza al punto de la declinación, el sujeto dividido, sujeto del deseo, queda destituido por el individuo afectado por el discurso capitalista y la omnipotencia del mercado.
En este contexto, la posmodernidad convirtió el sexo en una mercancía más: los comportamientos antes considerados perversos devienen pequeños parques de diversiones y cada quien podrá realizar sus fantasías gracias a la reivindicación de las libertades individuales. No se trata, solamente, del derecho al goce que reivindica el sujeto neoliberal, sino que al mismo tiempo el nuevo orden infunde un empuje-a-gozar inédito, donde la producción acelerada de objetos a pretenden taponar la división subjetiva que nos constituye como hablantes. En este sentido, Lacan afirmaba que lo que no está prohibido se vuelve obligatorio. El pasaje de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control imprime nuevos mandatos que permiten interrogarnos acerca de la declinación de la función paterna y sus efectos sobre la libertad subjetiva, aún cuando se nos presenta un sujeto autónomo que elige sus objetos de consumo.
Asistimos a diario a la oferta de “lolitas”, “nuevitas”, “paraguayitas”, un amplio abanico de posibilidades para satisfacer cada fantasía. Así, la razón neoliberal nos entrega la ilusión de que todo es posible (de ser comprado); cualquier deseo individual se constituye como un derecho al que se puede acceder a través del dinero. El naciente debate acerca de la posibilidad de regular el alquiler de vientres da cuenta de ello. Se trata de mujeres de países ostensiblemente pobres que venden su capacidad reproductiva a mujeres y hombres que, por diversas razones, no pueden tener hijos biológicos y no quieren adoptar un niño, pero sí pueden pagarlo. Los intereses económicos que subyacen a esta discusión son colosales.
III
El feminismo como movimiento organizado se ocupó de abrir el debate sobre la prostitución a partir del siglo XIX, y es lógico que así fuera, en tanto la prostitución es una institución definida por el género. No obstante, nunca ha habido una posición unívoca sobre qué hacer con ella. Actualmente asistimos a dos grandes visiones opuestas que se presentan irreconciliables, en tanto pretenden forcluir los matices que implica la prostitución para reducirlo todo a una discusión cerrada ante un fenómeno que, por su naturaleza, parece inabarcable, mientras pugnan por hegemonizar el sentido para influir en las políticas públicas que abordan la problemática.
Brevemente, la corriente antiprostitución —siguiendo a algunos autores feministas (Gimeno, Chuang, Fitzgerald) usaré los términos “antiprostitución” y “proprostitución” para referirme a las corrientes llamadas abolicionista y regulacionista, respectivamente— afirma que la prostitución atañe a la desigualdad de género, toda vez que refuerza la ideología sexual masculina patriarcal, se resiste a la mercantilización del cuerpo humano y sostiene que la sexualidad y el deseo de las mujeres no tienen lugar en la relación prostituta-cliente. Ubica entonces la dificultad de hablar una elección en sentido estricto, y la necesidad de abolir la cultura prostituyente que legitima el sexo como mercancía a la vez que inscribe una relación asimétrica de poder. En la vereda opuesta, las feministas proprostitución relucen argumentaciones más acordes a la subjetividad actual: defienden la posibilidad de que el cuerpo devenga una mercancía bajo la consigna “mi cuerpo es mío”, ubican la necesidad de desacralizar el sexo despojándolo de sus significados culturales y simbólicos, acusando en ese mismo movimiento a las feministas antiprostitución de sostener una moral conservadora que únicamente vería con buenos ojos el sexo por amor. Muchas de ellas reivindican la regulación de la prostitución ya que reconocen que esta práctica afecta los derechos de ciudadanía y laborales de las mujeres más pobres y afirman que muchas eligen libremente dedicarse al trabajo sexual. Asimismo, ubican en esta actividad la posibilidad de una mayor liberación sexual de las mujeres.
Si bien ambas corrientes afirman que “hay que escuchar a las putas”, en cualquiera de los dos casos corroboramos una visión cerrada que excluye aquellas voces que podrían conmover sus posiciones tan rígidamente construidas. Por un lado, se nos ofrece la representación de la prostituta víctima de las circunstancias que la llevaron a una situación de explotación que barre con su voluntad sometiéndola a situaciones de violencia y vulnerabilidad. El otro extremo brinda la imagen de la puta que elige libremente las condiciones de su práctica y dispone de su cuerpo como una herramienta más de trabajo, equiparando la prostitución con cualquier otra forma de ganarse la vida. En el medio, nada. Los matices quedan borrados porque resultan inconvenientes, porque implican la necesidad de romper con argumentos que se excluyen mutuamente y sólo se encuentran en un cruce agresivo que aleja la posibilidad real de problematizar el asunto.
En este punto me sitúo en el debate porque me implica sin identificarme bajo ninguno de estos rótulos. Me sitúo como psicoanalista, porque en tanto tal me concierne la subjetividad de nuestra época. Me sitúo también como mujer, porque en tanto tal la prostitución me incumbe. Ubico entonces la causa que me empuja a cuestionar desde mis incertezas aquello que se nos entrega casi a modo de eslogan y que repercute en las redes sociales y los medios de comunicación como verdad inapelable. No solo me sirvo de las herramientas provenientes de la teoría feminista y del psicoanálisis, sino también, y fundamentalmente, de haber escuchado a cientos de mujeres en situación de prostitución.
IV
Beatriz Gimeno, en su estudio consagrado al tema que nos ocupa, enfatiza el modo en que la época considera que todo lo que es sexo siempre está bien. “Vivimos una creciente mercantilización del placer y un omnipresente estímulo para consumir sexo sin compromiso, sin esfuerzo, sexo de usar y tirar (…) En la sociedad de consumo actual, el sexo es una de las mercancías más apreciadas y, por el contrario, no usarlo, no consumirlo, no apreciarlo suficientemente, puede llegar incluso a estar mal visto”, escribe en su libro La prostitución. Cualquier mirada crítica a las cuestiones que tienen que ver con la sexualidad es denunciada como moralizante y conservadora. En todo caso, conviene recordar que, si bien el neoliberalismo viene acompañado con un innegable relativismo ético, la defensa de ciertos valores siempre es una cuestión moral. La prostitución es un tema moral, afirma la autora, porque concierne a la igualdad, a la justicia, a los valores comunitarios. “Una ética puramente neoliberal asumirá que el sexo es un bien de consumo como cualquier otro y sometido por tanto a la ley de la oferta y la demanda. Defenderá, además, que el bien máximo que hay que proteger aquí es la libertad para contratar, para comprar o vender y para disponer del propio cuerpo como se quiera”. Sin duda la moral neoliberal está ganando terreno en tanto el narcisismo propio de la época nos invita a desatender la dimensión de “lo social” en pos de las libertades individuales —frente a todo y todos—, las diferentes “formas de vida” y las elecciones de cada quien, sin una mirada crítica (política) del estatuto de esas elecciones.
En su texto sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa, Freud afirma que la no confluencia de las dos corrientes de la vida erótica, la tierna y la sensual, causa en el hombre limitaciones en su quehacer sexual; la impotencia psíquica y sexual plantea entonces la necesidad de recurrir a un objeto degradado (“la puta”). Se trata de un modo de abordar por parte del hombre lo femenino, en tanto la mujer ubicada en el lugar del ideal (“la dama” del amor cortés) resulta intocable. Cabe preguntarse si efectivamente el encuentro con una prostituta parte de un intento de abordar lo femenino mediante la degradación de la mujer a la vertiente del objeto o si se trata de un modo de la impotencia masculina, que nada quiere saber acerca de la alteridad radical del Otro sexo. El hombre accede allí a una situación previamente pautada de acuerdo a sus apetencias, donde la parodia ritual de la escena apasionada nos recuerda el imperativo kantiano que Lacan, en su seminario sobre la ética, reserva para la época actual: “actúa de tal suerte que tu acción siempre pueda ser programada”. Por otro lado, si afirmamos que cualquier mujer puede “enmascararse” de lo que no es para causar el deseo de un hombre, no podemos dejar de interrogar qué de esta mascarada, que en tanto ficción permite el encuentro (siempre fallido) entre los sexos, se pone en juego en el ejercicio concreto de la prostitución.
V
La complejidad primera se sitúa en las distintas singularidades que encontramos cuando hablamos de prostitución. En todos los casos, la diferencia de clase se constituye como el factor que determina las condiciones en las que la prostitución se ejerce. Hay las prostitutas de clase media o alta que pueden elegir determinadas condiciones en la práctica, tales como a los clientes, los horarios, las tarifas, y que eligen el trabajo sexual como medio para aumentar su nivel de consumo o para mejorar su estatus social. Y hay una enorme mayoría de mujeres provenientes de los sectores más pobres del planeta y que a causa de los procesos de segregación han visto como única posibilidad de subsistir en el sistema actual vender su cuerpo en la calle o en un burdel, gran parte de ellas teniendo que responder a cafishos y lidiando con la violencia policial e institucional.
Es curioso el modo en que los avisos publicitarios que invaden las calles de la ciudad nos venden estas mujeres voluptuosas que se ofrecen deseantes de cumplir todas las fantasías de los hombres (y en menor medida, de mujeres). La imagen de una prostituta libre y feliz, o en todo caso eligiendo hacer algo que le gusta a cambio de dinero, a priori nos exime de toda culpa. Esta imagen no suele coincidir con la gran mayoría de las mujeres que habitan los “privados” o prostíbulos o la vía pública. La violencia, la pobreza, la migración y la falta de oportunidades insisten en los discursos de una amplia gama de mujeres que, no obstante, tampoco se acomodan tan fácilmente al estereotipo que las fija en el lugar de víctimas. Aún cuando parte de las mejores intenciones, la victimización de “la puta” a veces nos recuerda que “la ilusión de poder no deja de estar presente incluso bajo formas humanitarias, progresistas, políticamente correctas, allí donde se cree comprender al otro, donde desde un saber determinado se piensa que se le ha podido ‘sacar la ficha’”, como dice Marcelo Barros en La condición femenina.
Dentro del debate que se despliega en el interior del movimiento feminista, algunos autores —como Anne-Emmanuelle Berger en El gran teatro del género— se permiten afirmar cierto acomodamiento del (pos)feminismo contemporáneo al orden capitalista mundial. El reclamo por legitimar la prostitución como dispositivo sexual termina solidarizándose con la lógica económica de la mercancía, y este punto suele incomodar a algunas feministas proprostitución que pretenden enmarcarse en ideologías de izquierda. Ahora bien, ¿desde qué puntos de vista son reprochables las alianzas entre capitalismo y feminismo? Es una pregunta válida en tanto no se puede dejar de considerar las posibles ventajas que este último pueda extraer de integrarse a la lógica del capital.
VI
A partir de los años ´60 corroboramos cómo el capitalismo neoliberal hizo del sexo un producto y un dispositivo de poder al decir de Foucault. El cuerpo, pero fundamentalmente el cuerpo de las mujeres (y los hombres) más pobres, ha devenido fuente de goce a usufructuar. Berger, feminista proprostitución, se pregunta si no ha quedado obsoleta la vieja distinción humanista entre objetos alienables y objetos inalienables en el reino del “individuo propietario”. Hago propia esa interrogación.
Freud afirmó que la fuerza del marxismo estriba en la perspicaz demostración del influjo que las circunstancias económicas ejercen sobre las disposiciones intelectuales, éticas y artísticas del hombre. Pero, agrega, no se puede admitir que los motivos económicos sean los únicos que determinan la conducta de los hombres en la sociedad. No abstraer al sujeto de las condiciones materiales que condicionan su realización no implica abolir su capacidad electiva, aquello insondable y opaco que constituye su margen de libertad. El psicoanálisis se opone a la lógica capitalista, dice Jorge Alemán, en tanto afirma que hay algo en el sujeto que se resiste a ingresar al circuito del capital. Y aún más, hay algo propio de lo femenino que resulta incolonizable, que resiste a cualquier tipo de nominación, algo que incomoda por no acomodarse del todo.
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