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Por Enrique Balbo Falivene | Fotografía: Kevin Corrado
“Cuán rápidamente desaparece todo”
Meditaciones. Marco Aurelio (121-180 dC)
Prólogo
Uno de mis antepasados hizo la guerra; acudió voluntario a las Brigadas Internacionales para combatir el fascismo. Fue primer artillero participando en la ofensiva de Aragón, en las batallas de Caspe y Teruel. Consiguió volver, derrotado, cuatro años después de terminada la contienda. Le habían amputado una pierna, perdió tres dedos de una mano y en la otra le quedó un muñón que se cuidaba de ocultar en el bolsillo de una raída chaqueta.
Cuando entró en la casa se sentó en una humilde silla de enea frente a la chimenea que ya no ardía porque estaba llena de plantas, y así estuvo durante casi un mes.
Un día levantó su enorme humanidad y se llevó las plantas al patio. Cortó leña apoyado en la muleta, empuñando el hacha con la mano de tres dedos. Después encendió el fuego y volvió a sentarse pero esta vez con una copa de vino. Esa misma noche, mientras los leños crepitaban y el fuego calentaba otra vez la humilde casa, murió.
I. En la gran ciudad
Llegué a Buenos Aires en el tren Sarmiento; no tenía ninguna ilusión pero la ciudad me recibió con buenos augurios: alquilé un cuarto en una pensión en el Once que estaba llena de chinches, mis vecinos -putas, proxenetas y pederastas-, vivían de noche igual que las pulgas de mi colchón; empecé la universidad pero tuve que abandonar porque cada vez que entraba a clase sentía náuseas y acababa vomitando; conseguí trabajo en un sótano húmedo de la calle Esmeralda, en el microcentro, doce horas diarias de lunes a sábados; finalmente conocí a una chica que cada vez que teníamos sexo me ataba a la cama y me apretaba el cuello con un pañuelo de seda mientras me insultaba, golpeaba y escupía. Todo macanudo, capaz mejora, dirían en mi pueblo.
Eran los ochenta y tenía diecisiete años; era esto o irme en bicicleta a Bucaramanga haciendo escala en Tangamandapio.
II. El primer libro
Una noche, mientras limpiaba los quince metros cuadrados de habitación, encontré un libro bajo el colchón. Le faltaban las tapas que alguien le había arrancado no sé con qué turbia finalidad. Empecé a leerlo y estaba repleto de redundancias y metáforas absurdas: “el ascensor subió como la columna mercurial”; “tenía los dientes blancos como perlas, perlas de un precioso collar”; “nos quitamos entre todos el celofán de la inexperiencia”.
Pero el libro establecía también una relación de ciudades y eso me dio una idea. Quizá podía ocupar mi tiempo, el que no usaba para quebrar chinches y pulgas con las uñas, para realizar un sencillo ejercicio mnemotécnico. Esto, de momento, se presentaba mejor que ir a Bucaramanga o morir asfixiado con un pañuelo en el cuello.
III. Mi primer librero
Intenté comprar en una librería de segunda mano de la calle Larrea una enciclopedia Salvat de doce tomos. Pero su propietario, un viejo librero que respondía al nombre de Siviski, no me aceptó el pago a plazos. Me ofreció llevar, y pagar, cada mes un tomo hasta completar la colección, previa firma de una serie de pagarés.
Me dispuse con el ajado ejemplar y busque el primer país con A. Escribí en una ficha Afganistán; capital: Kabul; continente: Asia. Seguí con los datos de población, superficie, orografía, idioma, economía. Detrás de la ficha dibujé la bandera del país. Cuando terminé coloqué la ficha en una caja de zapatos. Me propuse clasificar todos los países del primer tomo en un mes, antes de volver a la librería de Siviski para retirar el segundo.
Calculé que en diez meses y trece días tendría la caja de zapatos llena de fichas y mi trabajo, tan atractivamente inútil, estaría terminado. Tangamandapio podía esperar.
IV. El hallazgo
Al escribir Filipinas pasé la página para buscar la bandera. Encontré un medio folio con un manuscrito. Leí:
Cuando murió la señorita Emily Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas por un sentimiento de curiosidad para ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
El escrito era soberbio. Me perturbó a tal punto que olvidé las fichas y me prometí encontrar a su autor antes de viajar a Bucaramanga. Tenía que visitar a Siviski antes del plazo convenido para saber a quién le había comprado la enciclopedia.
V. El interrogatorio
–Esto es inusual, además no puedo revelar información de mis clientes – aseveró Siviski mirándome por encima de unas gafas de alambre.
–No tengo ningún interés comercial –afirmé –, sólo dígame quién es…
–insistí.
–¿Y si no tiene intereses comerciales, para qué lo quiere?
Saqué el texto y se lo mostré. Siviski lo leyó y sonrió. Se recostó en la silla y dijo:
–Entonces usted, jovencito, ¿cree que el autor de este escrito es quién me vendió la enciclopedia, verdad?
–Sí y quiero conocerlo –dije.
–Bien, voy a confiar en usted. Ese hombre que busca se llama Andelmann y es un mal bicho. Es un judío renegado, hosco y huraño, vive de noche como un vampiro. Es cliente mío, cada tanto viene con alguna colección que compro no sin discutir. Si desea conocerlo voy a darle sus señas –terminó mientras me escribía la dirección en un papel.
Le di las gracias y salí. Antes de mirar el papel me pregunté por qué habría sonreído. Después comprobé que el tal Andelmann vivía en el mismo lugar donde yo trabajaba: Esmeralda esquina Paraguay. Escribiría en la buhardilla mientras un servidor perdía doce horas diarias en un sótano para pagar una mohosa pensión. El edificio era el mismo. Creía que nadie vivía en el microcentro, nadie podía vivir allí, en un lugar con tanto hormigón y tan desértico de humanidad.
VI. Las pesquisas
Hacia las siete y media de la tarde, después de trabajar, me aposté frente al edificio, en el bar Saint Moritz. Había preguntado por Andelmann sin resultados. Después advertí que si los dichos de Siviski eran ciertos estaba encaminando mal la investigación. Tenía que interrogar a la gente de la noche.
Ya tarde di con un traficante que menudeaba droga en el barrio, y al que alguna vez me había cruzado en la pensión. Me dijo que solía ver a un hombre por la noche que se alejaba en dirección de la plaza San Martín, hacia el bajo.
Esperé en el bar hasta que me avisaron que iban a cerrar; caminé un poco por Paraguay hacia la estación de Once. El instinto me hizo detenerme para controlar las dos ventanas afrancesadas de la buhardilla: vi que se había encendido una luz que parpadeaba con la intermitencia de una vela.
VII. La semana más larga
El cansancio empezó a afectarme; después de trabajar toda la jornada no me resultaba grato tener que esperar tres o cuatro horas más hasta el cierre del bar, para luego apostarme en la calle a merced del frío. Andelmann seguía sin mostrarse.
¿Quién era aquél hombre? ¿Por qué vivía de noche? ¿Cómo sería su cuerpo, su mirada, sus gestos, el sonido de su voz?
Las ideas empezaban a turbarme el entendimiento. Después de una semana de centinela decidí subir a la buhardilla y llamar a su puerta.
Pero tuve que retirarme vencido otra vez. Escuché un grifo que goteaba, el ruido del viento que golpeaba las ventanas y hasta el tic tac de un viejo reloj de péndulo. Al menos comprobé que Andelmann no había salido: había una gran cantidad de correspondencia bajo la puerta.
VIII. El avistamiento
Una noche, después de asistir a la última sesión en los cines de la calle Lavalle, se me ocurrió dejarme caer hasta el microcentro.
Al girar la esquina de Paraguay lo vi y supe que era él; alto, de anchas espaldas, algo encorvado, vestía un abrigo oscuro y un sombrero calzado hasta las cejas. Caminó por Tucumán hasta Florida y allí se dirigió hacia Retiro. Se movía como un felino, sus pies apenas rozaban el suelo, había algo en él profundamente familiar. Llevaba los brazos a la espalda y no lo vi levantar la cabeza en ningún momento. Al llegar a plaza San Martín se detuvo recostándose en el viejo ombú. Me pareció que miraba hacia la Torre de los Ingleses y, en la penumbra, creí que movía los labios como recitando. No me atreví a abordarlo, parecía tan absorto que me dio pena interrumpirlo. Me retiré triste, emprendí la vuelta a la pensión pensando de nuevo en huir a Bucaramanga y Tangamandapio.
IX. La aparición
El domingo quince de Agosto por la noche, con el frío metido en los huesos y el insomnio recorriendo las paredes desconchadas de la pensión, salí a caminar.
Recorrí Pueyrredón hasta la avenida Belgrano y de allí bajé hasta San Telmo y luego a La Boca. No sabía la hora; la ciudad parecía vacía, una espesa niebla se empezaba a acercar desde el río. Volví por el bajo y al llegar a Retiro miré hacia la plaza San Martín: la niebla había empezado a ocupar el predio, apenas se veían las copas de los árboles.
Un escalofrío me recorrió la espalda; decidí volver, sentía cansancio y los párpados me empezaban a pesar. Al cruzar la plaza tuve que sentarme, me estaban fallando las piernas; un temblor en las rodillas y un ligero mareo me recordaron que no había comido.
No estoy seguro pero entiendo que me dormí como un indigente; antes de caer vi una figura que se movía, decidida, entre la niebla.
X. La conversación
–Quizá deberías dejarlo, sólo tienes diecisiete años…
Andelmann se había sentado a mi lado pero no me sobresaltó; su voz me sonó profunda, agradable, como un sueño o una caricia.
–Quiero escribir –afirmé.
–Esa decisión va a condicionar tu vida. Vas a quedarte solo, encerrado en una prisión, viendo el mundo a través de unas rejas.
–¿Tan malo es? –pregunté.
–No he dicho que lo fuera. Escribir es nada y es todo.
–No puedo evitar las ideas. Me vienen y tengo que escribirlas. Es una liberación. Ahora estoy con una novela, el argumento me aborda cada noche…
–Bucaramanga y Tangamandapio es un relato corto y será tu primer ejercicio de escritura. Luego vendrán otros. Muchos.
–¿Tendré éxito?
–En la escritura no hay éxito, en el hecho literario no hay derrota. Hay trabajo en soledad, esfuerzo, muchas lecturas. Alcanzarás algunas páginas legibles, algún premio quizá.
–¿Pero el manuscrito que encontré dentro de la enciclopedia…?
–Pasará tiempo hasta que descubras al autor. No es nuestro, pero ese encuentro marcará tu estilo. Antes deberás vivir, trabajar, fracasar, enamorarte. La vida no está en un libro, ni en un libro está la vida.
Encendió un cigarro y se levantó las solapas del abrigo. Echó una voluta de humo con placer y mirándome desde unos ojos cansados, unos ojos que parecían que ya lo habían visto todo, dijo:
–Debo irme, pronto amanecerá. Detesto ver a la gente que discurre durante el día.
Lo vi perderse entre la niebla que ya empezaba a disiparse. Yo también decidí volver a la pensión. Empecé a caminar con los brazos a la espalda y sentí que mis pies casi no tocaban el suelo. Tenía un mundo de preguntas, la única certidumbre era que Bucaramanga y Tangamandapio iba a ser un relato corto.
Ese relato me iba a abrir la jaula, y me iba a encerrar perdiendo la llave para siempre.
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