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09-10-2018 Notas

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Por José LUis Juresa | Imagen: Alyson Bercuingt

La vida contemporánea se caracteriza por una destacada proliferación de consuelos que el mercado ofrece como sustitutos de la insatisfacción reinante, y no solo el mercado, sino que, mucho peor, la vida se ha transformado en un “mercado” en el que hasta las desgracias se han reconvertido a la lógica del valor de representación social propia del capitalismo. Dentro del mismo, pareciera que la propuesta es que, de antemano, solo queda soportar esta desgracia, la de estar en este mundo, con algunos consuelos representados por la mercancía del entretenimiento. Pero como en la lógica del capital, la mercancía ya es cada vez más inalcanzable para cada vez mayor cantidad de seres humanos, entonces el propio sistema se ha encargado de “auspiciar” el sistema de consuelos que prolongue algo indispensable: el convencimiento cultural de que no hay otra manera de vivir que no sea esta.

Ese “auspicio” se da en el plano imaginario, consistente en un sólido posicionamiento, formateo masificador del sentido común, a través de los medios de comunicación, a los que no les hace falta ni siquiera cobrar por sus servicios, aunque no sean “Premium”. Por más que no lo sean, los altavoces propaladores de la ideología de masa se hacen escuchar más allá de la accesibilidad directa: bares, restaurantes, vidrieras, comercios de todo tipo, presentan una pantalla en la que hacer reposar el malestar en la cultura y procesarlo por encargo, para re transformarlo en una cruzada dirigida a un chivo expiatorio que se convierte, al final, en la mercancía a ser consumida gratuitamente, ofrecida como consuelo general y aglomerante del rebaño. Su única aspiración es la llegada de un futuro que, por supuesto, mantiene a la vida vedada, y que –oh secreto mágico de su efectividad– jamás es “futuro” sino un destino que nadie ignora por necesidad de una machacante reproducción adictiva de las simples ideas que le ofrecen a la masa el “consuelo final” (suena a “solución final”: el gran culpable de todos los males, predigerido por las usinas de propaganda y listo para un golpe de horno).

Buscar consuelo

El sujeto tiende a buscar un culpable. Ese es el primer consuelo del que el analista debe abstenerse. Un culpable del malestar que lo aqueja. Sea una persona o una cosa, situación o problema meteorológico, la responsabilidad no es lo que caracteriza de buenas a primeras al animal humano. Tal vez porque sea el único que “sabe” cómo hacerlo, ya que los otros animales de la naturaleza sólo pueden responder con su propio BIOS y no pueden “contabilizarse” afectados por algún tipo de mal, cosa que sí puede hacer el humano, es decir, tiene conciencia. La conciencia es la que contabiliza, la que “tiene en cuenta”, y en esa cuenta el sujeto construye una lógica del “debe” y del “haber». Eso es lo que pretenden algunos, al menos.

El denominado “obsesivo” cree que, en esa contabilidad con la que registra su propia existencia, siempre “debe”, pero esa es apenas una forma de ocultar su agresividad hacia el otro. No quiere deberle nada, entonces siempre está por saldar una deuda que nunca termina de pagar. Su rechazo al otro, y por lo tanto a sí mismo, se plasma en la creencia de que se puede pagar hasta lo que le ha sido donado, (cuéntese la vida). La agresividad del obsesivo responde a que en su contabilidad él es el cero, el objeto de su contabilidad, y toda suma debe dar igual a cero, o sea, él. Por el contrario, el enamorado no contabiliza, por lo que es el primer desconsolado del mundo, quiero decir: el que se atrevió vivir sin consuelo. Esto tiene por conclusión que el consuelo es un modo de vivir sin amor. El “consolado” sabe vivir sin amor, en cambio el enamorado “sabe” vivir sin consuelo, es un “desconsolado”, incluso cuando reconoce la pérdida del amor.

“La sombra del objeto recae sobre el yo”, definió Freud para la melancolía, algo distinto del duelo. El analista, entonces, debe abstenerse de representar “la sombra del objeto”, su fantasma. El analista en todo caso lo sostiene, pero para ir dejando que esa “sombra” se caiga, como una sábana, y permita ver el vacío en el que se sostiene, como un hito que señala lo que ya no está: “aquí hubo algo”.  Sí, pero eso que hubo es solo eso: un reconocimiento, lo cual lo deja en paz. El problema del obsesivo es que esa “contabilidad” tiene que dar suma cero: bajo la fachada de una gran y excesiva consideración hacia el otro, se esconde la intención de hacerlo desaparecer, de borrarlo. No hay allí reconocimiento de que “hubo algo”, más bien es mejor borrar las huellas de lo que hubo. Todo bajo las formas de una hostilidad encubierta. Pero, jamás llega a eso mismo que lo horroriza: su intención de hacer desaparecer el mundo, y a él mismo con éste. En una torpeza crónica, con su cuerpo, con sus movimientos en general, se pierde en una interminable batalla de contramedidas que trazan la huella que ha de borrar de inmediato, la “suma cero” del obsesivo hace retornar sobre sí mismo esa intencionalidad destructiva. Es un gran “desaparecedor”.

Obviamente, que el obsesivo sufre y no “quiere” esto que finalmente repite como un tropiezo, el de estar en guerra fría interna, es decir, sin desbordarse ni que nada lo desborde. El consuelo del obsesivo es la ilusión de su persistencia asegurada. La “amenaza” del amor lo liberaría, pero es mucho riesgo, no quiere saber nada, a menos que sea inevitable, y al final se deje atravesar por el fenómeno como se atraviesa una gran fiebre (no sin cierta sensación de catástrofe angustiosa). A veces es literal. Ese gran duelo al que el obsesivo se niega lo dejaría en paz, sería el final de su batalla, la liberación de su acto, el corte con el juego retentivo en el borde.

La obsesivización de la vida

Los seres humanos parecen vivir bajo la gran sombra del objeto dinero. No se habla de otra cosa que dinero, por más que no se hable de él, todo remite a algún tipo de interés que no es amoroso, precisamente. El psicoanálisis usa el dinero exactamente al revés: en lugar de que sea un consuelo, es una entrega desconsolada, es decir, es lo que menos importa, aunque se sepa que el analista vive de lo que le paguen. Pero no es lo mismo que el analista sea objeto del desconsuelo (del amor de transferencia) a que se convierta en el consuelo que confirme que el dinero es “eso que todos desean”, remarcando la universalidad del “todos”, casi lo mismo que decir: “todo el mundo tiene un precio”.

El analista podría cobrar muy caro, muy barato o lo que se le ocurra, si en lo que cobra se representa el signo de lo que no se compra, de lo que solo sirve como sirve el cauce de un río, para que pase el agua y circule, mientras va alimentando la vida. Fin de la retención del acto en el borde, haciéndose agujero, reconociéndolo.

Esto quiere decir que el analista siempre recibe a “desconsolados” en potencia, que vienen a llorar su angustia, la de quien atisbó que en verdad no hay chupetín o chocolatín con el que el padre los conforme, aunque así lo busquen. Que esa muerte que palparon de cerca es real, y que esa vida que recibieron es una responsabilidad que deben tomar, no la del padre “que los hizo” –sea quien fuere este o asuma su posición. El significado de “matar al padre” no es otro: reconocer su amor, que no es estrictamente el del padre a un hijo, sino el del padre a “lo que lo antecede”, es decir, a su función, porque “lo que lo antecede” es lo que le falta, colocándose como heredero de algo que también él reconoce. Para decirlo más llano: no todo empieza con él. Al contrario: él es apenas una función que articula ese “no todo él”, esa historia, esa información que lo antecede.

Sin embargo, el capitalismo funciona exactamente al revés: creando la ilusión de que “todo” es posible, es decir, que ese “todo” es un objeto a alcanzar, y que existe. Si el obsesivo es la suma cero, entonces el obsesivo es quien mejor sabe que “todo” es posible, y ese “todo” podría ser él. Esa totalidad es la “suma cero”, el punto de homeostasis perfecto: la muerte. Pero, también como el obsesivo, esa “muerte” es, a su vez, “viva”, una muerte que se vive, una muerte que no es en su totalidad. Grave paradoja, después de haber hecho tanto por lograrlo: sigue respirando y moviéndose, apenas, para sobrevivir.

¿No es esta, acaso, la queja que se escucha cada vez que una crisis nos acerca a ese estrecho pasillo que deja el capitalismo para que se amuchen los seres humanos en largas filas rumbo al matadero? ¿No es acaso una descripción del paisaje urbano de cada ciudad que se precie de serlo? Su estructura perversa radica en la “venta” de que esa falta se puede cubrir con objetos que terminan siendo “sombras” sobre la vida de los seres humanos, retazos del deseo renunciado a cambio de un “querer” identificatorio, azuzado por la publicidad, que deja el sujeto inerme y confuso, sin saber qué es realmente lo que quiere en la vida, aparte de correr “tras la zanahoria”.  Tanto como ese valor de la falsa honestidad que suele preconizarse, siempre tarde, para el final de la vida (que también funciona a modo de consuelo), el “irse sin nada a la tumba”, probablemente al costo de irse sin haber vivido nada.

Otra frase de la época: “nadie te regala nada”, efectivamente, la “tontería” del amor no está hecha para este mundo. Sin embargo, esa “tontería” es el motor principal del análisis, que logra, a su vez, que el dinero sea, antes que un precio, una donación que, a través del analista, se hace a sí mismo, como una fe, una apuesta a la vida. Y el analista debe estar suficientemente destituido para aceptarlo, dejarse atravesar, sin conminarse a “brindar un servicio”, aunque sepa que, para “el mercado”, lo esté haciendo. En ese doble filo se maneja.

La reducción a la idea

Como una torre de Tesla que condensa las ideas como si fueran rayos advenidos al azar y las reduce y conduce dentro de un órgano vital de intercambios con el medio, el cerebro es lo que más “se mueve” en el obsesivo, mientras que todo el resto de su cuerpo parece navegar, disciplinado y obediente, por los andariveles del sistema, tratando de que nada vital lo desborde y lo induzca a hacer nada fuera de lo mental. Es como una torre de Tesla con aislante, que impide que nada desborde, todo quede conducido dentro del “corral” de la mente. Curiosamente, su reflejo tecnológico materializa una suerte de matrix gigante hecha de “redes sociales” e internet, que se parece bastante a lo que Freud anticipó con el concepto de “reservaciones” en los caminos de la formación del síntoma.

Los cuerpos cada vez menos “comprometidos” con su tiempo y con lo que podría desbordar, son inhibidos en su movimiento para ser “conectados” a una suerte de “sueño” masivo (no colectivo, sino como sumatoria de individuos), al modo en que el Presidente Schreber –el caso que Freud analizó como paradigmático de su idea acerca de la psicosis paranoica– nombró como “rayos divinos”, nominación en la que Freud vio o leyó una recreación de su propia teoría de la libido.

La neurosis obsesiva, en su extremo lógico, es absolutamente funcional a las necesidades inhibitorias que impiden a los cuerpos como sedes del deseo y del amor, los desaparecidos del sistema. El psicótico lo denuncia involuntariamente, porque ya no puede responder por el sistema, se “deja” desbordar e inicia su delirio “a cielo abierto”, ya sin “corral” porque se da cuenta de que debe “progresar” hacia el Otro, construyendo su remedo de lazo social a modo de curación. El obsesivo, en cambio, obediente, se aísla, tiende a desaparecer como “solución final” a su padecimiento, obedientemente, sin ensuciar nada y tratando de dejar todo en orden.

 

 

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