Blog
Por Bárbara Pistoia
“Si te hablara de una flor que creció en una habitación oscura,
¿confiarías en ella?”
Ya lo sabemos todos: viene Kendrick Lamar a la Argentina en el marco del Lollapalooza 2019. Pero la noticia no termina ahí, apenas comienza y asoma un sonido de todo un mundo propio que no termina de vislumbrar la dimensión de esta visita.
Cuenta la leyenda que, con 500 dólares encima y dos bolsos, el pandillero Kenny Duckworth y la dulce joven Paula Oliver, cansada de las andanzas del susodicho, llegaron a Compton en 1984 dejando atrás las amenazas callejeras del sur de Chicago. Los primeros dos años fueron bastante fatales, dormían en pensiones las mejores noches y el resto lo hacían en un auto o, si hacía mucho calor, en plazas. La situación se estabilizó un poco cuando Paula entró a trabajar a McDonals. El 17 de junio de 1987 le daban la bienvenida a su primer hijo, Kendrick Lamar, el mayor de cuatro hermanos.
Su crianza transcurrió en una familia ideológicamente afín a diferentes movimientos civiles, pero sin vinculación orgánica, más allá de relaciones cercanas con, sobre todo, militantes de las Panteras Negras. Creció, entonces, en un núcleo íntimo politizado para comprender perfectamente de qué iban los gritos y balazos de su ciudad, ese punto en el mapa que, además, es una de las banderas del rap West Side, con influencia histórica en el sonido y la cultura hiphopera.
En su composición general no escatima para nada las marcas de estas vivencias, presentándolas tanto en modo reflexivo como testimonial, gambeteando la furia desordenada del gangsta rap pero tomando sus exquisiteces para dar el golpe insólito: Kendrick Lamar rapea desde una oscuridad emocional y una complejidad intelectual que construye intimidad, como si nos contara al oído su percepción de aquello y su visión de los demás síntomas sociales que no pueden, bajo ningún aspecto, escaparle a los golpes de la década Reagan y los guetos arrasados por el crack. Por algo no son pocas las veces que nos recordará que es un nacido en los ’80.
Era el año 1995 y las simbólicas calles de Compton se convertían en la locación para el video de California Love, un himno de la Costa Oeste. Así, Dr. Dre regresaba a su también ciudad natal vestido de guerrero y muy bien acompañado. Kendrick, de 8 años en aquel momento, lo recuerda así: “¡Tupac en Compton, hombre! ¿Entendés lo que es eso? Para todos, grandes y chicos, era como un superhéroe. No sé de dónde venía esa aura, pero él tenía algo más que el resto. Ahora, a la distancia y con edad suficiente puedo decir que ni él mismo lo sabía”. Hace unos años, para una fecha aniversario de la muerte de Pac, (le) escribió “No puedo describir cómo me sentí en ese momento. Veinte años después puedo entender perfectamente que el sentimiento que me despertaste cuando te vi fue inspiración. La vida de la gente que tocaste en una pequeña intersección cambió para siempre. Me dije a mí mismo que, algún día, quería ser una voz para la humanidad. Todos sabían que estaba hablando en voz alta para que vos me escucharas”.
Lo mejor de esta vinculación es que Kendrick toma esta admiración profunda, a la que hace referencia una y otra vez, sin tomar el sonido puro de Tupac ni fingir una actitud similar. Shakur sobrevuela la obra de Lamar como un guía espiritual, estimula su fuerza poética y su aliento político insaciable, pero su presencia más literal es únicamente para generar guiños entre sus canciones y las de él, para ser celebrado y mantener vivo su mensaje.
Mientras que la mayoría en los guetos ve en el rap una salida de emergencia para dejar atrás las calles y el negocio de las drogas, él, a priori, intentaba manejar sus ansiedades y sus tartamudeos tirando rimas. Tuvo un crush fundamental con Eminem, otro devoto de Pac, para empezarse a tomar en serio este asunto del rap, “cuando escuché The Marshall Mathers LP no podía creerlo, ¿qué está haciendo? ¿cómo lo está haciendo? ¿cómo puede juntar las palabras así?”. Escribió, estudió y practicó tanto que comenzó a ganar en las esquinas, por lo que irremediablemente la búsqueda se volvió creativa y vital.
Traspasando la adolescencia, y ya con una cercanía más inmediata a los dramas barriales, le llegó ese momento crucial en el que el rap se volvería salvador. Bajo el seudónimo K-Dot aparecieron sus primeras cintas y mixtapes, también los laberintos del alcohol, los deseos suicidas y la depresión.
En el 2011, firmando como Kendrick Lamar, lanzaba Section.80, su primer LP oficializando frente al mundo su abanico de voces, su atrevimiento oscuro y meticuloso, y, sobre todo, la advertencia de cómo pondría a trabajar a todos los géneros para su hip hop. Sí, su hip hop, es que en este primer disco ya queda claro que algo está en construcción, lo que justifica algunos pasajes caóticos. Su flow va tan sensual por delante de nuestra percepción que funciona como un primer aviso de su trayectoria futura: nunca será posible adivinar cuál será el siguiente movimiento que Lamar dará. Como una especie de introducción-nudo-desenlace se destacan Fuck Your Ethnicity (“el fuego arde en mis ojos, esta es la música que me salvó la vida. Lo llamas hip hop, yo lo llamo hipnotizar. Sí, hipnotizo: atrapé mi cuerpo, pero liberé mi mente”), Ronald Reagan Era (“tengo hambre, mi cuerpo está inquieto, tomaré tu puta despensa”) y HiiiPoWeR (“lo siento, mamá, no puedo poner la otra mejilla / saca tus armas y juega conmigo, vamos a activar, hay que levantarse, lanzar una molotov”).
Section.80 funciona como un DNI y deja todo listo para lo que sigue. ¿Qué sigue? El ascenso imparable a partir de una trilogía de discos biográficos en todas las formas biográficas posibles, o sea, personales primero (good kid, m.A.A.d City, 2012) enraizadas luego (To Pimp a Butterfly, 2015) y colectivas después (DAMN, 2017). Este conceptualismo, que puede parecer un detalle, es esencial para comprender no sólo su música y su personalidad, sino la importancia de su figura.
“Hay cosas que no necesitan ser dichas” respondía cuando lo empujaban a explicar lo obvio por las insinuaciones que se desprenden del ya clásico -y los clásicos por algo lo son- good kid, m.A.A.d City (m.A.A.d es el acrónimo de My Angry Adolescence Divided). Presentado como una especie de cortometraje, la polaroid de la portada también deja claro que no sólo está dirigido por él, sino que también lo protagoniza. De esta manera nos lleva a un viaje por su propia transformación o, como dice él, lleva a pasear su vida en Compton por el mundo, tan así que le dedica una canción en colaboración obvia, pero no por eso menos lujosa, con Dr. Dre: “Las duras realidades que vivimos se traducen en la música que hacemos. Perra, yo soy de Compton, no hay ciudad como la mía”. Imposible no destacar Swimming Pools, uno de sus temas más confesionales (“Tomé un sorbo, luego otro sorbo, luego alguien me dijo / Ahora abre tu mente y escúchame, Kendrick, soy tu conciencia, si no me escuchas, entonces, serás historia”), y Bitch, Don’t Kill My Vibe, que funciona -de alguna manera- como la sepultura de K-Dot y el renacimiento de la Costa Oeste (“Soy un pecador / Puedo sentir los cambios / Mi ciudad me encontró y me llevó a los escenarios / No has oído a la Costa así en mucho tiempo”). Una línea aparte va para esa obra maestra llamada Sing About Me, I’m Dying Of Thirst, en la que, por un lado, deja tan claro el elixir que puede ser su flow que parece un coqueteo que nos haga prometerle que cantaremos sobre él, y por otro consagra el nacimiento de Kendrick Lamar, que no viene solo, viene con todos sus fantasmas. No es casual que el tema que le sigue es Real, “hago lo que quiero hacer, digo lo que quiero decir / soy real / canta mi canción, es toda para vos”, una especie de ensayo sobre lo vincular en el que se permite patearle la matrix al mundo moderno: “¿qué tiene que ver eso con el amor si no te amas a vos mismo?”. En la edición Deluxe nos regala un clímax aparte con Now or Never, una especie de momento Soul Train para movernos suave entre versos existenciales.
La narrativa de Kendrick lo único que hace es crecer de manera poderosa, magnética y ardiente. Así llegamos a To Pimp a Butterfly, un disco que se burla del acostumbramiento y siempre va a tocar fibras sensibles, de alguna manera o de otra, ofreciendo una sensación de primera vez. Es natural, es un disco que nace desde las más profundas raíces, que explora y se cultiva en esa profundidad; es un himno de liberación, una espada de luz enfrentando al racismo y una fiesta negra, vivamente negra. La poesía que ofrece Lamar goza de una belleza jadeante sobre los cadentes sonidos oscuros, entre los que el jazz es protagonista. El clásico de este disco es con total validez King Kunta (“para cuando escuches el próximo pop, el funk ya estará dentro tuyo”), aunque no podemos obviar que Alright, el tema que le llevó más de seis meses terminar porque “quería hacerlo inspirador, que sepan lo fuerte que somos aunque nos quieran empujar a ser sus víctimas”, se convirtió en un himno contra la violencia institucional y la brutalidad policial.
TPAB fluye y no tarda en mostrarnos que, una vez más, nos está contando una historia. Y el desenlace es explosivo, emocional y desesperante: Mortal Man, una masterpiece en la que finalmente descubrimos qué significan algunos versos que se van repitiendo a lo largo del disco, termina con una charla entre él y Tupac. A través de fragmentos de un viejo audio, el superhéroe de su infancia le responde a su pregunta sobre cómo ve el futuro para las nuevas generaciones: “los niggas se están cansando, va a correr sangre. América cree que estamos jugando, pero no es ningún juego, va a ser como Nat Turner en 1831” (en referencia a la rebelión de esclavos). Lo último que se escucha del disco -que originalmente se iba a llamar Tu Pimp A Caterpillar en honor a Shakur- es la voz agitada de Lamar llamándolo a Pac tres veces. Lo que queda es silencio, pero el silencio nunca es mudo, de hecho, segundos atrás Makaveli reflexionaba sobre la fuerza de su música: “es una cuestión espiritual, no estamos rapeando, simplemente dejamos que nuestros amigos muertos cuenten historias para nosotros”.
DAMN, como buen hijo de aquel final, recoge los guantes, se viste de Kung Fu Kenny y le hace frente a la embestida del Make America Great Again: “Ustedes, hijos de puta, no pueden decirme nada, prefiero morirme antes que escucharlos. Mi ADN no es para imitar. Tu ADN es una mierda” (DNA). Recita, planta la semilla de su propia profecía y rapea, toma nuevas curvas sonoras que funciona como un cruce de autopistas donde conviven los sonidos del hip hop de la vieja escuela con los suyos, aportándole audacia y dinámica a su flow. DAMN también es confesional, rompe márgenes románticos y existenciales, es una fogata de arte con sus contradicciones. La guerra está afuera pero también está adentro: él ya es finalmente una voz para la humanidad y se está reconociendo como tal, entonces, “todo el mundo quiere que lo haga, tengo oraciones para ellos, pero ¿quién reza por mí?” se pregunta en Feel, aunque el clímax de conflicto lo da con la brutal Fear, “mi nueva vida me hizo magnificar todo, ¿cuántos elogios necesito para bloquear la negación? / Todo este dinero, ¿es un chiste de Dios? / Estoy hablando de miedo, miedo de perder la creatividad. Estoy hablando de miedo, miedo de perderte y perderme… / Lo que sucede en la Tierra se queda en la Tierra, y no puedo llevar estos sentimientos conmigo, así que espero que se dispersen”.
Más allá de los logros obvios -localidades agotadas en su tour, Grammys, récords de ventas, etc.- Kendrick este año rompió el muro cultural siendo elegido por unanimidad para el Premio Pulitzer de la Música por DAMN, un reconocimiento que parece ir más a tono con la magnitud lírica de su obra que cualquier otra estatuilla. El 2018 también lo tiene como responsable de uno de los grandes discos del año, el soundtrack Black Panther. Y para más, los primeros días de octubre se dio a conocer la colaboración que hizo con Anderson Paak (¿el James Brown del s. XXI?) para la fantástica y bailable Tints, incluida en el flamante y brillante Oxnard, bajo la capa y espada de Dr. Dre, o sea, sí, la California Love de estos tiempos.
Aunque no todas las colaboraciones tienen ese peso, desde ahí podemos visualizar otras de sus huellas, generoso con sus pares, debe ser uno de los artistas que más colaboraciones hace, incluso más allá de su género musical. La identificación con sus colegas, sobre todo afroamericanos, es tal que está atento a sus movimientos y, de ser necesario, dispuesto a tomar acciones sin importar lo poco simpáticas que pueden caer. No le tembló el pulso cuando Spotify quiso sacar los discos de XXXTentation por sus recurrentes hechos de violencia; en esa definición que la empresa planteó como una regulación de conductas, Kendrick vio un acto racista, por lo que -si desplazaban al rapero- él sacaría sus discos de la plataforma.
Lamar, como todo felino, avanza en el momento indicado. Es observador, de poco hablar y justo decir, tiene movimientos delicados y atractivos, anda siempre con una postura desafiante y sosteniendo su mirada. Como si no fueran suficientes sus magias y dones, como si no necesitara nada más que a sí mismo y a sus fantasmas, el rapero que sonríe poco pero genuino, se regodea bajo un halo de misterio que cuida con equilibrio y convicción, por algo sus palabras sucias y agresivas suenan tan erógenas y estimulantes cuando pasan por nuestros oídos. Lejos de las redes sociales, reacio a las entrevistas y a los shows televisivos, sin abusar de su imagen, al chico de Compton le alcanzan sus rimas y melodías para cumplir la premisa de que la música calma a las fieras.
Mientras la calma acontece, y sabiendo que la única calma posible es la que antecede al huracán, todos, incluso él, esperamos que así sea, con esa ilusión -un tanto ingenua, pero también necesaria- de unir voces frente a un escenario social en el que, de norte a sur, las balas policiales vienen sonando como hace mucho no sonaban.
Etiquetas: Barbara Pistoia, Dr. Dree, Hip hop, Kendrick Lamar, Lollapalooza 2019, Panteras negras, Tupac Shakur