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Por Giovanny Jaramillo Rojas | Ilustración: Blake Neubert
“Una mera silueta que ya no perteneciera a este mundo”
Patrick McCabe
Le dijo, a un pobre hombre desamparado —al cual le esperaban la prisión y la horca en este mundo y el infierno en el otro— que él sabía de su inocencia, que por favor lo disculpara, que no lo maldijera, que al fin y al cabo la vida era una sola mierda y que lo tomara como un favor, una solución, a su miserable existencia.
***
Un hilillo de sangre surtía la comisura de sus labios. El prisionero se inspeccionaba frente al espejo. Advirtió en su mirada una riña espoleada por emociones contrapuestas. Sus fauces se estremecían ante el agrio olor a culpa que afectaba la vaporosa celda. No sabía a qué olía la culpa o si por lo menos tenía olor pero, si lo tuviera, seguro sería ese. Se exprimió una larga espinilla, limpió la sangre de sus labios, sonrió cáusticamente y le dio la espalda a su reflejo.
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El juez y el preso personificaban la distancia más larga entre dos puntos aledaños. El juicio tuvo lugar en el albor de una luminosa mañana, por supuesto. Algunos pajaritos rellenaban los silencios de la audiencia con etéreas y agraciadas melodías. La esmaltada madera del mazo inquisidor refulgía de manera insospechada. El preso observaba todo. Se dejaba llevar por la fluidez del momento. Tuvo un impulso poético y lamentó no poder expresarlo: al borde del abismo / no me fío de mí / quizá me arroje / al borde del abismo / no me fío de ningún hombre / quizá me empuje / al borde del abismo / me aferro a su vacío / quizá él me exima de su profundidad.
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El juez —estrellando el mazo sobre su base— sentenció: Culpable. Y no fue capaz de mirar al pobre hombre a los ojos.
Un mutismo lúgubre, profundo, se apropió del recinto.
Del vacío imaginado.
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Afuera un potrillo galopaba, libre, en la sabana.
Dos minutos y veintinueve segundos.
Los campos de arroz retozaban con el viento.
Una eternidad, perpetua, inmortal, persistente, infinita.
Se acabaron los sinónimos, pero no la mañana.
Toda sentencia es insondable. Probablemente oscura, a pesar de la luz.
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El condenado decidió romper con la insufrible sordina.
—¿Qué era usted antes de adoptar esta honrosa profesión? —preguntó a su corregidor.
—Un hombre —dijo el representante de la ley.
—¿Y qué es lo que tenía por costumbre hacer en los tiempos en que era un hombre? —remachó el condenado.
—Eso no es de su incumbencia —alegó ofendido el magistrado— y además acá las preguntas las hago yo.
—Perdón señor, no quise importunarlo —reconoció el procesado antes de situar su mirada en el brillante suelo de madera.
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El juez se acerca al condenado unos minutos antes de la ejecución y, poniéndole un crucifijo en el bolsillo de su camisa, le susurra al oído: antes de servir a la ley era un servidor de Dios.
El condenado se saca el pesado objeto y lo deja caer, manifestándole: usted nunca ha sido un hombre, al parecer siempre se ha mentido.
Las dos miradas se encontraron firmemente por primera vez en el día y el juez terminó, reputándolo, una vez más: de algo tenía que ser culpable usted, yo no me equivoco.
***
Ya en la horca, mientras escuchaba la oración de un sacerdote tan viejo como la infamia, el condenado se dijo a sí mismo: al fin de cuentas mi utilidad, para el mundo, era menor que la de un dolor de muelas.
El verdugo lo empujó y el condenado partió al otro mundo tan pobre como cuando llegó a este.
***
El forense designado para anunciar el éxito de la práctica descubrió una nota en el bolsillo de la camisa del ejecutado. El juez, persignándose, pidió que la leyeran en voz alta:
“La muerte también tiene garganta. Y pasa saliva. Ella es clara. Serena. Como el fondo de un abismo. Sus raíces de agua quemada tapan las tumbas. Somos lo que guardamos. La espera. Y nada más”.
Una voz femenina empezó a recitar el Padre Nuestro.
Etiquetas: Blake Neubert, Giovanny Jaramillo Rojas, muerte