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Por Bernabé De Vinsenci | Fotografía de portada: Eduardo Abel Giménez
“Ha publicado algunos libros (fundamentalmente narrativa) y, con diversos seudónimos, artículos periodísticos, en su mayoría humorísticos, e historietas y juegos de ingenios”, así se definía el escritor uruguayo. En su círculo íntimo era conocido como Jorge Varlotta; firmó Nick Carter, por única vez con su nombre verdadero: Marcial Souto cuenta que, antes de publicarlo, le confesó que la novela “contenía toda sus neurosis”; otras de las anécdotas —quizás no tan conocida— es que le gustaba leer libros amarillentos, añejos, porque contenían bichitos que eran alucinógenos, lo cual lo hacían reír; hoy sus lectores lo recuerdan como Mario Levrero, nacido en Montevideo en 1940 y muerto en la misma ciudad en 2004.
De Levrero puede decirse todo (que incursionó en la ciencia ficción —varios de sus relatos y su novela El lugar fueron publicados en El péndulo, revista afín al género—, en lo fantástico y en la autoficción) y a la vez nada: es embarazoso clasificar su obra, darle un nombre, inscribirlo en una clase o tradición, puesto que escribía —conduciéndolo, muy a menudo, a los experimentos más extraños, (véase Caza de conejos o Desplazamientos)— de acuerdo a lo que su “espíritu” le dictaba. Al respecto manifestaba: “En primer lugar observás qué está pasando adentro, cuáles son las imágenes que hay en la mente: de pronto un sueño o una imagen se reiteran, misteriosamente. Ahí descubrís que hay todo un mundo, que empieza a salir a medida que vas escribiendo”, así, mediante imágenes oníricas y absurdas, siguiendo las leyes de su espíritu, Levrero —influido por la reciente lectura de Kafka— escribió su famosa Triología involuntaria.
Parafraseando a Carl Jung, en una suerte de entrevista colgada en YouTube, decía que existían dos tipos de personas: las extrovertidas y las intuitivas. Unas son prácticas, eficientes, con un contacto directo con la realidad; las otras en cambio —sería el caso de Levrero— son contemplativas, reflexivas, lo que les permite la creación artística. La obra de Levrero —particularmente El discurso vacío, Diario de un canalla y La novela luminosa— ha significado una “investigación de sí mismo”, o mejor sería decir una contemplación de sí mismo, tal como dice, claramente, en la contratapa de la edición de El discurso vacío de Random House: “La gente incluso suele decirme: ‘Ahí tiene un argumento para una de sus novelas’, como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones”.
En una autoentrevista imaginaria, Levrero dice que empezó a conservar lo que escribía en 1966, “por consejo y aliento de Tola Invernizzi”, persona a quien Mario admiraba y le guardaba sumo respeto. En un artículo titulado El arte de Tola Invernizzi, cuenta: “No dijo nada durante una semana, como si no se hubiera dado cuenta de la horrible depresión que yo tenía”, y más adelante agrega: “No preguntó nada, entonces, y empezó a hablar. Me acuerdo que citó a Borges, más precisamente El Aleph (probablemente una cita inventada por él en ese momento), y de alguna manera misteriosa me dio una misteriosa absolución y se llevó mi depresión sobre sus altos hombros”. Al finalizar el artículo, Levrero escribe: “Además el Tola es un gran pintor”.
Posiblemente la obra de Levrero sea diversa por lo que él mismo afirmaba: “Creo que en las experiencias más triviales y cotidianas hay material artístico; la condición es que en ellas este presente el espíritu del artista”. En su obra podemos ver su espíritu, el aura de su genio, sus escrúpulos ante la escritura —tal como afirma en uno de sus libros: “Lo voy a lograr. No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida” — y es por eso que, gracias a su literatura, se haya impuesto el neologismo levreriano, así como Kafka o Borges o Julio Cortázar, a través de sus obras, han logrado imponer el suyo.
A través de las redes sociales pude contactarme con uno de sus hijos, Nicolás Varlotta, comentándole que su padre me parecía —y me sigue pareciendo— un genio y que era lector de su obra —ocasionalmente me encontraba releyendo su nouvelle Desplazamientos, quizás la obra más levreriana por experiencia; Nicolás accedió sin preámbulos, con gentileza, a las preguntas que, sin restricción alguna, le envié por email.
En esta minientrevista, Nicolás, por ejemplo, asegura: “…cuando mi padre terminó La ciudad parece que el Tola le dijo: ‘Ya sos escritor, jodete’. Y esa frase de alguna forma lo marcó, lo definió para siempre”. Dice, además, que en sus últimos años de vida su padre se volvió más “antisocial”, aunque respondía numerosos mails por días. Por otra parte lo define como a un hombre silencioso pero que: “…discutir con él era imposible: tenía opiniones contundentes que expresaba en forma lapidaria, de forma que no daba mucho lugar para argumentos contrarios”.
Nicolás Varlotta nació en Montevideo en 1979, vivió cinco años en Nueva York y trece en España; hace diez años que reside en Buenos Aires, es psicólogo pero no ejerce, se dedica a la astrología tanto en consultas como en docencia; además realiza tareas vinculadas al mundo editorial: ha sido traductor, corrector y actualmente se encuentra en el cuidado de los cuentos completos de su padre.

—En una nota titulada Los zapatos de Mario Levrero, Pablo Silva Olazábal dice de Levrero que era un hombre “lleno de fobias” y de “carácter bastante antisocial”, ¿Cómo definirías a Jorge Varlotta —según entiendo así lo llamaba su círculo íntimo—, no su figura de escritor, si no como hombre común y corriente, o si preferís, como padre? Uno puede hacerse una idea a través de sus libros más autobiográficos, como El discurso vacío o La novela luminosa, un hombre encerrado, acostándose a altas horas, pero siempre resultan imágenes azarosas, confusas.
Desde luego no era un hombre (ni un padre) común y corriente. Tanto mi impresión como la de prácticamente todos aquellos los que lo trataron en cualquier contexto es que era un tipo único, excepcional.
Mi recuerdo de él es que en efecto era un tipo bastante tranquilo e introvertido, pero al mismo tiempo una presencia muy marcada: cuando estaba ahí uno tenía plena consciencia de ese “estar ahí”. No hablaba mucho pero tampoco dejaba silencios incómodos, y todo lo que decía era muy significativo o interesante, o al menos divertido. Era una de las personas más divertidas que conocí jamás, con una risa absolutamente contagiosa. Eso hacía que uno también se esforzara inconscientemente por hacerlo reír: oírlo soltar sus carcajadas era un premio fantástico. Y su voz tenía un timbre extremadamente hipnótico, era alguien que no podías dejar de escuchar. También era muy afectuoso, aunque a su manera bastante tímida y no muy demostrativa. Pero uno percibía claramente la corriente de cariño que emitía.
No hacía muchas preguntas, pero cuando le contabas algo escuchaba con gran interés. Y él tampoco contaba gran cosa, pero en sus cartas (mi principal forma de relación con él desde que me fui de Uruguay a los 11 años, y la única forma desde los 16 hasta su muerte, nueve años más tarde) se las arreglaba para que uno se representara muy claramente su estado general, cómo era su vida y cómo se sentía, y todo siempre contado con mucha gracia e interés para el que leía. Eso sí, discutir con él era imposible: tenía opiniones contundentes que expresaba en forma lapidaria, de forma que no daba mucho lugar para argumentos contrarios.
Está claro que estaba lleno de fobias, pero lo de “antisocial” hay que matizarlo. De hecho a lo largo de casi toda su vida mantuvo una vida social muy rica y variada, con gente también interesantísima y excepcional, varios de los cuales eran antiguos compañeros desde el colegio (de secundaria o incluso alguno de primaria).
Solo que su manera de sociabilizar era bastante particular: funcionaba a partir del mediodía y no era nada adicto a fiestas y reuniones sociales. Pero los que lo conocieron en su juventud (sobre todo antes de irse a Buenos Aires, cuando vivía en la calle Soriano del centro montevideano), relatan que por su casa pasaba todo tipo de gente muy particular (escritores, artistas, médicos, científicos, religiosos, etc.), y él los recibía a todos con gran apertura y hasta entusiasmo. En general siempre eran los demás los que venían a su casa, aunque ocasionalmente era él el que visitaba a los otros. También le gustaba salir a pasear, a deambular, o sentarse en un bar a tomar un café.
Fue en sus últimos años de vida, cuando ya vivía solo en Ciudad Vieja, que se volvió más encerrado, más propiamente antisocial. Sabemos que estaba absorbido por la computadora (desde donde se comunicaba con mucha gente, con decenas de emails diarios), que salía cada vez menos y que no contestaba el timbre sin cita previa: había que “pedir turno” enviándole un email o llamando por teléfono –que tampoco respondía– y dejando un mensaje en el contestador. Sin embargo en esa época tenía los talleres, que lo obligaban a relacionarse un par de veces por semana con mucha gente al mismo tiempo, cosa que lo estresaba bastante, pero que también resultaron ser una fuente de renovación de su vida social y afectiva (y erótico-romántica).
En síntesis, más que antisocial diría que era un tipo que funcionaba con unos ritmos propios muy particulares, y que se esforzaba mucho por impedir que los demás le impusieran los suyos –lo que para él constituía alguna forma de amenaza, probablemente de despersonalización.
—Se dice que Jorge Varlotta utilizó el seudónimo Mario Levrero para homenajear a sus padres; yo pienso que su introversión lo llevó a usar seudónimo, ¿por qué creés que tu padre firmaba como Mario Levrero?
Una cosa son sus motivos para usar seudónimos –de hecho usó unos cuantos, Mario Levrero esa su seudónimo propiamente literario– y otra muy diferente por qué eligió precisamente ese, compuesto de su segundo nombre, que era el de su padre, y su segundo apellido, el de su madre.
En cuanto a la primera cuestión, puede haber muchos motivos, como él mismo explica en varias entrevistas. Uno puede ser el darse la posibilidad de crear libremente, sin tener que “responder” por lo que hacía, en un entorno tan reducido e hipercrítico como el ámbito cultural montevideano. El anonimato le daría cierta protección y la sensación de libertad.
Otro motivo muy relacionado con el anterior parece haber sido la voluntad de separar sus diversas facetas –por un lado la humorística, por otro los juegos de ingenio, por otro la periodística, y finalmente la literaria “pura”, por así decirlo. Aunque hubo solapamientos entre esas identidades, como en el caso de Nick Carter, que firmó inicialmente como Jorge Varlotta: él decía que fue idea de Marcial Souto y el resto de editores, pero Marcial siempre insiste en que fue una exigencia expresa de mi padre.
Y por último está la cuestión de que él sentía que su literatura no era estrictamente suya sino que estaba inspirada (o dictada) por algo más, por el inconsciente o por el Espíritu. Y era ese tipo de literatura que no era del todo suya la que firmaba como Levrero.
En cuanto a los motivos para elegir ese seudónimo y no uno completamente inventado, puede ser que fuera en parte un homenaje a sus padres, y en parte también una forma de reconocer que el escritor que habitaba en él era en cierto modo parte de él, pero era otra parte, otra subpersonalidad, u otro ser que no era él pero que también habitaba en él. Aunque también puede ser que una vez decidido a usar un seudónimo, simplemente haya elegido el que tenía más a mano.

—Ángel Rama incluyó a Mario Levrero entre los “raros”, sin embargo publicó en Péndulo —varios relatos y la novela El lugar—, siendo que Péndulo era una revista de ciencia ficción; también incursionó en la autoficción, como por ejemplo en Diario de un canalla, ¿cómo definirías la obra de tu padre?
Creo que él publicaba en los medios donde podía hacerlo, donde mostraban interés en publicar sus textos. Y durante mucho tiempo esos lugares eran casi exclusivamente allá donde estuviera Marcial Souto. Y como Souto estaba muy vinculado a la ciencia ficción, terminaba publicando ahí.
En cuanto a definir la obra de mi padre… bueno, es una tarea muy complicada, se la dejo a otros. En todo caso puedo ponerle algunos adjetivos como lúdica, imaginativa, libre (en el sentido de que no se autocensuraba) y auténtica (en el sentido de no planificada, escribía lo que realmente le salía de adentro). A veces eso lo llevaba por terrenos afines a la fantasía, a la ciencia ficción y a lo onírico, otras al policial, otras a lo experimental, y a veces también a lugares bastante opuestos, muy apegados a la realidad cotidiana, como en el caso de los diarios. Es una obra tremendamente diversa en su resultado final, sin embargo creo que siempre escribió desde el mismo lugar: el de servir de vehículo para algo que tenía que ser comunicado.
—Se habla de cierta insistencia por parte del pintor Tola Invernizzi sobre los manuscritos de Levrero, que le decía “Está bien; seguí”, ¿quién fue Tola para tu padre, para la literatura de tu padre?
Sobre esto no sé más que cualquier otra persona que haya leído sus narraciones y entrevistas. Creo que el Tola fue una figura crucial para que mi padre reconociera su vocación de escritor y se tomara en serio como tal. El Tola para él fue una figura paterna, un protector, y también encarnaba en cierta forma “la voz del auténtico Artista”, o sea de lo que él aspiraba a ser.
Después de ese “seguí”, cuando mi padre terminó La ciudad parece que el Tola le dijo: “Ya sos escritor, jodete”. Y esa frase de alguna forma lo marcó, lo definió para siempre.
—Podríamos partir de la premisa de que en la primera parte de El discurso vacío, Levrero trata de ejercitar la caligrafía, que es un modo de, mediante el ejercicio caligráfico, modificarse a sí mismo, casi un ejercicio espiritual; incluso Levrero dice que la literatura es un intento de comunicar una experiencia espiritual, ¿qué es lo que entendía tu padre por espiritualidad?
De nuevo, no tengo ninguna información privilegiada al respecto porque jamás hablé con él de esto. Por lo que entiendo, el Espíritu para él era algo así como una esencia universal y trascendente, fuente de todo lo “numinoso”, que es un concepto de Jung derivado del Nous platónico. Podría decirse que lo numinoso es “lo que realmente es”, más allá de las múltiples capas de apariencia que recubren a la realidad que percibimos habitualmente: lo “realmente real”, que no puede conceptualizarse ni demostrarse sino solo experimentarse directamente, y solo cuando uno abre ciertos canales de la percepción, o se despoja de ciertos condicionamientos que lo tapan.
—Por último, veo en la literatura de Levrero una fuerte presencia de comunión con las palabras, todo parece milimétricamente puesto, parafraseándolo, de manera hipnótica; lo cual, supongo, le llevó grandes esfuerzos, silencios, lecturas, ¿cómo fue para vos ver a un genio (permitime el adjetivo) creando una obra inmensa?, ¿qué hábitos o rituales tenía?
El adjetivo te lo permito porque no me cabe duda de que eso es lo que era: un genio. Ahora, en cuanto a verlo trabajando me temo que no puedo responder porque jamás conviví con él más que por períodos muy cortos, de un par de días o poco más de una semana. Y nunca lo vi trabajar. Como mucho lo habré visto encerrarse unas horas en su escritorio, en la época de Colonia, mientras yo jugaba con Juan Ignacio.
En cuanto a rituales, solo puedo mencionar los ya archiconocidos: acostarse y levantarse tarde, desayunar leyendo algún libro (generalmente una novela policial) apoyado en dos botellas de agua mineral Salus, y anotar cada cigarrillo que fumaba haciendo un palito en un papel o cartón, que guardaba en el celofán de la cajetilla en uso.
Etiquetas: Bernabé de Vinsenci, Mario Levrero, Nicolás Varlotta