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I
Fracasos. La vida está llena de fracasos. Tal vez, con un poco de suerte, haya algún que otro éxito; pero son los menos. Depende cómo se mire el asunto. Lo cierto es que llega un momento en que el ser humano deja de correr el largo trote de la superficialidad y se pone a ordenar su identidad. ¿Qué soy? ¿Qué tengo? ¿Qué quiero? Se mira la mano, levanta el pulgar y arranca a contar: amor, amistad, trabajo, familia, hijos, ese tipo de cosas. Luego aparece la pregunta de la existencia occidentalizada sobre —¡atención!— la felicidad. “Creo que es la clase de preguntas que más vale no hacerse”, decía Michel Houellebecq.
Aunque no quiera, Alberto —protagonista de El cuarto deseo, nouvelle de Ignacio Molina que publicó la editorial Falsotrébol— se pregunta si es feliz. No es voluntario, hay que decirlo, pero la idea del balance aparece en su cabeza de forma intempestiva. A veces —por no exagerar y decir: siempre— las cosas importantes surgen cuando se las contrasta con su opuesto, en este caso, con la infelicidad: ¿qué es lo que me hace tan infeliz? Así arranca la historia, el primer párrafo, las primeras líneas de El cuarto deseo, libro editado en septiembre de 2018:
“La noche en que cumplía cincuenta y dos años, mientras soplaba una velita clavada en una porción de torta de manzana en una parrilla de Pinamar, Alberto sintió, de una manera brutal, que ya no quería seguir compartiendo su vida con Norma. Antes, a ciegas, había pedido los tres deseos (que Huracán no se vaya a la B, que Ramiro sea feliz, volver a jugar a la pelota), y cuando abrió los ojos y vio la cara de su esposa volvió a cerrarlos para agregar un cuarto deseo: que Norma se muera.”
II
De arranque sabemos que Alberto tiene cincuenta y dos años recién cumplidos, que está en la costa argentina de vacaciones con su esposa y una pareja amiga y que su hijo ya terminó la secundaria y está empezando a ser un adulto. Es un lugar común pero no por eso menos cierto: cuando los hijos se van de la casa, una crisis existencial se avecina. Hay que estar preparado. En cualquier momento puede venir una. Alberto no la supo anticipar, pero en su cabeza ya está la respuesta: el problema de su infelicidad es su esposa.
La imposibilidad de ser feliz es el gran tema de esta época, donde los grandes tótems de la reproducción simbólica del capitalismo bombardean con mercancías para saborear, ya no la felicidad pero sí algo muy parecido, la diversión. Y ahora también los misiles tienen la forma de un choreo mal adaptado de Oriente —porque es imposible adaptarlo a una cotidianeidad como esta— que es la serenidad. ¿Han notado cómo todo el mundo se autoproclama divertido y sereno en la vidriera brillosa de las redes sociales como si la combinación rápida de ambas fuera la fórmula de la felicidad?

III
Cuando un perro se da cuenta que es perro deja de serlo. Lo leí una vez en una pared llena de graffittis. No recuerdo dónde ni cuándo. O capaz lo soñé. No sé. Lo cierto es que la racionalidad es la gran trampa de nuestra existencia. La felicidad es un mambo inalcanzable. Como concepto, es interesante, pero utópico. Es un estado de gozo total. ¿Quién puede experimentar algo así? El diccionario dice esto: “estado de ánimo de la persona que se siente plenamente satisfecha por gozar de lo que desea o por disfrutar de algo bueno”. Demasiado ambiguo. No existe la plenitud. Todo aquel que se proclame feliz miente. O exagera.
Entonces, si la felicidad es imposible, tal vez también lo sea su extremo: la tristeza. Volvamos a Alberto. ¿Es una persona triste? No, no lo es. Alberto es un perro que se acaba de mirarse al espejo y hay algo que no le cierra. Aparecen las dudas sobre el camino recorrido. Mira al costado y ve que todo lo ajeno es mejor. Su amigo tiene una pija enorme, una novia joven y hermosa y cogen mucho. Mira a Norma, su esposa, y lo que ve es una señora malhumorada e incogible, incapaz de darle un poco de ternura. Con eso convive. Game over.
Y si su mujer realmente se muere, ¿acaso sí podrá ser feliz? ¿Quién puede afirmar que a Alberto no le aparecerá otro obstáculo en sus cien metros llanos hacia la felicidad, y después otro, y otro, y otro? ¿No es acaso una ilusión óptica el objetivo que nos exige esta época, una ilusión óptica que sólo busca mantenernos así: ilusionados, por no usar un término un poco más cruel: idiotizados?
IV
“El amor intenso de los primeros años se había convertido en eso que era peor que el odio porque ni siquiera dejaba vislumbrar un final”, escribe el narrador, y después: “Los momentos en los que pensaba en su hijo eran los únicos en los que sentía que había hecho al menos una cosa muy bien en toda su vida”. También aparecen ideas que de tan boludas se vuelven inteligentes: “Yo la marido y ella me esposa”, se dice a sí mismo Alberto. Bueno, ya está, sabemos cómo alivianar este fracaso que es la pareja, pero ¿cómo llevarlo a cabo? ¿Matándola? ¿No sería más fácil una separación? ¿Tiene el valor para hacerlo? ¿Cómo tomar las riendas de su propia vida?
Esta brevísima novela de Ignacio Molina se propone narrar el verano en que Alberto se dio cuenta que no era feliz. No hay grandes preguntas filosóficas ni teoremas ensayísticos. Tampoco historias que se entrecruzan ni viajes al pasado o movimientos sobrenaturales en la trama. Es una historia realista, bien costumbrista, cubierta con un gran manto humorístico. Una narración que camina segura por la ruta del género sin sobresaltos ni zigzagueos. Pasos firmes hacia adelante, sin titubeos, veloces, llevaderos, hasta que Alberto se encuentre con algo que lo saque de esta torpe y neurótica pasividad.
¡Dale, Alberto, salí de esa tibia pileta de quejas vanas que parecés un tuitero! Parece fácil, ¿no?, pero ustedes, ¿ya localizaron qué es lo que los hace infelices? ¿Y qué esperan para hacer algo?
El cuarto deseo
Ignacio Molina
Falsotrébol, 2018
94 páginas
* Portada: Detalle de ‘»Músico con laúd» (1624) de Frans Hals
Etiquetas: El cuarto deseo, Felicidad, Ignacio Molina, Literatura, Michel Houellebecq