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Por José Luis Juresa | Fotos: Mike Dempsey
Los últimos días de la Argentina dan cuenta de una lógica en la que los individuos que habitan dentro de la realidad del capitalismo suben y bajan su estado de ánimo del mismo modo en que cotidianamente lo hacen los bonos y las acciones de la bolsa de comercio a nivel global. Nos hace recordar lo que Lacan ejemplificaba para dar cuenta del “vel” alienante del sujeto en su constitución “La bolsa o la vida”: opción de hierro por la que, si elijo la bolsa, me quedo sin la vida, y si elijo la vida, es una vida sin la bolsa. Lo cual habría que ver si es vida o, en todo caso, una vida cercenada, de lo que hay millones de ejemplos, tal vez tantos como los millones (de dólares… ¿o dolores?) que se acumulan a costa de tales desperdicios de vida en los basureros del capital, sin destino salvo el de la contemplación gozosa del amo.
La bolsa, como epicentro de los flujos del capital, es el “prototipo” de la forma en que se presentan muchos aspectos de la realidad de las vidas que también se asoman al consultorio de un psicoanalista, una realidad sumida en los ataques especulativos con los que las existencias humanas se devanan los sesos buscando una seguridad que, a su vez, se apuestan paradojalmente en la lógica de unos movimientos espasmódicos de la ganancia rápida y efectiva. El proyecto de la ganancia inmediata y el flash efectista de la fascinación por la acumulación repentina, resulta lesiva para la humanidad, tanto en el sentido del género como en el de la condición.
La seguridad, entonces, aparentemente uno de los vértices de las demandas “ciudadanas”, al mismo tiempo se dilapida especulativamente, en la que la subida repentina se sigue del bajón depresivo y punzante que tiene por función la búsqueda de una próxima escalada más adrenalínica y aguda, y el anhelo de recuperarse de una pérdida que, para el sujeto humano, es solo pérdida, punto de desaparición.
Es lo que se gana: una pérdida como si lo perdido hubiera sido la pérdida en sí, o sea, la posibilidad de renunciar a la guerra social en la que solo cabe la palabra “competencia”. La pérdida será su contraparte absoluta: también será total, hasta el punto de perder la pérdida. Y eso es lo que sucede: se ingresa a “la cancha” sin la posibilidad de perder. Nadie juega, ni nadie “se” juega. Se especula interminablemente porque solo cabe ganar (cuyo reflejo político es indudable). Lo que se logra es desplazar la pérdida de manera catastrófica y estigmatizante hacia la zona de “los perdedores”. O sea, están los que pierden, no las pérdidas. Y “los perdedores” son nada más que la caricatura de la pérdida. Jamás será el reconocimiento de una pérdida, sino la caricatura del derrotado, sobre el que se ejercerá un conveniente “apartheid”, que los individualice y los agrupe, de tal modo de generar la ilusión del conjunto de “los ganadores”.
De cómo simular una vida
Así, el discurso será del semblante, una suerte de “símil” en el que la vida será de “los ganadores” de la bolsa, mientras que los perdedores son los que conservaron la vida sin la bolsa. Entendemos que los poseedores de la bolsa, sin darse cuenta, habrán “perdido la vida” cuidando la ganancia de la bolsa.
Perder la vida allí no es el discurso en “modo consuelo” de los derrotados, sino que la estructura lógica del funcionamiento de la bolsa convierte a la vida en el error que hace que los cálculos, las anticipaciones, las proyecciones, los programas, salgan siempre mal. Basta leer a los expertos en la materia, pifiándole –sobre todo en nuestro país– por decenas de números a los cálculos y las predicciones. Nada más alejado de la ciencia clásica. Pero no es eso lo que importa. Lo que interesa es que, el sujeto, al perder la posibilidad de la pérdida, enloquece, como una rueda que gira en falso, sin tope, y se altera del mismo modo en que parece borrar de su memoria todo vestigio de la experiencia. Lo que ayer hizo euforia en las proyecciones, lo que ayer prometió algo, mañana quedó literalmente borrado como si jamás hubiera existido, una suerte de éxtasis del “borrón y cuenta nueva”, del arrepentimiento conciliatorio en falso, basado en la desmemoria y en la liquidez de las vivencias que no dejan ninguna huella ni aprendizaje.
La lógica de la “bolsa” empuja a la “desmemoria” para renovar su fortísimo carácter especulativo y volver a caer en la misma trampa que ayer, cuya finalidad es evitar todo tipo de regulación, de ley.
El verdadero propósito es la ilusión de un mundo sin ley en el que los incautos caigan una y otra vez en la ilusión de una falsa libertad sin límites, una suerte de “yo hago lo que quiero” con “mi” vida como si todo lo que le pertenece no hubiera sido jamás originado en ningún tipo de donación ni relación a ningún Otro. La borradura del Otro se sigue a la de sus huellas. El sujeto se desorienta y sufre la alienación de la bolsa en los vaivenes especulativos de su estado de ánimo, como si una y otra vez no aprendiera nada de ninguna vivencia que no decanta jamás en experiencia alguna.
La vida se transforma en un “símil” del mismo modo en que el porcelanato puede simular un piso de madera. Y así con el amor, el odio, la vida social en general. Y es así porque en el “símil” queda velada la expropiación de la que el sujeto contemporáneo se hace objeto: la del fallo. El fallo o fallido es transformado o reducido a un error que, como tal, tiende a perfeccionarse, a ser resuelto, a desaparecer. La vida termina siendo el “error” que el sistema no puede soportar, y que, sin embargo, termina reproduciendo de forma histérica, espasmódica, sobreactuada, falsamente pasional. Apenas si alcanza, nerviosa e insosteniblemente, los arrebatos de la ganancia especulativa y la temeridad de “lanzarse a ganar” sin importar quien caiga en el camino o los obstáculos que se interpongan.
La Trump-a de un mundo sin ley
Bastó que el Presidente norteamericano se volviera a Estados Unidos para que comenzara a desestimar el supuesto “acuerdo” con el que se dio una tregua en la guerra comercial con China. Más allá del patetismo de aportar dinero y marco para el desarrollo de una farsa, aquello demuestra que la lógica “reguladora” es la fuerza del capricho, la fuerza imperial del poder coercitivo que borra al otro con total impunidad y solamente simula su existencia, (lo cual remarca que también simula la suya) y eso es lo que nos vuelve locos. Literal. El problema es darse cuenta de esto, para poder tomar el toro por las astas.
El psicoanálisis es un nuevo lazo social (discurso) que le devuelve a la cultura un cuerpo de experiencias, y de saberes ligados a tales experiencias, que no se pierden y que se depositan en el seno de otro diferente de la lengua muerta y deshilachada, desenlazada del cuerpo, del goce, de la vida en tanto tal. Es un Otro corpóreo en el que yace la memoria del acontecimiento de la divisoria de aguas entre la necesidad nutricia y el deseo nutriente. La pulsión es un elemento conceptual articulado a esta división, esta grieta por donde adviene el “ADN” pulsional que no repite la vivencia apenas como un ciclo biológico, como si el sujeto fuera ausente de toda experiencia, por ende, de memoria.
La Trump-a habrá que desarrollarla en toda su expresión “enrollada”–vale decir, multidimensional– en esos lugares invisibles desde los que nos llega la información necesaria para recuperar la verdad de los cuerpos desaparecidos, que, sin dudas, son los de cada uno de los individuos que viven en lo contemporáneo, porque esa es la condición: simular, semblantear una vida por la que –es verdad– no hay nada preparado para “tenerla”, tenerla de verdad, como quien posee algo de pleno derecho y hace uso del mismo.
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