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21-03-2019 Notas

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Por Juan Agustín Otero | Imagen: Brooke Shaden

La digresión es de 1959. Adorno dijo que la filosofía kantiana era más inteligente que su escriba. Un hombre que no sabía nada de arte ni era particularmente propenso a la percepción fija, concentrada, de la naturaleza -dijo- había realizado una teoría estética que, de algún modo, excedía su conocimiento y su experiencia. Esa circunstancia puede ser referida como un milagro o como un misterio, como si el lenguaje supiera cosas que no saben los que lo hablan. Es raro y, sin embargo, cierto.

Leyendo novelas lo he intuido varias veces: el personaje, por ejemplo, sabe siempre más que el autor. Fausto viajó por mundos que Goethe ignoraba antes de haberlos escrito. La amistad entre Tomatis y Barco era más opaca para Saer que para ellos cuando charlaban y se burlaban el uno del otro. El joven Moreau vivió desventuras románticas que Flaubert evadió durante toda su vida. Y en la Biblia hay, tal vez, más verdad que en las almas precarias y anónimas que la organizaron. Lo sorprendente no es que se pueda escribir ficción más allá de la biografía, sino que esto se pueda hacer bien.

A este hecho -para algunos obvio, para otros irrelevante- se lo llamó inspiración por mucho tiempo. Este poder para concitar realidad en un pedazo de papel o en un documento virtual invita a pensar en la magia. El novelista, con sus marionetas, trama una fábula moral que es una metáfora de sus intuiciones. Pero el escritor es, a la vez, una marioneta de lo que va diciendo, como si cada palabra le indicara la palabra siguiente. Cuando termina de escribir despierta de un sortilegio o una pesadilla. Está confundido y desconoce quién es ventrílocuo y quién el fantoche que flota entre los hilos. Esto no es solo un juego de espejos, es una experiencia real. El asombro que se tiene, a veces, frente a la propia escritura, como si fuera de otra persona, es parecido al asombro que se tiene frente al recuerdo de uno mismo borracho, haciendo cualquier cosa, en lo más denso de la noche.

La literatura, por eso, es una forma especial de ilusionismo y de conocimiento. Permite emplazarse en el lugar de otro o imaginar para otro un lugar que también es verdadero. Uno se solidariza con las cosas que diariamente desprecia o le son indiferentes, incluso con las cosas que ignora. El arte visual, la abogacía, la miseria de un linyera, los chinos medievales, unos alumnos del liceo militar, la cara rústica de un sabio celta, los hábitos de una amante celosa o de un asesino, un patriarca tiránico, tres viejas solitarias, varios parientes injustos, las perversiones de un millonario estadounidense, un gaucho malo, la pornografía y cada político mentiroso se vuelven, de pronto, interesantes, más reales que uno mismo y más reales que lo que, con aspiraciones de objetividad, suele considerarse real. Por medio de simulaciones se accede a la vida de otros y un mundo que antes era palabra se despliega como si fuera una cosa. Algo se inventa, pero la invención también es simulada: hay algo que ya era y estaba y que, ahora, emerge. Aunque no parezca, esta es la versión clásica de la literatura.

También es la versión comunitaria de la literatura y la versión vanguardista y la versión romántica y la versión crítica y la versión revolucionaria y la versión mercantil. No se trata de la creencia -tal vez ingenua- de que se pueda saber más de lo que se sabe y vivir más de lo que se vive. No. Más bien, es la certeza de que en la lengua habitan otros hombres o de que en un solo hombre hay mil más.

Aquí la cita obligada es a Borges o al Schopenhauer que Borges citaba. También Raymond Williams ha dicho algo por el estilo, con un tono menos melancólico. De todos ellos este ensayo es deudor, pero la deuda es larga y extensa. Podría hablar, también, por ejemplo, del católico Scruton o de mi padre que me enseñó las bases de la retórica. Pero las deudas son inescrutables y si uno tuviera rigor debería investigar quiénes fueron los primeros primates que usaron lenguaje de señas. Es notorio que, a veces, a uno lo asedia un chispazo de inteligencia en medio de la estupidez. Esos son los momentos más felices. Hay otros que hablan en uno y que saben más.

La sensación es la opuesta a la vanidad. Descubrimos que la diferencia entre un monje budista del siglo XII y un joven escritor sudamericano en la era digital es más bien nimia. Y que la diferencia entre saber e ignorancia no es del todo sólida. Situar los ojos en los ojos de otro -conversar con los muertos, como quisieron Quevedo, Maquiavelo, entre tantos- es una forma de combatir la mezquindad. Otros escribieron y otros vieron, otros pasaron, y ese excedente, cada tanto, aparece, nos eleva. Por eso, no hay manera legítima de oponerse a la tradición. Toda oposición es también una deuda, como la que tiene un hijo con su padre y ese padre con el suyo. Nunca es tiempo de lo nuevo: el tiempo es la novedad y discurrimos en él volviéndonos, una y otra vez, hacia atrás, pero, sobre todo, a los costados.

Uno es vecino del mundo cuando lee. Y cuando escribe, descubre, felizmente o a su pesar, que la proeza no es suya. La ilusión y la paradoja de la literatura es destruir las distancias a través de distanciamientos. Que, ahora, sea un juego privado, carente de prestigio, no importa. O, al revés, su importancia radica menos en lo público que en su privacidad. Hay habitaciones solitarias donde hombres y mujeres simulan y son inspirados por los otros. Es en sociedad, con los otros, donde olvidan y no son más que sí mismos: ciudadanos que buscan esquivar los cuerpos en el tumulto.

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