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Por Luciano Lutereau y Marina Esborraz | Escultura: Netty van Osch
1.
Algo que nos llama mucho la atención en el último tiempo es cómo el inicio de un tratamiento tiene como condición destituir un funcionamiento psíquico ansioso, basado en estar pendiente de lo que el otro hace, de los tiempos de respuesta, una declinación hiperparanoide de la relación especular con el semejante, que se consolida con una personalidad reactiva, que sólo se mira desde afuera y no puede dejar de mirar, capturada por la inmediatez, preocupada por la impresión que produce en los demás, como si algo de las pantallas hoy funcionara fuera de las pantallas también, como si la conectividad hubiese llevado a un tipo de subjetividad que ya no sólo tiene una red social, sino que vive así también afuera de las redes, en una virtualización de la vida que es consagración del goce de la mirada.
Este funcionamiento paranoide-escópico tiene como pasión elemental la envidia (que es la pasión de la mirada por excelencia) que se vuelve crónica, a diferencia de la subjetividad edípica que padecía los celos (que domestican la mirada con el deseo de saber).
¡Qué trabajo lleva a destituir esa personalidad, para iniciar un análisis, para pasar de la mirada a la voz, para que alguien pueda escuchar y escucharse! La mirada en el cénit del ser es la crisis de la adultez, el colmo de la infantilización y para analizarse es preciso recuperar al niño en el adulto. Pero, ¿si no hay adulto?
2.
El pasaje a lo público es la operación de la adultez. Ser adulto es tener una voz pública. Pero esta transmutación no implica volcar hacia afuera la interioridad. Ser adulto no es decir lo que se piensa. Esta idea expresionista de la adultez es equivocada. Para entender qué quiere decir la adultez hay que atender a los síntomas de ese pasaje, por ejemplo, la tartamudez. Quien tartamudea no puede apropiarse de la palabra.
¿Para qué sirve ser adulto? Para no hablar solamente un lenguaje privado, para no hablarle sólo a los amigos, para no vivir de secreteos y chismes. Hablar en público, ese artefacto que incluye un entramado entre la mirada y la voz, era hasta hace unos años un dispositivo mediador de la adultez. Ya no quedan muchos adultos desde que el repliegue en la intimidad se generalizó.
3.
En un célebre artículo, Freud se refiere a la indiferencia inicial del niño respecto del mundo exterior. Es una forma de autoerotismo. Que se expresa, por ejemplo, en el bebé que cree que el pecho es suyo, pero… para no tomar siempre el caso del bebé (que, pobrecito, siempre hace todo mal para nuestra teoría), también podría ser quien al separarse acusa al otro de traición, o se enoja y necesita crearse una versión horrible para hacerlo: hablar mal del otro con los demás, borrar sus mails, eliminar sus fotos, etc. Esto también es el autoerotismo, porque no hay diferencia entre el bebé que cree que el pecho es suyo y quien creyó que el amor de otro era de uno y que cuando decidió ya no darlo nos quitó algo propio.
La madurez existe y no es gran cosa, es apenas poder sufrir por amor con dignidad, algo tan difícil, porque la mayoría cuando sufre por amor pierde esa dignidad (límite narcisista) y sale a hacer cualquier cosa y, por ejemplo, manda mensajes a las 3.00 am, se abre una cuenta en Twitter o sube fotos a Instagram, etc. y así regresa al autoerotismo. Así que para explicar los conceptos mejor dejar tranquilo al bebé (y a su mamá), que los ejemplos de la vida amorosa son mucho más claros. Porque la vida amorosa es cada vez más infantil.
Etiquetas: Adultez, Luciano Lutereau, Marina Esborraz, Netty van Osch, Psicoanálisis