Blog
Por Luciano Sáliche
A Pilo
I
Hace algunos días despedí —despedir acá es una metáfora porque cuando uno le dice adiós a alguien sabe bien adónde se va— a un gran amigo, un hermano, de los que se cuentan con los dedos de una mano. Estaba con los ojos cerrados, los labios juntos, la piel pálida, un poco más pálida que de costumbre, adentro de un cajón. Alrededor, la gente lloraba. Saludé a su familia y salí rápido a la vereda. Prendí un cigarrillo, levanté la vista: el sol ardía sobre un cielo limpio, insoportablemente despejado.
Resulta por lo menos irónico que un pibe, como decimos en Chivilcoy, de buen corazón, porque si algo tenía este pibe era un buen corazón, haya muerto de un paro cardíaco, ¿no?
Desde aquel día fatal que no puedo dejar de pensar en él —¿alguien sabe cómo desenchufar momentáneamente el pensamiento?— y aunque en un momento creí que era la angustia repentina lo que me mantenía mambeado, me permití dudar un poco cuando, este jueves, lo vi sentado en el patio de mi casa con las piernas cruzadas, tomando una lata de cerveza, mirando las estrellas.
¿Ustedes creen en los fantasmas?
II
Cuando nos vinimos a estudiar a Buenos Aires, montamos una cofradía. A todos, en diversos momentos de la vida, le sucede lo mismo. La soledad es un holograma de terror. Cuando el mundo se vuelve hostil, hay que juntarse con gente que batalle al lado, codo a codo. Él era un hermano. Aprendimos juntos a dibujarle huecos a la rutina del estudio y el trabajo precarizado para hacer la vida un poco más liviana. “Estamos unidos. Somos pobres pero inteligentes”, me dice en una charla que tuvimos por el chat de Facebook, hace varios años atrás, y que terminó, como siempre solía terminar, con un “ahí salgo para allá”, para continuarlo en el plano de lo real, del cara a cara.
Recorrimos este maxikiosco macrista miles de veces: nos gustaban los recitales en barcitos, los atardeceres en las plazas y los asados en balcones. Era lo que había.
Ahora, mientras la noche se vuelve un elástico, podría estar horas leyendo y releyendo mails, chats de Facebook e intercambios literarios. La sensación primera es gracia, como una carcajada seca que se tropieza hacia delante. Luego… bueno, nostalgia. Las charlas van y vienen sobre temas de nuestra coyuntura personal: vehículos arruinados, mambos familiares, minas, boludeces de la facultad, los amigos de toda la vida, cenas gourmet y el regocijo de la resaca. Sí, nos reíamos mucho, luego de alguna agitada salida nocturna, sobre el precio que debíamos pagar: “¿qué secuelas tenés del pedal que nos agarramos anoche?” o “qué finde el pasado, me borró un puñado interesante de neuronas”.
La palabra que más se repite es abrazo.
III
Hubo un momento en que nos juntábamos mucho a estudiar, porque en compañía la lectura obligada se hace más entretenida. Con un mate que iba y venía, podíamos estar horas concentrados cada cual en su libro. De fondo, los Doors, Marley, los Stones… esas cosas. Luego intercambiábamos conocimientos, nos contábamos las ideas que estábamos leyendo. En ese sentido, las ciencias sociales son un terreno generoso. “Es una avalancha de libros la que tengo que atajar con la mente”, decía con esa capacidad finísima para el humor, y al toque organizábamos una jornada de estudio. La amistad es, sobre todo, eso: apoyo mutuo.
Junto a dos amigos más y las cuatro mochilas enormes, fuimos a Bolivia. Primero recorrimos el norte argentino. La foto que ilustra este texto es de ese viaje, en El Mollar, provincia de Tucumán. Fue en el verano de 2007, creo, o por ahí.
Desde Cuzco —yo me volví antes a Buenos Aires—, me escribió una carta en verso fechada el 22 de enero que, al volvernos a ver, me la dio. Eran tiempos de lapicera y papel. “Que un amigo ya no sos, te recibiste de hermano”, dice en la hoja que ahora leo, más de diez años después, y me tiembla un poco el pulso. Y es verdad, fue a partir de ese viaje que duró casi un mes cuando nos volvimos, más que amigos, hermanos.
Me acuerdo de un atardecer en el lago Titicaca, en la punta de la Isla del Sol, mirando hacia el norte: el sol se escondía lento en el horizonte. Si algo, entre todos esos algo, lo destacaba era su militancia por la contemplación del paisaje. Abrir los ojos bien grandes y retener en la memoria un momento verdaderamente único. Lo recuerdo porque salimos juntos a recorrer la isla luego de un largo viaje y colgamos ahí hasta que cayó la tarde. Lo veo ahora, mirando el crepúsculo y sonriendo con la más completa paz.
¿Cuántas sensaciones como aquella me quedarán por vivir?
IV
Era un poeta. Su forma de relacionarse con el mundo era siempre original, genuina, auténtica. Cualquiera que lo haya conocido bien, sabe que era de esos tipos que no se parecen a nadie. Y yo, acá, en este planeta horrible lleno de gente horrible, me contento, al menos —¿qué me queda sino?—, en saber que fuimos, como él decía, “grandes aliados en este quilombo”. Así me dijo, por ejemplo, en marzo de 2014. Hacía un par de meses que no nos veíamos. Cada cual andaba en la suya. Épocas. “Seguimos estando espalda con espalda, a pesar de la distancia”, agregó.
“Tengo ganas de ser un ser social hoy (valga la redundancia)”, leo en un chat de mayo de 2012. Un poeta, dije. Un poeta que no necesitaba libritos que caretear ni títulos de no sé qué cosa. Un poeta de verdad. Sólo bastaba con charlar un rato.
V
Lo último que me escribió fue un halago. “Te pasaste, Luchito”, me puso. Me hablaba de una nota que había escrito. No sé cómo decirlo, quizás suene un poco estúpido e insensato, pero todas las porquerías que escribí para un lector como él, de tamaña inteligencia e inmensa sensibilidad, son sólo eso: porquerías. Ojalá algún día escriba algo y me diga a mí mismo que con ésto sí me pasé, que ésto a Pilo le hubiese gustado. Ojalá. Pero ya no importa.
Hay miles de anécdotas que no se pueden contar ahora, acá, en la ordinariez de una pantalla. Estas letras ordenadas con algún sentido medianamente lógico no son nada. Absolutamente nada.
¿Qué palabras pueden describir una ausencia así?
VII
Voy terminando, porque escribir estas cosas —esta mísera literatura del yo— te hace mierda. Sólo quiero decir esto:
Ojalá el mundo explote y se haga de nuevo. Como un big bang, otra vez. Para que Pilo vuelva, reaparezca, como si nunca hubiera desaparecido. Aunque hay gente que nunca se va, que todavía está acá, adentro de los que seguimos vivos, eternamente agradecidos por haberlos conocido, por haber tenido la puta suerte de haber congeniado en un par encuentros que nos cambiaron para siempre la forma de pensar y de sentir.
Cada cual hace lo que puede por sobrevivir en este quilombo. Uno es uno, pero también uno es la gente que quiso y que quiere. Uno es también sus aliados. Yo tuve el mejor. Aún lo tengo, y eso es para siempre.
Etiquetas: Bolivia, Chivilcoy, Cuzco, El Mollar, Literatura del yo, Titicaca