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Por Bárbara Pistoia | Pinturas: Edward Hopper
I
Parece una obviedad, pero la práctica indica que no lo es. El Yo no sólo es el uso de la primera persona, hay mil maneras de hacer literatura del Yo sin caer ahí, así como el uso del Yo no implica una irremediable presencia propia y personal. Como todo, como siempre, el problema no es el uso, sino el mal uso, el abuso y la confusión de los bordes o su manipulación. Lejos de ser estas líneas otra nota más sobre, justamente, “la literatura del yo”, me interesa ir hacia un ámbito más íntimo, privado, personal, diría, incluso, más terrenal y cotidiano: la conversación del Yo.
En este mundo moderno parece un animal mitológico el sujeto que sabe conversar, que se entrega al poder de la conversación sin necesidad de que todas las partes compongan un enorme Yo, que se pierdan en una misma voz, como esos discursos largos y escolares donde la fricción oral y la retórica incómoda eran apenas una ilusión húmeda.
Una buena conversación no es medible en temáticas, o sea, no se trata de profundidades ni de confesiones, tampoco de marcar posiciones e ideologías comprometidas, por poner algunos ejemplos obvios. Una de las grandes razones por la que es mentira el “lo importante es lo de adentro” radica justamente en cómo se minimiza la necesidad de la superficie, ¿no es acaso en la orilla donde nos detenemos para dejarnos abrazar por la inmensidad, el misterio, el horizonte impalpable? ¿No es acaso la inmensidad, el misterio y el horizonte impalpable lo que nos seduce y empuja al mar?
No hay manera de descubrir, sostener, explorar un fondo si no hay una superficie agradable donde tomar oxígeno, respirar, recargarse. Confirmar la importancia “del afuera” a la par de la importancia de “lo de adentro” no es hablar de la dualidad lindo/feo, tan temporal, cultural y vitalmente subjetiva, y tampoco es hablar de qué temas de conversación son buenos y cuáles no, algo también tan temporal, cultural y vitalmente personal. Pues no hay fórmula ni sumario para que una buena conversación sea tal. Se puede tener una conversación donde las partes salgan verdaderamente tocadas unas a otras hablando del clima, y se puede hablar de cualquier tema caliente sin generar una mínima sensación extraordinaria, o de algo profundo sin que nadie salga conmovido.
Creer que una conversación es un intercambio de palabras y que para hacerla buena hay que hablar de determinados temas es otro de los grandes errores. Conversar es un punto de encuentro de todos los sentidos, y es un escaneo de uno mismo. Por eso es clave la disposición de uno y la total claridad de que uno no es el otro (ni sus sentidos, ni su escaneo); lo que exige, ante todo, reconocer que ahí mismo, frente a nosotros, hay otra persona, o varias, que son externos a nosotros. Es en esa obviedad que radica lo que podríamos llamar el arte de la conversación. Y esta sí sería una revolución vincular, porque evitaría caer en un nuevo sistema con la misma fórmula de normativizar los vínculos, algo que inevitablemente concluye en la anulación e invasión de las otredades.
II
Desde la Antigua Grecia, Safo suspira: “Me parece igual a los dioses / ese hombre que frente a ti / se sienta y escucha atento / tu dulce charla”. La bisexualidad de Safo no se ofenderá si a “ese hombre” lo corremos y lo llenamos con todas las diversidades del mundo. Me gusta especialmente esa comparación porque una buena conversación obra milagrosamente como arma transformadora —aunque más no sea— de la temperatura mental de nuestro día, pero definitivamente su superpoder va mucho más allá.
Bioy se confesó y dejó una pista sobre la mesa: “Hay tanta gente que escribe para lucirse… Yo empecé así y fracasé hasta el día en que olvidé esas pretensiones”. Si reemplazamos el “que escribe” por el “que habla” aplica igual. Me gusta enfrentar la confesión de Bioy con lo que cuenta Assata Shakur en su autobiografía: «Invasivo con sus ganas de contarme lo que tiene y lo que hace. En todo termina diciéndome de distintas maneras que es el mejor, debería agradecerle que invierta su tiempo en mí. Quisiera decirle que tiene una forma muy ruidosa, pero no le interesa. No le interesa que lo conozca, sólo quiere que lo sepa por boca de él. Quiere ganarme, no seducirme. Yo lo único que pienso es que es un cabrón con monograma. Me voy a ir”. Mientras que se aleja del sujeto, Assata comenta varias cuestiones y añora “la conversación sin condescendencia, ni con uno ni con el que te escucha”.
El poder reemplazar escritura por habla, y viceversa, con total impunidad y libertad, pero también comprobando la coherencia del intercambio, es lo que nos permite ver con claridad que lo único irremplazable es la capacidad lectora, que es lo que lleva en sí la energía con la que podemos hacer funcionar o destruir lo que nos rodea, porque por supuesto que la capacidad lectora nada tiene que ver con leer cantidades abismales de libros.
III
En la era de las redes sociales, los chats y la tecnología comunicacional sucede que leer, escribir y hablar actúan como sinónimos, y todo se da al mismo tiempo y cobra una dimensión densa y ridícula obviando, muchas veces, las sutiles y preciosas diferencias. ¿Cuántas personas hay que entablan un diálogo en un tono o modo que está vestido 100% de red social? ¿De qué manera se conversa con alguien que te habla de manera directa, personal, como si estuviera enviándote un tuit?
El pecado de que leer, escribir y hablar funcionen como sinónimos es que se pierde lo esencial: la piel, esa capa fronteriza con los otros, pero, primordialmente, esa capa fronteriza entre nosotros y nuestros Yo no visibles, esa capa que nos recuerda que estamos acá siendo un cuerpo con sus miles de reacciones y de indiferencias, que también marcan una pauta sensorial, claro.
De ese no discernimiento entre escribir, hablar y leer surge el escenario más común de la actualidad: personas que no te hablan a vos, sino a la visión que tienen de vos, y que, para más, suelen ser las mismas a las que prácticamente no llegás a ver bien porque se interpone la visión que ellos tienen de sí mismos. Esto es el ejemplo más claro de “la conversación del Yo”. Y parece bastante lógico si pensamos que la gran característica de un mundo infantilizado es la fascinación con la que se construyen las vinculaciones, tanto con las personas como con las cosas y sus intereses. No hay intimidad posible, no hay personalización de un vínculo si se sostiene desde un estado de fascinación, porque la fascinación no tiene mañana y se derrite a la sombra.
III
Voy hacia Barthes y elijo especialmente esta cita porque se refiere al lector, esa posición activa en la que deben unirse, entonces, los cinco sentidos animándose a la exploración del sexto que acá aparece —con justicia y exactitud barthesiana— erógenamente: “Pero el lector también puede plantear preguntas; puede preguntar: ¿por qué desapareció el erotismo de la literatura?”. Esta invitación a cuestionar, que el francés dejó sobre la mesa en su texto Las cosas ¿significan algo? (1962), vuelve sobre lo mismo que se planteaba en el cruce de Assata con Bioy y rescata el sentido de la sensualidad que vislumbran los versos de Safo: el que habla para lucirse pone en posición pasiva al que escucha, en cambio, el que escucha con atención, aparece como un lector activo en la escena que, con las partes a la par, definitivamente se enciende, se mantiene viva (y vivaz).
Apropiándome de la pregunta barthesiana, le doy una vuelta y me animo a ensayar respuestas al porqué desaparece el erotismo de la conversación:
1/ Lo primero: lo erótico no es lo sexual. Mientras que lo sexual es un escenario claro de poder (moralistas, esencialistas y puristas abstenerse), el erotismo es un escenario movedizo de sutilezas, factores, sorpresa, riesgo, juego de luces y sombras, puede aparecer y desaparecer con velocidad y su fugacidad no implica falla, aunque definitivamente el erotismo en una conversación requiere un rotundo reconocimiento de la otredad, de las partes, de sus acciones y reacciones. Reconocimiento no significa “conocer en profundidad”, sino el erotismo sería algo exclusivo de ciertas vinculaciones, y, benditamente, es algo mucho más democrático e imprevisto. Un silencio justo en una conversación puede generar un momento de clímax incomparable, una demanda de conversación sin timón ni rumbo levanta un muro irrevocable: he aquí 100% la capacidad lectora de un escenario.
2/ La vinculación moderna fluye en una búsqueda para reconfirmar lo que se es (o lo que se cree que es) y lo que se piensa, no para acontecer con lo que, valga la redundancia, acontece. Nada menos erótico, pues, que el regodeo en sí mismo, nada menos conversable que alguien que se regodea en sí mismo y se aferra a ello victorioso. El lado b sería que cuando algo no sucede como lo espera, la culpa o el problema está en el otro.
3/ Hay una ambición marketinera e hipócrita de generar manuales de instrucciones, de decir qué cosas son seducción, amor, romance, etcéteras, y cuáles no. Pareciera suceder en infra/minimundos, pero no deja de ser todo un suceso insólito y peligroso. El purismo costeado en la construcción de una representatividad dudosa y con bases no verdaderas, adormecedoras, o sea, narcisista, no aporta más que barullo y traerá, al largo plazo, sus consecuencias inevitables. Pues bien, los límites no son los mismos para todos, y negarlo, además de ridículo, es inconsistente. Burocratizar el cuerpo desde slogans y altares generacionales, que suelen, además, confundir “lo generacional” con “la época”, es morderse la propia cola: somos orgánicos, no organismos institucionales.
4/ Hablar todo el tiempo de uno no es necesariamente hablar desde el Yo, hay muchas maneras de hablar de uno sin nombrarse ni partir de la primera persona. Otra forma es el desborde del Yo, y el gran ejemplo es el hit de época: la idealista e ingenua idea de “ponerse en el lugar del otro”, que no llega a comprender que detrás de la frase común y “bondadosa” no hay más que una acción de aplastamiento de ese otro. ¿Qué utilidad afectiva, intelectual o capital da que alguien se ponga en el lugar de uno, si uno ya conoce ese lugar que supone —al momento— un tormento?
VI
Todos los caminos, así, conducen a lo mismo: el miedo de ser partes diferentes, a ser un montón de otredades, el miedo al movimiento que provoca una palabra o pensamiento inesperado, el miedo al enfrentamiento de ideas que parece licuarse en la necesidad barroca de fundirse uniformemente, así, entonces, se evita la fricción. ¿Cuál fricción? La propia, claro, o sea, el acontecimiento.
En palabras de Žižek: “El acontecimiento es precisamente aquello que no puede ser creado, lo que nos sorprende. El mejor ejemplo que se puede dar de la idea de acontecimiento es enamorarse de alguien. Es algo contingente, sencillamente sucede, pero cuando uno se enamora su vida cambia por completo”. Y hete aquí el punto final, porque por lo general los acontecimientos demuestran que una vez que suceden contradicen mayoritariamente lo que hasta ese momento pensábamos, hacíamos y, con un dedito montado hacia el cielo, señalábamos, o sea, nos obliga a un volver a empezar, aunque más no sea, a reconocernos, a actualizar nuestro chip.
“Lo importante no es tanto el acontecimiento en sí mismo sino la fidelidad con la que uno decide comportarse respecto a él”, concluye Žižek. Sobre el cierre, entonces, podemos decir que corporizarnos es nuestro primer acontecimiento, y la incapacidad de conversación comulga con el pánico al conflicto, que no deja de ser pánico al cuerpo por otros medios; un cuerpo con el que, para más, debemos lidiar cada día, nosotros, los otros y multitudinariamente, y sería mucho más adorable tomándonos el dulce y amargo riesgo de entregarnos a una buena conversación bruta, hambrienta de humanidad y deseosa de quemar algoritmos.
Etiquetas: Barbara Pistoia, Edward Hopper, Literatura del yo, Narcisismo, Roland Barthes, Safo, Slavoj Žižek