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Por Luciano Sáliche
I
Un pueblo es un concepto. Puede ser una ciudad o un barrio. La delimitación geográfica y la cantidad de gente que ahí vive es lo de menos. Un pueblo es una idea donde se amalgama una serie de elementos que le dan forma a la cotidianeidad. Rutina, silencio, tranquilidad. Siempre y cuando las cosas marchen bien. Cuando no, ese paraíso autosustentable se vuelve opresivo y asfixiante.
Sergio, el personaje principal de Jauría, la primera novela de Fernando Chulak, vive en un pueblo. Trabaja para un tal Nelson, mafioso local, mientras cría dogos. Los alimenta y los mira. Puede estar horas perdido en la mera actividad de observar a sus perros. Es, lo que podría llamarse, un cable a tierra. Pero tal vez no, porque teniendo en cuenta el modo en que los mira se podría decir que es un cable al infierno.
“Lo trajeron con las manos atadas y los ojos vendados. Lo dejaron en la puerta, subieron al auto y se fueron. Sergio permaneció un rato largo ahí afuera, entre la casa y los caniles, mirando a ese cuerpo todavía sin ojos y sin nombre, atado y de rodillas, a la espera de quién sabe quién. Recibió un mensaje en su celular: Me avisan q ya t dejaron a fonseca. No hagas cagadas. X cualkier cosa me llamas. Se acercó al cuerpo. Le dijo: Ey.”

«Jauría», de Fernando Chulak
Ese es el comienzo de Jauría. Así arranca. La monotonía de Sergio se modifica abruptamente, aunque parece acostumbrado a estas cosas. Ahora es secuestrador. Le compra vino, le cocina, le prende la tele y le ceba mates durante una hora al día mientras él, Fonseca, el secuestrado, tipea una historia en una computadora de escritorio. Una historia que nunca recuerda, que todos los días vuelve a empezar: la muerte de su padre en un accidente, que descree, que siente que fue una mentira que le dijeron de chico, que en realidad está vivo.
En principio, no se sabe por qué el secuestro. Es una intriga que aumenta con la tensión de la historia. Lo que Chulak construye en esta novela de 178 páginas dividida en 37 capítulos breves es la relación entre Sergio y Fonseca, dos hombres extraños que se odian pero que se necesitan. Los envuelve un pueblo silencioso donde cada habitante se encierra en su propio mundo. También unos cuantos perros que, desde su caniles, miran todo con mucha cautela. Saben que en algún momento saldrán de ahí. Saben que en algún momento serán libres. ¿Y qué hacen un esclavo cuando se libera?
II
Nunca tuve perros ni me interesa tenerlos. No es que les tenga miedo, pero debo confesar que nunca un perro me ha causado ternura. Dirán que estoy loco, que soy un insensible, que mi corazón es un pedazo crocante de carbón secándose al sol; lo que quieran. Yo veo a la gente hablándole a esos pequeños peluches que respiran y ladran —Nicholas Epley dice que no hay nada malo en hablarle a un objeto, a un animal o a un dios; es una forma de antropomorfizar— y sólo atino a pensar: qué pavada.
Tal vez algo en la infancia, ahora, pensando mientras escribo, me revele esta apatía por las mascotas. ¿Serán esos tiempos cuando, allá, en Chivilcoy, salíamos a andar en esas bicicletas que nos quedaban gigantes por los descampados cerca de la vía y atravesábamos jaurías de perros callejeros? ¿Será esa vez que un galgo flaco y mal nutrido me tiró el tarascón, me mordió la pierna y me derribó contra una zanja? No, no creo que haya sido eso. No lo recuerdo como algo traumático. Colmillos marcados, un poco de sangre, nada grave. Mi aversión por los perros debe estar alimentada por unos cuantos mitos y la falta de un contacto diario y directo al que pueda llegar a llamar vínculo.
No voy a juzgar a quienes tengan perros. Cada cual ama lo que puede. Yo preferí enfocarme en los humanos. No es que sean mi raza favorita, simplemente es que el resto me resulta menos interesante. Cuando veo un perro —me refiero a un can de verdad, no esos peluches artificiales tipo caniche toy— noto en las cuencas de sus ojos un abismo. Hay algo de lo incognoscible que me turba, que roza lo irracional, lo místico. No es que les tenga miedo —repito— sino que me generan demasiado respeto como para ponerles correa y enseñarles a hacer monerías estúpidas. Prefiero no tener esclavos.

«Perro semihundido», pintado por Francisco de Goya entre 1819 y 1823
Tal vez porque, como decía Pierre Teilhard de Chardin, “el perro sabe, pero no sabe que sabe”. Hay algo en ellos que me inquieta. ¿Alguna vez miraron a los ojos a un pastor belga en el medio de la noche por más de, no sé, un minuto? El perro sabe algo que nosotros no.
III
Fonseca, frente al monitor de la computadora, tipea. Atrás, Sergio, su secuestrador, mira cómo se forman las palabras en el Word. Ya conoce la historia, la ha leído varias veces. Le ceba un mate, Fonseca lo chupa, lo devuelve y sigue tipeando. ¿Por qué esa obsesión con su padre? ¿Y por qué no intenta escaparse? Sergio empieza a sentir que su poder es poco cuestionado y eso, aunque parezca raro, lo debilita porque lo vuelve paranoico. “No puede olvidarse de que Fonseca lo mira y piensa, y que él no tiene cómo saber qué piensa”, escribe el narrador.
Nelson es quien maneja todo los negocios turbios en el pueblo. Nelson es quien le entregó a Fonseca para que lo mantenga secuestrado. Mientras tanto, mes a mes, le pagaba por su trabajo. Pero a Sergio parece que no le alcanza. Entonces piensa en los perros —siempre están ahí, al acecho— y decide ir a jugar. Consigue la dirección de un galpón donde se realiza la competencia. Todo ilegal, en el extremo del margen. Allí, sueltan un chancho y el perro tiene que cazarlo en la menor cantidad de segundos. Son varios competidores, todos entrenadores minuciosos. Se apuesta mucho dinero. Sergio conduce casi seiscientos kilómetros y compite. Lleva un perro llamado Félix.

«La Mole» Moli con sus galgos
IV
Ya nadie se acuerda que Fabio “La Mole” Moli fue un boxeador medianamente respetado. Nadie se acuerda los títulos conseguidos, las peleas en los microestadios cordobeses y porteños, la derrota en el primer round contra el sueco Wladimir Klitschko ni la descalificación contra Matías Vidondo al pegarle cuando éste estaba arrodillado en el cuadrilátero. Todos ven hoy en “La Mole” Moli una figura de la farándula más. Y está bien, él así lo quiso, él así lo prefirió.
Pero ahora, que la televisión y los portales de espectáculo lo nombran una vez más, no es precisamente por haber hecho algo divertido. Su mujer lo acusa de violencia de género. Sin embargo, ya desde hacía tiempo que venía ganándose el odio del público. ¿Cómo un boxeador ortodoxo y agrandado, torpe bailarín en los certámenes televisivos y bruto contador de chistes en cada móvil al que lo invitaban pudo generar tanto repudio? Todo empezó en 2015, cuando se supo que entrenaba galgos para correr.
Las malas lenguas de la farándula —¿acaso la farándula tiene buenas lenguas?— dicen que cuando Candelaria Tinelli, la hija del conductor de ShowMatch y ferviente defensora de los derechos de los animales, se enteró que “La Mole” andaba en esa, le pidió a su padre que lo deje afuera del certamen. Y Tinelli así lo hizo. En aquel momento se desató una oleada de escraches acusándolo de maltrato animal, se puso sobre la mesa de la opinión pública el tema de las carreras de galgos y algo oscuro se posó sobre la imagen del exboxeador. Ya no había vuelta atrás.

«Ciervo acosado por una jauría de perros» (1637) de Paul de Vos
Un juicio en marzo de 2018 contra Marcelo Tinelli por haberlo acusado de maltrato animal resultó a su favor y logró que, dos meses después, el conductor de ShowMatch le pida disculpas públicas. Caso cerrado. Pero esa nube negra sobre el cráneo calvo de la “La Mole” es lo que sigue viendo todo el mundo. “Algo en él no me cierra”, suelen decir en la farándula argentina. Y ahora, con las denuncias de la mujer, cartón lleno. “Un mal tipo, una basura”, comentan. Vaya uno a saber. Quizás sólo sus perros lo sepan.
V
Con elementos de la novela negra y del realismo rural, Jauría es un libro que te atrapa. Como los colmillos del dogo en el cuello del cerdo, mantiene al lector caminando a paso lento en una atmósfera densa, pesada, inquietante. Se enmarca dentro de una ficción que crece en Argentina y que se torna inclasificable. Algo similar al imaginario de Carlos Busqued o Luciano Lamberti, por ejemplo, se percibe. Se podría decir que forman parte del mismo corpus, aunque cada cual con su perspectiva y su temario.
“La cercanía de la muerte es un castigo peor que la propia muerte”, se lee. Se trata de, también, una concepción literaria: la aproximación al dolor, pero sin experimentarlo. Lo inminente. A veces, la imaginación es más poderosa que la realidad. ¿Cuántos fantasmas, vampiros, extraterrestres vieron en su vida? Entes que actúan desde la imaginación. Con los perros ocurre lo mismo: basta con mirarlos a los ojos —perros de verdad, no mascotas antropomorfizadas— y ver allí, en sus pupilas, el abismo.
Jauría
Fernando Chulak
Aquilina, 2018
Colección Negro absoluto
178 páginas
* Imagen de portada: «Pintura de perro» (1952) de Francis Bacon
Etiquetas: Carrera de galgos, Dogos, Fabio "La Mole" Moli, Fernando Chulak, Jauría, Literatura, marcelo tinelli, Nicholas Epley, perros, Pierre Teilhard de Chardin