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Por Luciano Lutereau y Marina Esborraz
“Sí, ya sé que las generalizaciones
encierran siempre una cuota de estupidez,
pero permíteme que juegue un rato
a hablar de los hombres y de las mujeres.”
Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte.
I.
Freud tenía la idea de que las mujeres –por su particular (no) salida del Edipo– tenían un superyó más débil. En realidad, no es que sea más débil, sino que no está constituido a través de identificaciones normativas (leyes a las que sólo se puede obedecer transgrediéndolas, como hacen los varones) sino por imperativos que, a veces, pueden ser paralizantes. Es la diferencia entre Ley y el Padre, el parricidio que da lugar a la Ley (para hacer callar al Padre) es propiamente masculino, mientras que las mujeres quedan más atadas a la voz del Padre.
De ahí se desprenden tres fenómenos que la teoría tradicionalmente aísla para las mujeres: 1. El miedo a la pérdida de amor (que es temor a que el otro deje de hablarles); 2. La hiperexigencia, en la medida en que, si no transgreden, trabajan para esa voz interna que todo el tiempo les dice que puede haber un detalle que está mal en lo que están haciendo; 3. Si el varón es nominador por excelencia, dado que legislar es, en última instancia, hacerlo sobre los nombres; la mujer no tiene siquiera nombre propio.
En los análisis de muchas mujeres se advierte cuánto trabajo les toma soltarse de esta subjetivación (patriarcal). El análisis es el primer método clínico que se inventó para ir contra el Patriarcado y sus efectos. Incluso es muy sutil, porque no se trata de que, entonces, se subjetiven masculinamente (lo que hoy a varias les trae nuevos y graves problemas, si no en lo laboral, sí en la vida amorosa), sino de que –para decirlo fácilmente– encuentren “una voz propia”. Una por una.
Apropiarse de la voz, con el desafío de tener una voz pública, que no es lo mismo que vencer el miedo a hablar en público, es el equivalente femenino al fantasma parricida de los varones. Aunque con una diferencia: la voz femenina es lo único que mata al Padre sin perpetuar su Ley.
II.
El complejo de castración no tiene que ver con la presencia o ausencia de pene, sino con que la diferencia sexuada se inscriba en términos de culpabilidad de la mujer: si ella está castrada es porque algo malo hizo. Esa culpabilización se comprueba, por ejemplo, en el caso de mujeres que suelen salir con tipos que las traicionan, a veces de manera evidente, al punto de que alrededor muchos pregunten: ¿cómo no lo vio venir?
La típica interpretación machista es: lo ve, pero no le conviene, se hace la boluda. Lo cierto: no lo ve, porque así satisface una necesidad inconsciente de culpa –que no se deconstruye leyendo teoría de género o psicoanálisis, sino analizándose. Esa mujer –por la culpa inconsciente– no cree que merezca algo mejor. Es lo que cuentan algunos colegas que trabajan en violencia de género, cuando se sorprenden de que varias mujeres retrocedan después de denunciar y lleguen a volver con los golpeadores. Por eso en los análisis no hay que darle manija a la imagen del varón, cuanto más se construyan otro malvado, más refuerzan la culpa inconsciente. Dejar de victimizar trae mejores resultados.
El Patriarcado es que siga vigente el complejo de castración, como lo demuestra la mujer que quiere separarse y escucha a su madre preguntarle: “¿Te parece que vas a poder sola con los nenes?”, como si una mujer sin marido estuviese sola, como si la culpa no fuese esa sensación de no poder con que viven muchas mujeres. Nunca se escucha decir a un varón “Cuando pude separarme” (varios dicen “Cuando me animé”, pero sin que se juegue una potencia sino la asunción de una cobardía) y la pregunta ahí es ¿de quién se separan: del marido o de la madre –raíz fundamental de la culpa?
III.
Otro prejuicio machista en psicoanálisis es la idea de que “la histérica se sustrae”. En diversos textos ya cuestionamos la definición de la histeria como deseo insatisfecho; ahora decir que la mujer histérica huye es algo propio de una sociedad que no admite el “no” de las mujeres, que no tolera que una mujer pueda disfrutar el deseo que produce sin tener por eso –como castigo– ofrecerse como objeto de ese deseo. No es más elaborada que este prejuicio simplón, la noción –curiosamente sostenida a veces por analistas mujeres, lo que demuestra que el machismo no es privativo de los varones– de “condescender”.
En absoluto este cuestionamiento implica renunciar a la categoría clínica de histeria, y sobre todo, a la importante distinción entre histeria masculina y femenina. En todo caso, lo importante es situarla sobre su eje, delimitar su analizabilidad más allá de cualquier adoctrinamiento. Los críticos desecharían la clínica de la histeria, tirarían al bebé con el agua. Se perderían de pensar lo importante: que no por eso el sufrimiento histérico sigue presente en la consulta. El analista deconstruido es más moralista que todos los prejuicios freudianos juntos.
IV.
¿Qué es un varón antes del encuentro con una mujer? Una pose, un impostor. Puede ser que así la conquiste, pero no llegará muy lejos. Al poco tiempo ella se va a molestar por su torpeza, porque no da la talla, porque le queda grande la masculinidad. Sin embargo, si ella tiene algo de paciencia, va a descubrir que ningún varón está listo y a la espera de una mujer. Todos son igualmente menos de lo que prometen; no porque vengan fallados –o sí, vienen fallados– el punto es que un varón podrá asumir una posición masculina a partir de ese encuentro. Por lo tanto, rebajarlo de antemano es inútil. Siempre un varón decepciona, pero es esa pérdida del ideal de potencia lo que permitirá encontrar un deseo. Un deseo que no existía antes del encuentro. Como dijo una vez un adolescente: “El problema con las minas es que te hacen crecer” ¡Qué problema!
V.
Existe una fantasía generalizada respecto de los varones y las mujeres, cuyo ejemplo más icónico lo muestra la desobediente y curiosa Eva dándole el fruto prohibido al bobo de Adán. Una cierta idea de que los hombres son siempre un poco tontos, más fáciles de engañar, más atrapados en los semblantes; mientras que ellas son más vivas, más maduras, más “bichas”. De hecho creemos –y mucho– en la “intuición femenina”, como también en que las mujeres son mejores analistas (cuando no las peores, pero bueno, nos gusta obviar esa parte).
Ellas también son ilusas, creen en signos de amor que no suelen ser más que signos de humo, creen que ellos van a cambiar “por amor”, que no las van a engañar más con otras mujeres y otros largos etcéteras. Que la castración no esté en el centro de su deseo no las salva del engaño. Es cierto que hay una diferencia que Freud señala en relación al complejo de castración: el varoncito ante la visión de la falta de pene en la niña, en principio no lo cree y supone “que ya le crecerá”. En la niña se juega todo en el mismo tiempo: sabe que no lo tiene, y de allí la envidia del pene y la subjetivación como culpable por dicha falta. Eso no quiere decir que ellas no se engañen por los mismos semblantes, quizá la diferencia radica en que mientras ellas creen en el amor, ellos les creen a ellas.
Etiquetas: Luciano Lutereau, Marina Esborraz, Psicoanálisis