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Por María Lobo
Año 1991. Juan José Hernández viaja a Francia, invitado por la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs. Se dispone a traducir a Verlaine; el pueblo donde va a trabajar es Saint Nazaire. Ese clima —el de la bretaña francesa— le resulta inhóspito. De modo que cada noche, antes de acostarse, Hernández enciende el televisor con el fin de habituar el oído al lenguaje coloquial de los franceses, hacer un alto en la traducción. Encender el televisor, un ejercicio. Un modo de habituarse a algo. El televisor no es más que un aparato que funciona mientras alguien está pensando, por ejemplo, en los versos tiernos y procaces de Verlaine.
Por otro lado, en diciembre de 2018 mi amigo Diego Puig trae desde Buenos Aires una novela. Construcción de la mentira —Gonzalo Heredia, Editorial Alto Pogo— no es un libro que se pueda comprar en Tucumán. Solo se consigue en la capital; si este libro ha llegado hasta aquí es porque yo se lo he pedido. Ahora que lo tengo en mis manos, veo que en la contratapa Virginia Cosin advierte: “en las páginas de este libro nadie se encontrará algo así como al verdadero Gonzalo Heredia”. Gonzalo Heredia es un actor de la televisión. Cuánto podría importarle un aviso de esta clase a Hernández. Pienso en el frío de la bretaña francesa, en el modo de mirar de Hernández o en las hipotéticas conversaciones que él y yo podríamos haber tenido. Pienso en nosotros, en las personas que entendemos a la televisión como un modo de habituarse a algo. La advertencia no es para mí. Vivo en una ciudad a la que no llegan los libros —lo que probablemente sea la razón por la que, desde hace algunos años, mi ciudad es un lugar que me invento—. Ese sitio imaginado está cerca de Saint Nazaire y de una voz como la de Hernández; un lugar más orientado al pasado que a un presente sobresaturado de información dispersa en espacios de aire. En esa ciudad de mi propia fábrica los televisores no son artefactos preponderantes. Si Gonzalo Heredia me escribiera cartas, yo me inclinaría por olvidar que él es un actor. Para mí, es solo alguien que escribe. A pesar de que se lo había encargado, mi amigo Diego no quiere decirme cuánto le costó el libro. Me dice que es un regalo.
La advertencia no es para mí, de modo que me pongo sorda. No escucho; doy inicio a la lectura de Construcción de la mentira a partir de una certeza: por supuesto que este es un libro autobiográfico. Todo libro es una obra de arte y toda obra de arte es siempre autobiografía. Es esta la relación que se establece entre los autores y sus libros. Toda obra es autobiográfica, dice Franzen, aunque esto debe interpretarse desde el sentido que él le confiere a la palabra autobiografía. Que un libro sea autobiográfico no significa que viene a reconstruir la historia real de quien lo ha escrito. Franzen se refiere a ese despliegue de preocupaciones que están esculpidas de modo inteligente, de modo emocional, en los buenos libros. Es decir, Kafka era autobiográfico. Su obra no era su vida, pero en ella encontramos de forma conmovedora los temas que para él eran el mundo todo, lo importante. Podemos leer en esos tópicos los rayos X de un autor, los trazos de su autobiografía. Enseguida descubro que Construcción de la mentira narra la historia de un actor de televisión. Pero como en los buenos libros, esa circunstancia coincidente —un autor que es actor de televisión y que escribe acerca de un actor de televisión— no es el entramado sobre el que se asienta la autobiografía. Gonzalo Heredia ha escrito, en cambio, una obra de arte que habla sobre el cuerpo y la imagen —también del amor y de los mundos ficticios—. Tópicos que aparecen como su mundo todo, como las preocupaciones más trascendentes.
El martes 6 de febrero de 2019, mi amiga Silvia Gallo me presta un libro que acaba de leer. “Me gustó mucho”, dice. Es El nervio óptico, de María Gainza. Otra vez, las contratapas. Mariana Enríquez señala que se trata de un libro que está “entre la autoficción y las microhistorias de artistas”. María Gainza es crítica de arte. Ahora que acabo de leerlo, puedo hacer esta síntesis: el libro se des-compone de las historias sueltas de una crítica de arte que —lo mismo que la autora— se llama María. Según la teoría Franzen, los lectores habremos de pasar por alto esas coincidencias entre autora y protagonista. En ese caso, El nervio óptico es una obra que propone tópicos importantes: familia y aristocracia, infancia y adultez, educación y clase, enfermedad y muerte. Sobre todo, es un libro acerca de la clase, la virtud del egoísmo. “Desde que tenés memoria, tu mamá y los de su clase vienen anunciando que este país se va a prender fuego; la primera mitad de tu vida fuiste rica; la segunda, pobre”: la narradora de El nervio óptico se habla a sí misma; establece autodefiniciones sobre ella. De modo que, por momentos, este puede parecer un libro acerca de la arrogancia. Sin embargo, esa posición ensimismada y cercana a una patología egocéntrica habla mucho más de la autodefensa que de un egoísmo mal entendido. La forma en que la autora ha escrito este libro recuerda a novelas como la bellísima Niveles de vida, de Julian Barnes —aunque a las personas que escriben las contratapas les encanta hablar de “ruptura de formas”, como si todavía quedaran posibilidades de romper algo—. Forma: historia del arte y autobiografía. En esa arquitectura formal —y especialmente en la habilidad para sostener un límite entre la arrogancia y la autodefensa— está el mundo de María Gainza; es allí donde parece emerger la hermosa profundidad de esta novela.
Aunque yo no iba a escribir sobre María Gainza, las cosas a veces suceden así. No puedo pasar por alto que los libros de lo que sea que las minorías que escriben las contratapas entienden por autoficción se me aparecen, últimamente, como por efecto de telepatía. Pasé buena parte de este verano haciendo anotaciones sobre Construcción de la mentira. Más allá de lo autobiográfico, la novela está en una tradición de la literatura rioplatense que me resulta fascinante: ese pequeño cosmos de obras que hablan del cuerpo y de la imagen (Juan Terranova y su novela La piel —Galerna—) (Inteligencia de Terranova para hablar del cuerpo: la piel es frontera, una metáfora para hablarnos del mundo, el tiempo en que hombres y mujeres que ya no sienten nada y están dispuestos a que alguien les corte la piel). (Leticia Martin y Estrógenos —Galerna—). (Sangre que hace correr Martin: la anatomía del hombre y el de la mujer serán intercambiables; Estrógenos es una novela acerca de un futuro en el que los seres humanos necesitarán mirarse en imágenes fotográficas para existir). Heredia se integra a mi cosmos privado. Lo hace a través de un movimiento estético: el mundo que él ha compuesto no está habitado por personas, sino por cuerpos. El de la mujer, el del hombre. Cuerpos que alguien observa de forma obsesiva; cuerpos que se comparan entre sí, que se dejan observar. Sueltos, a la deriva. Cuerpos que nos hablan de un malestar que es propio de una época en la que el ser humano se toma fotografías y observa las fotografías de un otro para reconocerse —para tranquilizar su existencia, o incluso para existir—.
Un actor de televisión inicia un relato sin intervalos. Su día a día laboral, la vida doméstica: el narrador se mueve entre distintos personajes. Compañeros de elenco, vestuaristas y maquilladores, productores, directores de programas de televisión. Una mujer, un hijo. Obsesiva es la forma en que este narrador está observándolos. Con inteligencia, el autor le hace decir al actor protagónico que él es el director de las escenas de su vida. Así, este actor/narrador describe todo lo que ve, y lo hace compulsivamente. El cuerpo de los otros: “Me presenta a un actor al que también representa. Lo conozco. Es la novedad sensual. Me paro al lado. Es más alto que yo”. El cuerpo propio: “Saco el aire y me toco la zona abdominal. Con las puntas de los dedos sigo el surco de los cuadraditos”. Los gestos: “Meto la camisa dentro del pantalón para que quede tirante y me abrocho el saco. Le paso el brazo a Be por detrás y le apoyo la punta de los dedos en la cintura, como me indicó la vestuarista. No abraces por los hombros, se te arruga el saco”. El detalle: “Bajo levemente el mentón, entrecierro los ojos y sonrío. Primero estiro los labios y después muestro los dientes y congelo”. La imagen: “Nos reímos y estiramos la espontaneidad de la carcajada el mayor tiempo posible (…). La última, la última. Nunca es la última y está bueno que se queden con ganas de más. Que valoren nuestra imagen”. Que valoren nuestra imagen. No se trata de personas. Muchos de los personajes no tienen nombre —y aquellos que lo tienen, lo han recibido del protagonista, que también obsesivamente decide que las personas “tienen cara de Ester o de Marisa”. La mujer y el hijo son desnombrados. Ella es Be; él es el nene. Y el nombre del protagonista, cuando aparece escrito por única vez, está intencionalmente tachado. En esta novela, el ser humano es carne. Cuerpos que están puestos en la vida para que alguien los observe.
En su ensayo “Francis Bacon y Walt Disney” —Mirar, Ediciones La Flor—, John Berger dice que la pintura de Francis Bacon puede ser pensada desde cierta particularidad: se trata de obras concentradas en el cuerpo humano, pero cuyas partes que son exhibidas en aislamiento. “El impermeable en un torso, un paraguas bajo el brazo: todo está puesto sobre un lienzo que recuerda a una vitrina de cristal, en arenas de color puro, en habitaciones anónimas. Las vitrinas de cristal recuerdan a aquellas que sirven para estudiar el comportamiento de los animales; los decorados, los trapecios, las barandillas, las cuerdas, se parecen a los accesorios que se ponen en las jaulas; el hombre es un mono feliz”. El cristal tiene sus consecuencias: las figuras del cuerpo humano pueden ser observadas por otro. Y ese hecho —el de la observación intrusa— tiene a su vez una nueva consecuencia. Los cuerpos de Francis Bacon están aislados pero son observables; están aislados y al mismo tiempo han perdido toda intimidad. Dice Berger que ese aislamiento y esa privación de la intimidad es la marca que traza Bacon sobre sus lienzos, el movimiento estésico que permite que sus obras no se queden en imágenes figurativas, sino que vayan a impactar directamente en el sistema nervioso de quien las está contemplando. Movilizado en su sistema nervioso, el espectador se ve impulsado a sentir que esos trozos de cuerpo son figuras que han sido heridas no por un ser humano en particular, sino por la especie. La pintura de Francis Bacon es aquello que le ha pasado al cuerpo el día después de que ha sido descuartizado por la humanidad.
Lo que quiero decir es que cuando leí esta novela —cuando me dejé movilizar por las marcas en el lienzo, esa forma de descripción invasiva que ejerce Gonzalo Heredia—, no pensé en sus personajes, sino en vitrinas. En fragmentos de cuerpos diseminados, en las arenas de Francis Bacon. Como por efecto de la telepatía, Gonzalo Heredia ha dejado escrito algo en la página treinta y uno de su libro: “Se saca los anteojos, los cuelga en la camisa y por primera vez veo sus ojos de cuervo, más negros a la luz del día que en las fotos. Dice que lea las entrevistas a Francis Bacon”. Página cincuenta y tres: “Me acuerdo del exhibidor de vidrio frente a mi nariz, las botellas de licores en la repisa del espejo, la cara de mamá reflejada”. Volviendo a Berger. ¿Hay algo más desolador para un cuerpo humano? Dejar de ser un nombre y convertirse en cuerpo; ser cuerpo desmembrado, exhibido sobre un lienzo, visible a través de los cristales, merced a un ojo ajeno. Incapaz de retener un resto para lo íntimo. A través de esa vitrina que Gonzalo Heredia ha trazado para que los lectores seamos observadores de su mundo, nos encontramos con cuerpos que, aunque parecen acompañados por algún otro que los mira, no pueden ser más que figuras humanas en soledad.
La arena de la soledad. ¿Hay algún escenario más inapropiado para ser, para amar? Los desnombrados de Gonzalo Heredia también necesitan ser; necesitan amar. Pero la arena no es un buen hábitat para los seres humanos. Así es como el hombre no puede ser. Así es como resulta un sujeto desnombrado. Vaciarse del todo, ser madera no espiritual: “El nene mira dibujos animados en el televisor: Un día, Pinocho se fue al teatro de títeres para escuchar una historia. Cuando lo vio, el dueño del teatro quiso quedarse con él: Oh, ¡Un títere que camina por sí mismo! (…). En la telenovela, cuando los personajes no se hablan en la mesa es porque pasó algo malo. Pero esto no es una telenovela, en minutos Be me va a contar una historia real”. Cómo extraer amor humano de un suelo de arena; cómo encontrar respuestas donde los cuerpos son cuerpos; perseguir profundidades donde parece que no las hay: “Volvemos en el auto; el nene come una manzana en el asiento de atrás y Be mira por la ventanilla a mi lado. El nene muerde y aparecen las semillas. Papá, esto no me gusta, es feo, ¿qué es?, dice. Me sorprende que me pregunte a mí y no a Be. Son las semillas, le digo, comé lo del costado. ¿Y qué es semillas?, pregunta. Es lo que tiene adentro la manzana, vos tenés que comer lo de alrededor”. Cómo recordar siquiera una sola noche: “En realidad ya no me acuerdo de nada. Me construí un recuerdo de esa noche”. Cómo encontrar un futuro a la especie, si esa especie se autodestruye —Virginia Cosin: Gonzalo Heredia registra los últimos estertores de su antigua especie—: “Me enredan un tobillo y me absorben de a poco. La masa se transforma en una mancha voraz que me arranca pedazos del cuerpo”. Francis Bacon: “Lo construido es de vidrio y tenemos que movernos ahí dentro”.
Vitrinas que desnudan los cuerpos, la arena. Sí, ese es el escenario que veo. Pienso en la bretaña francesa y en una hipotética conversación con Juan José Hernández; si acaso hiciera frío, él y yo hablaríamos sobre Silvina Ocampo, sobre la preponderancia de la televisión o de las estufas —conversaríamos acerca del hecho de que las estufas eran preponderantes para John Gregory Dunne y Joan Didion—. Supongo que a esa mesa de té también podría sentarse Gonzalo Heredia, alguien que escribe. Sería él —Gonzalo Heredia— el primero en afirmar que los televisores, a veces, son aparatos que solo sirven para habituarse a algo. “Me acuerdo del exhibidor de vidrio frente a mi nariz (…), cigarrillos de filtro blanco consumiéndose y el televisor de fondo con carreras de caballos. Acá también hay un televisor de fondo: una mujer de dientes grandes y corte carré rubio mueve la boca fuera de sincro”. Acaso nos diría Gonzalo Heredia —a Juan José Hernández y a mí— que el cuerpo ha arrastrado al hombre hacia el final de su propia especie. Nos diría que aún es posible observar esos cuerpos. Ahora son cadáveres; desnombrados que podemos espiar través de los vidrios.
Construcción de la mentira
Gonzalo Heredia
Alto Pogo, 2018
194 páginas
* Imagen de portada: «Hombre sobre sofá» (1954) de Francis Bacon
Etiquetas: Francis Bacon, Gonzalo Heredia, Literatura, María Gainza, María Lobo