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16-11-2018 Ficciones

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Por Sergio Fitte

Cuando al Jorge se le escapó el tiro todos nos cagamos hasta las patas. Decí que la bala sólo lo rozó al Luis, porque de lo contrario hoy podría estar muerto y todo sería un poco peor. O mejor, andá a saber.

Nos habían dicho que por la zona del basural las noches de tormenta se aparecían unos chanchos. Nadie sabía bien si eran chanchos salvajes o jabalíes o escapados de la granja Municipal. El tema era que eran chanchos y punto. No nos importaba si se alimentaban de jeringas, de fetos podridos que encontraban husmeando entre la mugre o de vendas llenas de sangre que tiraban los del hospital. Eran chanchos loco, y un chancho vale mucha guita o sirve para muchos guisos, entendés, nos pusimos locos.

El Jorge siempre jodía con que el tío tenía una carabina vieja. Él sabía dónde la guardaba. Entre el colchón y el elástico de la cama la escondía. Por seguridad decía. Todo al pedo. Porque si te vienen a afanar seguro se te aparecen cuando estás durmiendo, a la noche, y entonces de qué manera te vas a defender. Para cuando sacás la carabina ya fuiste. Cosa de viejo boludo nada más.

Decidimos que se la íbamos a sacar. Fuimos un día a la tarde a lo del tío y en un descuido mientras nos mostraba una parra y no sé qué otra planta, el Jorge se le metió en la pieza y chau. Cuando nos hizo la seña de que tenía lo que habíamos ido a buscar nos fuimos a la mierda. El viejo quedó hablándole a la nada. Si hasta se puso malo y todo.

—Pendejos de mierda —nos gritaba y nosotros nos cagábamos de risa.

El Jorge caminaba como estaqueado. Se había colocado el arma todo a lo largo del cuerpo. Era como una aparición que caminaba por la calle de tierra. Enyesado parecía. El caño le asomaba por debajo de la remera y le quedaba a la altura de la boca. Él lo soplaba y hacía un ruidito que me hacía acordar a esos carnavalitos deprimentes que había escuchado y visto bailar en alguna que otra fiesta de no sé qué. La parte de la culata quedaba oculta metida por dentro del pantalón y le debería llegar hasta la altura de la rodilla

Al arma la dejamos escondida en el taller abandonado, el que está al costado de la vía. El lugar donde nos juntábamos a fumar. Esperamos a que hiciera una noche calurosa. De esas espesas con niebla de humedad que levanta el arroyo y salimos. Ese fue el primer error.

Porque la verdad es que no tendríamos que haber tomado, si es que pretendíamos andar de cacería. Lo que pasó fue que el Jorge antes de rajarse de la casa manoteó una botella de vino tres cuartos que le habían regalado a su viejo que justo era el cumpleaños. El viejo en el quilombo del festejo no la había ni registrado, había quedado descuidada en un rincón de la mesada para que nadie la tirara al piso. En cambio el Jorge si. La tenía marcada. La tuvo entre ceja y ceja desde el primer momento y antes de mover para nuestro escondite la agarró a la pasada.

Yo casi ni lo probé al vino. Como siempre ando con ganas de vomitar, por lo general todas las bebidas alcohólicas me caen mal, entonces trato de evitarlas. Pero me cuesta. Más que todo cuando ando en grupo y me estiran la botella o la caja o lo que sea. Por suerte me especialicé en un movimiento que confunde. Me llevo la botella a los labios y hago que tomo, pero no lo hago. Igual, a veces, la simulación me hace tan mal como el mismo tomar y termino vomitando de todas maneras. Haciendo arcada seguro. En el caso particular de aquella noche. Realicé mi actuación unas tres veces y pude mantenerme más o menos presentable ante mis dos amigos. Si hubiese tragado la cosa hubiese sido peor, porque recuerdo que tenía tanta hambre que los intestinos me hubiesen colapsado ahí mismo. Yo siempre tengo hambre.

Cuando dimos por terminada la botella, Jorge se paró y la arrojó contra la pared que da a lo del Cholo Ripeti. En ese momento me di cuenta de que la bebida le había caído mal. Como el Luis no dijo nada yo tampoco abrí la boca. Después pensando, estoy seguro que el Luis no dijo nada porque también estaba un poco picado. Teníamos como premisa no levantar sospechas en nuestros movimientos y para eso, especialmente, el tema del silencio era un tema fundamental. Después del estallido del vidrio el sonido se mantuvo unos largos segundos retumbando entre la construcción de chapa en la que estábamos velando el arma. Esta situación marcaba que algo no andaba bien. Tendríamos que habernos dado cuenta.

—Me persigue el ruido —dijo varias veces el Luis mientras nos dirigíamos al basural.

—Dale puto, estás todo cagado, llorón —le decía el Jorge y la cosa quedaba ahí.

El Luis se quedaba callado, pero yo me daba cuenta que no le gustaba mucho lo que le decía, algo en el ambiente le hacía dudar de lo que estábamos haciendo. Entonces arrancaba con la cantinela de siempre: “…y que por qué no agarramos y matamos un par de perros y los comíamos, si en Rosario los hacen a la parrilla y salen bárbaros”.

—Ni se te ocurra —le aclaraba el Jorge y yo me daba cuenta de que la cosa iba en serio, que si le rompía mucho las pelotas al Jorge con el tema, era más probable que lo matara a él que a los perros.

Para no tener quilombos nunca me metí en los temas de ellos. Iba, entonces, caminando tranquilo atrás a unos dos pasos de distancia. Como no yendo. Como queriendo ir y no. Porque algo me olía mal a mí también y no era solo el ambiente. La pudrición de los costados del camino, a medida que nos acercábamos a los terraplenes de basura a cielo abierto que llamábamos basural por costumbre, no me hacía nada. Estaba acostumbrado. Era otra cosa lo que sentía. Era algo que estaba mal y me parecía que iba a estar peor en poco tiempo.

La luna por momentos nos iluminaba y por momentos desaparecía. En los intervalos de oscuridad se nos agudizaba el oído y podíamos escuchar aullidos de perros, llantos de mujeres sometidas a diferentes cosas, aparatos que escupían cumbia a todo volumen, pero ningún sonido a chancho. Ni salvaje. Ni doméstico. Ni municipalizado, para el caso de que fuesen los de la granja educativa los que se andaban dejando ver.

Antes de que comenzara a cansarme llegamos a lo que parecía el lugar indicado. Nos fuimos a la sombra de una montaña de pudrición que había en uno de los centros neurálgicos del predio. Habíamos terminado desembocando en una especie de plaza. A todos los costados, enormes montañas de formas irregulares de desperdicios descansaban como pirámides egipcias. Elegimos el lugar de acecho en el momento en que la luna se encontraba despejada por completo. Nos fuimos para dónde, nos pareció, quedaba más a oscuras. Cuando las nubes volvieron a apareces la negrura fue total. No pasaba nada y nos aburrimos rápido.

Para pasar el tiempo el Jorge peló la pija y se empezó hacer la paja. Siempre jodía que con que la tenía muy grande. Pero a mi no me parecía tanto. Yo había visto más grandes. Al rato encontró un forro y se lo puso. Y arrancó con la explicación de que con el forro no se siente nada, que por eso le pusieron ese nombre al producto: “forro”, porque todo el placer que podrías sentir te lo roba el forro. Forro de mierda.

Tardó un buen rato para acabar. Eso se sabe porque al no sentir casi nada todo se retrasa. Después se armó una especie de honda con el forro, el muy hijo de puta, y le empezó a tirar piedritas al Luis que se quejaba que le llegaban todas mojadas de afrecho.

A mí no me tiraba nada. Otra vez era como que estaba y no estaba. Un poco me hinchaba las pelotas pero no decía nada. Total. Yo sabía que entre ellos cada tanto se intercambiaban y se cogían. Pero no me importaba. Bueno un poco sí me importaba, cuando me dejaban demasiado de lado, pero mucho no podía hacer.

Entonces fue que en uno de los hondazos que le tira, al Luis, se escucha el gruñido.

Nos paralizamos. Nos paramos los tres a la vez.

En el acto el Jorge recordó para qué estábamos en el basural. A qué habíamos ido, entonces se agacha al instante. Levanta la carabina y se suelta el disparo.

Por un instante el estampido de las bestias invisibles taparon el estruendo. Luego el sonido quedó flotando en el aire. En la espesura de la niebla.

Nos cagamos hasta las patas.

Cuando el silencio me empezaba a romper la cabeza. El Luis salió en mi ayuda. En seguida me di cuenta de lo que había pasado.

El boludo del Jorge le había metido un tiro.

El Luis se revolcaba en el suelo y se agarraba la panza. Chau, pensé, no cuenta más el cuento. Al ratito igual se acomodó boca arriba y me dio la sensación de que no gritaba tanto de dolor. Era una especie de susto que tenía. Y no mucho más.

—Cómo quema esta mierda —dijo mientras se paraba.

Lo rajó a puteadas al Jorge y dijo que se iba.

A lo lejos veíamos como se alejaban los chanchos. No entiendo como no los escuchamos. Estaban al lado nuestro. Con las ganas de comer uno que teníamos.

Recién cuando llegamos hasta el primer foco que colgaba de la columna de alumbrado, la única a la redonda, pudimos ver bien que le había ocurrido al Luis. La bala le atravesó el flanco izquierdo y le rozó la carne. Le dejó un agujero en la remera y un faltante en uno de sus costados. Se hacía el guapo. Decía que no le dolía. Que no sentía nada.

—Soy inmortal —gritaba y se cagaba de risa.

Pero yo me daba cuenta de que un poco le dolía. Además caminaba muy despacio. A la rastra casi. Nos metimos a nuestras casas y nos fuimos a dormir sin decir nada. Estábamos medio revolucionados por lo que había ocurrido. Ni siquiera nos dio para ir hasta el escondite a dejar el arma. Jorge dijo que iba hacer lo mismo que el tío, esconderla entre el colchón y el elástico de la cama. Claro que no tomó conciencia de que él dormía en el suelo y que además lo hacía con el resto de su familia en la misma habitación de dos por dos.

A la mañana siguiente el quilombo total.

La madre del Jorge que se apareció en casa a preguntar qué había pasado. Que de dónde habíamos sacado el arma que estaba abajo del colchón de su hijo. Que la había descubierto recién cuando pudo levantar las ropas de dormir, cerca de las doce, porque el vago de su hijo se levantaba siempre muy tarde. Que si la hubiese descubierto antes lo mismo hubiese ido a mi casa porque yo algo debía saber.

No tuve ni tiempo de decir nada que ya estaba haciendo arcadas en el baño. A lo mejor los nervios. Vomitar no vomitaba, cómo hacerlo si no comía.

Al rato vino la madre del Luis también con preguntas y a avisar que se lo llevaba al hospital que no le podían parar la sangre.

Así es como llegamos a la parte de las palizas. Al Luis le pegaron menos porque lo terminaron cociendo medio de apuro como a un matambre. Las sanciones. Las reuniones de los grandes para, de una vez por todas, tomar una determinación con los hijos. Lo inesperado.

Contrario a todo lo que hubiésemos podido imaginar, los mayores decidieron que lo más conveniente sería llevarnos a la iglesia. La madre del Luis era una de las más devotas de todo el barrio y como su hijo había sido el más perjudicado en todo el asunto se resolvió seguir su idea.

Nos llevarían a que el cura o lo que fuere, para ese entonces no distinguíamos mucho de credos, nos perdonara, nos encarrilara, nos enseñara el camino, que debíamos seguir.

Entramos al templo cagándonos de risa. Empujados por la madre del Luis, las otras ya la habían abandonado en la tarea. Al rato nomás nos dimos cuenta que allí dentro, mucho no se podía joder. Porque se te aparecían de atrás unos monigotes vestidos igual que el que daba la oración y se te colocaban detrás y donde volvías a hacerte el boludo te metían una trompada cortita en la zona de los riñones y de a poco la palabra del señor te iba interesando más que hacerte el cocorito.

El Jorge, como siempre, quiso ser el más vivo del mundo y terminó por pasarse de listo. Entre dos de esos chiquitos que andaban vestido igual que el que hablaba por el micrófono vinieron y se lo llevaron.

La madre del Luis, más o menos adivinando qué era lo que le iba a suceder, se hacía la señal de la cruz y gesticulaba con la cara. De paso redoblaba los esfuerzos y cantaba a viva voz y muy desafinado.

El Luis se llamó a silencio y se quedó tranquilo para que no se lo llevaran también a él.

Al Jorge lo condujeron a paso firme sin que tuviese oportunidad de oponer resistencia. Lo llevaron desde el fondo, donde estábamos, hasta delante de todo. Lo llevaban por el costado. No por en medio de toda la gente que colmaba el templo. Yo seguí con detenimiento todo el trayecto que iban realizando. Me daba la impresión de que se lo iban a entregar al que daba la palabra para que lo retara delante de todo el público. Pero me equivoqué.

Porque en lugar de hacer lo que yo pensaba lo metieron por una puertita más baja y angosta de lo habitual que pasaba desapercibida porque se encontraba detrás de una cortina roja. Alguien le hizo una seña al del micrófono y se hizo un largo silencio. El del micrófono desapareció también dentro de la puerta al momento que los otros dos chiquitos reaparecían. Uno del público se adelantó a los demás y se subió al púlpito y arengó para que el resto lo acompañara con los versos de un canción que se veía conocían todos.

—Me gusta tanto este salmo —gritó la mamá del Luis al tiempo que cerraba los ojos, levantaba los brazos y se movía al compás del sonido musical.

Había personas que lloraban, algunas se desmayaban y caían para atrás y a nadie parecía importarle mucho el asunto.

Todo el rato que el pastor principal desapareció de escena continuaron con las canciones. El micrófono pasaba de mano en mano y las desafinadas voces hacían cola esperando su turno. Cuando volvió, al instante, recuperó su lugar abandonado. No le importó que la canción que estaban entonando estuviera por la mitad. Todo comenzó a ir por los carriles anteriores. El pastor reapareció un poco colorado y con el pelo tirante, bastante largo lo tenía, peinado a la gomina para un costado.

De repente sin que me diera cuenta el Jorge estaba de lo más campante al costado mío. No lo había visto regresar. A lo mejor salió de un lugar diferente al que entró. Estaba hablando con el Luis cuando lo descubrí. Otra vez comenzaba a estar y no estar al mismo tiempo. Me hubiese gustado participar de aquella charla. Me volvieron las ganas de vomitar. Tomé conciencia que durante un buen rato me había sentido, podríamos decir, bien. A lo mejor la mamá del Luis tenía razón y nos estábamos purgando el alma enserio.

Como mis amigos no daban señales de acercarse fui yo quien se acercó a ellos. Sin mediar palabra el Jorge me extendió la muñeca izquierda y realizó alarde del reloj que tenía puesto. Una imitación berreta de un importado todo enchapado en oro falso.

—Esta es la primera prueba —me explicaba.

El Luis ya estaría al tanto de todo el tema, porque ya no le daba pelota.

—Si mañana regreso y vuelvo a entrar al cuartito con el Pastor se lo puedo cambiar por plata.

En el barrio se contaban muchas historias de los religiosos o de los curas, porque nosotros les decíamos curas. Pero nunca las había conocido tan de cerca.

Un gusto agrio me vino del estómago y se me ubicó en la boca. Ya caminando de regreso a casa continuaba allí. Era espeso, como un chicle grande e invisible.

Antes de tomar la decisión hicimos una reunión en el taller. Votamos: yo dije que prefería volver a intentar cazar un chancho, a lo mejor voté por hambre, con el bolsillo, como quien dice. Perdí dos a uno contra la iglesia.

El Jorge le prometió al Luis que lo iba a meter a él también en el cuartito. Que el “del micrófono” no iba a tener problema. Que después le contaba por qué tenía ese apodo. Yo los miraba y ellos me miraban también. Cuando llegó la hora de ir los acompañé tal cual mi costumbre. Dos pasos tras. Esa vez llegamos temprano, no había nadie todavía. El Jorge se metió sin problemas por algunos lugares, parecía acostumbrado. Extrañamente me sentía tranquilo. Ningún síntoma de desequilibrio estomacal. Por un momento estuve sólo en medio del gran salón.

Él apareció de atrás de un cortinado. Me llamó la atención que no tuviera la sotana puesta ni nada religioso en las manos. De a poco se fue acercando. Su encanto celestial se agrandaba a medida que avanzaba. Posó su mano sobre mi cabeza y comenzó a acariciarme el pelo.

—Qué flaquito que sos, ¿cómo te llamas —me preguntó.

 

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