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Por Luciano Sáliche
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Un nazi, así, con todo lo que significa esa palabra, no conozco; al menos no en esos términos. ¿Quién conoce un oficial del Tercer Reich en persona? Pero un nazi no es sólo eso. En caso de que así lo fuera, sería fácil demonizarlo y trazar la grieta entre buenos y malos. Un nazi es la personificación letal de diferentes discursos que pululan aún hoy entre nosotros buscando un Hitler que los amalgame.
¿Quién no conoce a un antisemita o a un fascista o a un racista o a un xenófobo? Ahora la negativa no es tan tajante, parece, ¿verdad? El discurso del exterminio a la otredad nunca se erradica del todo. Siempre está, la tentente, esperando. Es una marea que sube y baja según la progresía lunar. Entonces, ¿hay nazis entre nosotros?
II
Sacha Batthyany se respondió esta pregunta de la peor manera. Sociólogo y periodista nacido en Suiza en 1973, descubrió, un día como cualquier otro, que algo en su familia estaba mal. Su tía, Margit Batthyány-Thyssen, era la dueña del palacio austríaco donde una noche de fiesta mataron a 180 judíos.
¿Mi tía es nazi? Luego del shock —si bien su tía ya había muerto, él la conoció— tuvo la idea de investigar. Así nació La matanza de Rechnitz. Historia de mi familia (Seix Barral, 2017). En su recuerdos de la infancia, Tía Margit —escribe Batthyany— es «alta, con un torso robusto sobre piernas delgadas. Cuando habla saca en los intervalos entre las frases la punta de la lengua, como hacen los lagartos. Yo me siento lo más lejos posible de ella».
¿Alguien podría dormir sabiendo que una de sus tía fue parte victimaria del Holocausto? Emprendió, entonces, una investigación que lo llevó a hablar con toda su familia en diferentes partes del mundo. Por ejemplo, Buenos Aires, donde vivió hasta hace muy poco su tía, quien se refugió aquí durante la Segunda Guerra Mundial.
«Fue una matanza de ciento ochenta judíos lo que me acercó a mi familia», escribe Batthyany.
III
Cuando el planeta comenzaba a girar más rápido; cuando la tecnología conectaba países, pueblos, personas; cuando las ciudades se subían al pedestal de la Revolución Industrial; cuando la democracia era un sueño que empezaba a cumplirse; cuando la Humanidad creyó que la razón era la mejor forma de crecer… entonces, llegó lo peor.
La historia es conocida: desde las entrañas de lo popular, un movimiento utilizó los prejuicios, los miedos y las inseguridades de una sociedad aturdida y devastada por los desastres de la Primera Guerra Mundial para volverse un imperio construido a base de muerte. El nazismo rompió todas las posibilidades de la imaginación.
El Holocausto, la noche más negra de la historia de la Humanidad, causó once millones de muertes entre judíos, gitanos y otros grupos étnicos, sociales e ideológicos. Nadie creyó que podía suceder algo así. Era impensado. Pero pasó. Y nos pasó a todos.
IV
La noche del 24 de marzo de 1945 no fue una noche más. En Rechnitz, un pequeño pueblo de Austria al límite con Hungría, tranquilo y casi despoblado, hubo una fiesta. Fue en el palacio de la condesa Margit Batthyány-Thyssen, hermana mayor del Barón Thyssen y esposa del conde húngaro Ivan Batthyany. Eran alrededor de cuarenta personas: dirigentes nazis, miembros de la Gestapo, de las SS, de las Juventudes Hitlerianas y jefes de la policía local. Comenzaron a beber a las nueve de la noche y lo hicieron hasta entrada la madrugada. Bebieron y bebieron —la culpa nunca es del alcohol— hasta que alguien que se le ocurrió una idea.
El Ejército Rojo de la Unión Soviética se acercaba. Por eso los jerarcas nazis estaban allí, para frenar ese avance levantando un muro. Desde octubre del año pasado lo venían construyendo. Todos trabajadores judíos esclavizados, sacados de los campos de concentración y puestos a trabajar allí todo el día. Era una línea de defensa enorme que iba desde Polonia, pasaba por Eslovaquia y Hungría, y terminaba en la ciudad italiana de Trieste.
A las ocho de la noche, cuando la fiesta no había empezado, los oficiales obligan a 200 judíos a construir un pozo en forma de L: era su tumba. Estaban débiles y desnutridos, habían contraído tifus y decidieron que había que eliminarlos. ¿Cómo? En medio de la fiesta, el suboficial mayor SS Franz Podezin le encarga a Hildegard Stadler, directora de la Liga de Muchachas Alemanas de la localidad, que agrupe a varios invitados para una nueva tarea. Son las once de la noche. El armero Karl Muhr reparte fusiles y se suben a tres coches que esperan en el patio con el motor en marcha. Algunos tienen tantas ganas de participar que deciden ir a pie.
Desnudan a sus prisioneros frente a la sanja y los matan a todos. No a todos, dejan algunos vivos con palas para sepultarlos, que luego sí, al día siguiente, morirán. Pero esa noche, realizada la matanza, los envalentonados nazis que acaban de cometer lo que se conoce como la Matanza de Rechnitz vuelven al palacio. Ahora son las tres de la mañana y no se irán hasta entrada la madrugada. Siguen de fiesta. Beben y brindan por la impunidad.
V
En su idioma original, el alemán, La matanza de Rechnitz se titula ¿Qué tiene ésto que ver conmigo? Hay un momento en que Batthyany se da cuenta que debe soltar esa imparcialidad histórica para formar parte de la narración, para hacerse personaje, para meterse de lleno en la trama. Esa literatura del yo que por momentos entorpece —hay diálogos entre el autor y su psicoanalista en el libro—, nunca logra dispersar el interés por avanzar con el trama.
Entonces con lo que se encuentra el lector que abre sus páginas no es un frío y lejano relato sino un inquietante zigzagueo entre el momento de la masacre y el de la investigación, cuando el autor dialoga con todas las fuentes posibles, cuando reproduce los diarios íntimos de sus tías, cuando conversa con su padre.
Cuando estaba escribiendo la historia, su abuela muere. Batthyany no tenía mucha relación con ella, pero sí su padre. Al morir, ella le pide a su hijo que queme todas las memorias que había escrito. No lo cumplió, por el contrario, cayeron en manos del autor. Así empezó a hacerse de un material valiosísimo en toda esta historia: textos escritos al calor de la época.
Cuando le preguntó a su padre si sabía que Margit había estado en aquella noche, le dijo que sí. Lo sabía, como todos en su familia, pero nunca preguntó demasiado, nunca hurgó hasta saber cuán implicada estaba con la matanza. Quería creer que no, como le sucede a muchas familias que las tragedias les tocan cerca. Pero prefirió callar: el peor antídoto para la memoria: el olvido. Es por eso que el autor escribe en el libro: «El silencio se ha prolongado hasta hoy», escribió.
VI
Testigos asesinados y culpables exiliados fue lo que le siguió a la masacre. Por años todo quedó impune por falta de pruebas. Margit Batthyany-Thyssen se refugió en Suiza con sus caballos purasangre hasta que, en 1989, murió. Nunca dijo nada sobre aquello. Se llevó a la tumba todas las imágenes que sus ojos vieron. Todo había quedado sepultado en el más absoluto olvido. Sacha Batthyany trajo todo de regreso.
¿Para qué sirve la memoria? El futuro sólo es posible si batallamos contra los fantasmas del pasado. «No hay que olvidar que esto es una guerra sin fin», escribió Primo Levi. No hay que dejar de batallar. Porque los nazis —diferentes discursos que pululan buscando un Hitler que los amalgame— siguen entre nosotros.
La matanza de Rechnitz. Historia de mi familia
Sacha Batthyany
Six Barral, 2017
272 páginas
Etiquetas: Adolf Hitler, Margit Batthyány-Thyssen, Nazis, Nazismo, Sacha Batthyany