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Por Luciano Sáliche
I
Debe pasar en todos lados. Es verdad que uno tiende a naturalizar algunas cosas y a generalizarlas, pero le debe pasar a todos lados. En esa reuniones distendidas, las mesas de amigos, cuando ya hay una confianza supina y el clímax lo amerita, siempre hay uno que arranca: ¿se acuerdan la vez que…? Es el arte de la anécdota, de la literatura en su estado primitivo, antes de Gutenberg, incluso antes de la escritura: el género oral. Los que no conocen la historia abren los ojos y escuchan expectantes, los que la conocen se acomodan para repetir el divertimento y los que estuvieron presentes en esa historia hacen sus aportes, sus comentarios, sus subrayados. ¿Se acuerdan la vez que…? Es realmente un arte.
“Me especialicé en transformar todo en una anécdota”, dice Flavio Lo Presti en Los veranos, su tercer libro —los anteriores son Recuerdos de Córdoba (2013) y Yo escribo mucho peor (2015)— y editado por 17 Grises. En realidad, no es Flavio Lo Presti quien lo dice sino su personaje. Se trata de un libro de cuentos narrados todos en primera persona. La simbiosis entre ese personaje protagonista y su autor es evidente y en ningún momento parece un problema. Tal es así que, cuando algún personaje secundario lo nombra, lo llama por F: la primera letra de su nombre. En principio, Los veranos es un libro donde prima la tan usada literatura del yo, pero ¿qué significa realmente eso?
Cuando el yo autorreferencial desembarcó en la literatura, ya como una tendencia estética, fue con una función clara: narrar en primera persona lo que antes, o no se narraba, o se narraba desde una posición de extrañamiento. “La primera persona implica una posición política”, dijo Silvina Giaganti en una entrevista con Polvo. Lo que sucedió con la literatura del yo, auspiciada por la proliferación de talleres literarios y las redes sociales como plataformas masificadoras de la escritura, fue que se volvió algo más que una moda: la pereza de muchos escritores para, en vez de inventar una buena historia, narrar su vida cotidiana. ¿Toda vida cotidiana es interesante y merece ser narrada? Seguramente no, pero al fin y al cabo —y así se podría cerrar la discusión— lo que termina prevaleciendo, sea de la tendencia y género que sea, son los buenos escritores.
II
La literatura del yo no es tan fácil como parece. Sentarse, abrir la notebook, poner los dedos en el teclado y transformar esa hoja en blanco en algo interesante siempre es algo difícil. Pero en términos pragmáticos, una primera dificultad está en el traslado de lo que realmente sucedió a la narración. Es la economía de las palabras. En el primer cuento de Los veranos, titulado “La ballena blanca”, el narrador de Lo Presti dice —en una suerte de cuadros dentro de cuadros— que sufre “fetichismo de la realidad”. ¿Qué significa ésto? Contar todo. A mí, cuando algún compañero de trabajo me pregunta cómo estuvo el fin de semana, no trato de hacer un zapping por lo vivido sino limitarme a responder con lo relevante. ¿Importa que el domingo, al despertarme, me enteré que no había más yerba y, lamentablemente, tuve que desayunar un insulso té? En ese sentido, Lo Presti le da un giro a la literatura del yo y nos mete, no sólo en sus historias, también en la forma en que decide encararlas.
Pero, ¿realmente sucedió todo lo que narra este autor cordobés nacido en 1977? Eso no lo sabemos, y tampoco importa demasiado. ¿Y es, entonces, literatura del yo? No sólo hablamos de la primera persona y de las similitudes entre su nombre y el del protagonista, también de algo más: los siete cuentos que componen este volumen mantienen la estructura de personajes y lugares. Es, por sobre todas las cosas, un universo que se ensancha para proveer de nuevos escenarios y nuevas escenas pero todo se mantiene en eje. A partir de ahí, con eso consolidado, Lo Presti se lanza en, como dijimos, el arte de la anécdota. Ya en sus columnas que publica en La Voz del Interior se ve, también en Recuerdos de Córdoba: es su terreno, y ahí juega. Pero, ¿cómo es su juego?
No sé ustedes pero yo conozco grandes contadores de anécdotas. No se trata de la historia, que tiene que ser buena, claro está, sino también del modo en que ese suceso trascendente se narra. Hay introducciones, epílogos, momentos de clímax, tensión, pausas, desenlace. Contar en una mesa de amigos una buena historia es muy similar a contarla en el texto. La diferencia, como todo, está en conocer la especificidad del dispositivo. Pero en ambos, tanto en la literatura del yo y la ciencia ficción, sobresale el buen narrador. Contra eso no hay nada. Y Lo Presti maneja ese arte como pocos.
III
“La ballena blanca”, el primer cuento, es un viaje de mochilero a Traslasierra: una introducción suave, tranquila, sin demasiada expectativa. Ya con el segundo, “Los patos”, tal vez el mejor del volumen, el libro toma el control de todo. Ahí, el narrador cuenta la historia de su padre: un niño que se cruzó en el hotel que tenían sus abuelos en Rïo Ceballos con Tusam, el mentalista argentino fallecido en 1999, quien se hospedó allí una temporada. “Cuando mi padre era chico, la familia llegó a la conclusión de que era intelectualmente superdotado”, arranca el cuento. En el tercero, “Una experiencia religiosa”, dos muchachos ayudan a que un viejo rico y totalmente ebrio pueda dormir en paz. “Ratonera”, de apenas cinco páginas, alumbra la vida del estudiante que, sin un peso en el bolsillo, sobrevive garroneando. En “Hospitalidad”, dos familiares se instalan en su casa y hacen de su vida un vía crucis. “El sentido de la orientación” es un viaje cínico por el túnel fantasma del mundo empresarial. Y el último, “Los veranos”, un amor preadolescente que se estruja contra la solemnidad de la adultez.
Los veranos es el recorrido por una vida. Parecen anécdotas desprovistas de conexión pero, al finalizar, se ve que son eslabones aleatorios de una cadena rara, como toda experiencia. “El tipo en el que me transformé difícilmente hubiera reconocido al que había sido”, dice el narrador, quien confiesa que vivir es, de algún modo, transitar “cambios mínimos que solamente volvían más molesto mi tránsito por el mundo”. ¿Qué se puede sacar en limpio después de haber vivido? Probablemente nada, porque la vida continúa, y si bien los procesos empiezan y terminan, todo es una escalera mecánica a la nada. “El reloj de la satisfacción y la plenitud siempre vuelve a cero”, dice Lo Presti con más nihilismo que optimismo. Algo similar siente Bojack Horseman, el dibujo animado del caballo antropomorfo: la felicidad, si es que tal cosa existe, dura un rato. Y hay que seguir.
IV
¿Conocen ustedes buenos contadores de anécdotas? Argentina tiene de a montones. Landriscina es uno de mis favoritos. Son narradores del lenguaje oral, dijimos, pero ¿cómo construyen sus historias si, para ser francos, son pocos los que vivieron vidas extravagantes? Lo que prima, repito una vez más, es el buen narrador. Y un buen narrador es, en el fondo, un administrador de palabras, de escenas, de tiempos, de pausas. Un narrador exagera y suprime cuando es necesario. Un buen narrador baja la voz y pega el grito cuando la trama lo amerita. Un buen narrador es un bolacero, alguien que, según Google, dice mentiras, exagera o inventa historias. ¿No es acaso la literatura el summun de la mentira, el más delicado artificio, el flash de los flashes, un trance inquietante, la forma de sacarle jugo divino a la aridez cotidiana? Y ese viaje siempre requiere un buen conductor.
Ahora, mientras escribo ésto, de fondo, el televisor es una pantalla levemente llamativa. Digo levemente porque lo que irradia es un poco de color, letras grandes y entusiasmo. Y sabemos bien que sólo con entusiasmo no se logra demasiado. Imágenes en un aeropuerto, gente de traje saludándose, aviones. El zócalo —¿está bien dicho zócalo?— anuncia que llegó al país Theresa May, la Primera Ministra de Reino Unido, y los panelistas dicen que es algo histórico, que este G20 es algo que le vamos a poder contar a nuestros hijos. No dejan un sólo segundo de silencio, hablan y hablan buscando atención y expresan —se nota la impostura— su entusiasmo. ¿Contarán buenos anécdotas esos tipos? No parece.
Abro nuevamente Los veranos y noto la diferencia. El protagonista de estos relatos, pero también el autor, es docente y periodista de cultura: “esos trabajos que están a mitad de camino entre dar orgullo y vergüenza”, escribe. Los veranos es un libro que te abduce hacia los pantanos irónicos y trágicos de una vida que, como la de cualquier ser humano que se digne de serlo, está llena —con más contradicciones que certezas— de tristezas, alegrías y todo ese combo que hay en el medio: historias raras. ¿Quién no tiene una buena anécdota para contar? Por suerte hay que gente que sabe hacerlo.
V
La única vez que vi a Flavio Lo Presti fue hace un par de meses, en el patio del Centro Cultural Konex, en la Feria de Editores. ¿Qué hacés acá? Me vine de luna de miel. ¿A Buenos Aires?, le pregunté. Me dijo que pegó una promoción en un hotel no sé por qué cosa, que estaba muy bien ese hotel, y que aprovechó y se vino con su mujer. Me reí por dentro. Ahí ya había una cuerda de la cual tirar y hacer un buen cuento. Quizás aparezca en su próximo libro. Vaya uno a saber.
Los veranos
Flavio Lo Presti
17 Grises, 2018
166 páginas
* foto de portada: Tusam besando un cocodrilo que acaba de dormir en «Hola Susana», octubre de 1995.
Etiquetas: BoJack Horseman, Flavio Lo Presti, Los veranos, Silvina Giaganti, Tusam